A metros de la esquina de Corrientes y Talcahuano, en la marquesina del Multiteatro, todavía se puede ver un enorme cartel con su rostro, anunciando que “muy pronto” volvería a esos escenarios. El espectáculo anunciado, que lamentablemente no se va a poder materializar, no llevaba por título más que su nombre: Enrique Pinti. Es que para muchos argentinos y argentinas no hacía falta saber más que eso; si nos dicen “vamos a ver una de Pinti” sabemos exactamente a lo que se están refiriendo. Sabemos que vamos a encontrar una mezcla muy personal, intransferible y reconocible a la vez, de humor, argentinidad y reflexión catártica.

En el caso de este cronista, el primer recuerdo preciso de Pinti se ubica a fines de los 90, cuando siendo preadolescente vio en la casa de su abuela, en San Miguel, una grabación de Pericón en Volver. Tras la sorpresa por las puteadas maratónicas que metía en sus discursos, venía la aclaración: “Yo no digo malas palabras. Malas palabras son hambre, corrupción, discriminación. Esas son las malas palabras”. Al leer estas líneas, los lectores y lectoras seguramente podrán rastrear el origen de su primer contacto con un tipo que terminó volviéndose como parte de la familia.

Con la muerte de Enrique Pinti, se va no solamente un artista todoterreno, alguien que podía escribir, dirigir y protagonizar en teatro, tele, radio, columnas de diarios y libros. Se va un ensayista de la argentinidad, alguien que era capaz de convocar a miles de personas a espectáculos en los que se pasaba revista a la actualidad argentina sin dejar de lado referencias acerca de nuestra historia, desde la conquista española hasta nuestros días. Alguien que nos podía hacer reír, pensar y también, enojar, por qué no, por la serie de frustraciones políticas y económicas que enturbian nuestras vidas día a día, hace décadas. Con la muerte de Enrique Pinti se va también un artista que estaba profundamente enamorado de la Ciudad de Buenos Aires y de una serie de rituales urbanos que convirtió en parte central de su vida.

Cipe Fridman tiene 85 años y, durante los últimos 46, fue la representante y amiga de Enrique Pinti. No le gusta hablar con la prensa, de hecho, nunca dio notas, pero acepta hablar con SOY para despedir a quien fue uno de los hombres de su vida. Tan dolida como entera, Cipe cuenta que durante gran parte de estos últimos 46 años se juntaba a cenar de martes a domingo con Enrique, casi siempre en Edelweiss, ese reducto del centro porteño al que solían ir muchas figuras después de cada función. En Edelweiss, Enrique y Cipe tenían reservada su mesa. A veces podían ser cuatro, a veces seis y a veces hasta catorce personas. Los lunes, los días en que habitualmente no había funciones de teatro, Enrique y Cipe iban al cine y después a comer a otro lugar. A esas horas y horas compartidas hay que sumarles las festividades judías a las que Enrique se sumaba en casa de Cipe, a pasar tiempo en familia. Y los viajes que Enrique hacía a Nueva York, en los dos meses de vacaciones que se tomaba al año para ver todo lo que podía de Broadway. “Esto lo pinta como un hombre metódico: no. Era metódico para lo que le gustaba. El cine era su pasión, tenía que ir todas las semanas. Es más: tiene una colección de más de 1800 películas en su casa. En VHS, lógicamente”, cuenta Cipe.

Y agrega: “Él era metódico en todo lo que tenía que ver con la comodidad. Él debía tener sus horas de sueño, no tenía que hacer ningún esfuerzo. Nosotros lo llamábamos 'Qué lástima me di', porque si vos estabas en un lugar y se caía algo de casualidad, una lapicera o lo que sea, jamás se iba a agachar para recogerlo. Su frase era 'Qué lástima me dio cuando se cayó'. Si se rompía algo que se le caía, decía 'Qué lástima me dio cuando se rompi', pero jamás se iba a agachar a recoger lo que se había roto”.

A Pinti no le gustaba la tecnología, de hecho, se había rehusado a usar correo electrónico y celular: a él le gustaba encontrarse con colegas y amigos, con sus pares, a charlar sobre la vida y sobre el arte. Los encuentros cara a cara le eran tan importantes como el aplauso del público; por eso, estos últimos dos años de pandemia le fueron particularmente duros. “Este tiempo de mierda en el que nos vimos obligados a estar encerrados le hizo mucho daño”, cuenta el director Alejandro Tantanian, uno de sus amigos más cercanos que tuvo la oportunidad de dirigirlo en la adaptación local de Anything Goes. “A Enrique le importaban mucho los encuentros: estar con otra gente enfrente y compartir. Escudado en que no entendía o no le importaba la tecnología, propiciaba las mesas, los amigos, las comidas, el cine, los viajes, las salidas. Y esta puta pandemia era todo lo contrario”.

Enrique Pinti, pionero de la visibilidad

Hace unos días, La Nación publicó una nota titulada “Las parejas de Enrique Pinti: el misterio mejor guardado del artista”, en la que repasan algunas de las frases que usaba para responder en las entrevistas cuando le preguntaban por el tema. Una de sus frases más conocidas era esa de que nunca se había enamorado; otra, que no había tenido pareja porque era muy impaciente: “Culo veo, culo quiero”. Su amor, la verdadera pasión de su vida, era el teatro, lo que no quiere decir que no haya tenido una vida sexual activa o que haya ocultado su homosexualidad. Todo lo contrario. “Para su generación era, si querés, revolucionario, porque nunca ocultó eso. Nunca fue un tema. Estaba en la primera fila aplaudiendo cuando salió el matrimonio igualitario y él nunca ocultó eso. En un ambiente tan closeteado y con tantos pruritos aun hoy, siempre estuvo afuera. Y si ves videos de cuando era más chico, era muy, muy, hermosamente marica en su gestualidad y hay algo había ahí que funcionaba perfectamente bien. No había dudas respecto de eso. No era algo que había que ocultar ni que sobre-mostrar, digamos”, aporta Tantanian.

Ese equilibrio entre estar fuera del closet y no entregarse a las fauces del periodismo amarillo que hurga en camas ajenas lo ubica en un lugar muy original. No solo para su época sino también para la construcción de su propia figura pública. No ocultaba nada, lo que sí elegía era hasta dónde dar.

En las últimas horas, gracias a ese archivo colectivo que se va armando en YouTube, se rescató un monólogo de los años 80, en el que decía, textualmente: “Todavía hay que explicarle a esta sociedad homofóbica, estúpida, mal cogida e ignorante que los seres humanos merecemos ser juzgados por lo único que de verdad le importa a Dios, por lo que somos por dentro y por la capacidad de amor y de afecto que tenemos para nuestros seres queridos, ¡SI! Para nuestros padres, para nuestras madres, para nuestros amigos, para nuestros hermanos, para nuestros amores y ¡no por lo que hacemos con el culo!”

“¿De dónde saca la gente heterosexual que son mejores o peores que los homosexuales y de donde podrá sacar un homosexual que es mejor o peor que un heterosexual por lo que hace con el sexo, si somos todos seres humanos y lo único que importa son tus hechos y tus actos. ¿Cómo mierda las parejas heterosexuales pueden considerarse más morales? Con la cantidad enorme de parejas heterosexuales que se meten los cuernos, que abandonan a sus hijos, que se pelean en una pelea horrorosa de verdulería con los chicos en el medio; y esos divorcios donde los chicos sufren los peores trastornos. ¡Hijos de puta! Que después dejan tirados a sus hijos. Forros de mierda que no le pasan la mensualidad a su mujer para que mantenga a los hijos que él ayudó a tener”.

¿Quedan los artistas?

Casi como un coro, los tuiteros y tuiteras despidieron a Pinti con la frase más conocida de su carrera: “Quedan los artistas”. Esa frase, el latiguillo de la última canción de Salsa Criolla, es clave para entender sus pasiones. El amor por sus colegas, las cenas en Edelweiss, la decisión de ser velado en la última sala en la que se presentó y pedir, por favor, que nadie comprara ofrendas florales y que en cambio destinaran ese dinero a la Casa del Teatro. Enrique claramente quería que quedaran los artistas, ¿pero quedan los artistas?

En una época en la que no solo está muriendo una generación que influyó a muchas otras sino en la que también están muriendo muchos de los rituales urbanos que venían asociados a ese mundo del espectáculo, en una época en la que se están yendo lugares clave de la noche porteña, en la que muchos y muchas prefieren ser famosos antes que mostrar talento, en la que vale más una selfie que leer un clásico, ¿quedan realmente los artistas?

“Trato de no tener un apego nostálgico a esas cosas, pero no deja de entristecerme esa especie de otoño, o invierno, ya diríamos, de estas cuestiones. Pero trato de pensar que lo bueno está por venir, porque si no todo se volvería muy difícil”, dice Tantanian para apaciguar un poco la nostalgia ontológica de este cronista.

Carlos Rottemberg, en cambio, se ubica en un lugar que mira con cariño a un presente que cada vez se aleja más de nuestras narices. “Una de mis frases de cabecera es 'no todo tiempo pasado fue peor'”, resume. “Si bien muchas veces aplaudimos las transformaciones, todo lo que trajo la tecnología y lo que tiene que ver con la modernidad, en el caso de nuestro rubro teatral, no tengo dudas de que hay gente muy apasionada en la nueva camada o en la camada intermedia de artistas, pero hay una cosa que tienen muy pocos, que tiene que ver con la pasión. Y la pasión la puede tener Pinti, la puede tener Gabriela Radice cuando desinteresadamente conduce los ACE y sabe de lo que habla, la puede tener un empresario teatral si durante toda la vida eligió trabajar sin trabajar, vale decir, elegir su vocación, y eso pasa en todos los órdenes cuando existe la vocación. Y eso es lo que empieza a preocuparme ahora que soy más mayor y veo que el cambio de modalidad de esta modernidad, tal vez, rompe de alguna manera con aquella mística que desarrollaba Pinti al decir 'quedan los artistas'”.

“Pero hay algo más profundo”, continúa Rottemberg, “y es que Pinti pudo hacer espectáculos como Salsa Criolla, que era una cabalgata histórica musical, justamente porque era un profesor, de verdad. Era un tipo culto y preparado que encontró una cosa maravillosa, que fue bajar al lenguaje popular contenidos importantes. Y él, a través de la mala palabra y la verborragia apresurada, siempre tuvo el argumento y el concepto. Fíjate vos que queda 'quedan los artistas' como canción popular, pero escuchemos la letra con atención. Habla del mundo, habla de atrocidades, habla de la guerra, habla de cosas muy profundas que populariza a partir de simplificarlo. Pero siempre, detrás de cada chiste y de cada puteada de Enrique, siempre, hubo contenido y yo se lo agradezco fundamentalmente como parte de su audiencia”.

Hagámosle caso a Carlos Rottemberg y escuchemos, una vez más, la canción más famosa de Pinti para que su deseo se haga realidad y, a pesar del caos y la destrucción del mundo, puedan quedar los artistas. Que el lugar común en que se ha convertido la frase nos sirva para pensar dónde estamos parados, a dónde queremos ir y también para agradecerle a Pinti por todo lo que hizo para mejorar nuestras vidas a través del arte. ¡Que queden los artistas!