El triunfo de Trump en Estados Unidos abrió entre los argentinos dos líneas de discusión: una transita la cuestión de las consecuencias de ese resultado para nuestro país, la otra procura interpretar la significación mundial de un giro de la política estadounidense en un sentido impensable hasta hace muy poco. 
En la primera discusión aparece en primer plano lo que podríamos llamar una tradición cosmopolita en el pensamiento argentino. Es un modo de pensar que arranca de la justa visión de que hay acontecimientos exteriores –especialmente de los países centrales– que ejercen una influencia poderosa en nuestros asuntos nacionales. Desde ese punto de partida, suele pasarse a pensar nuestra realidad poco menos que como un subproducto de lo que ocurre en los países centrales. Fue muy característica de nuestra historia la escena ocurrida durante la Segunda Guerra Mundial en la que el antagonismo político argentino se organizó alrededor de un clivaje poco común: la disputa era entre aliadófilos y germanófilos, es decir de acuerdo a qué bando europeo-norteamericano nos alineábamos. La derecha liberal basaba su política en la fidelidad a la causa de Gran Bretaña y Estados Unidos. Un sector de la izquierda, concretamente los comunistas, fijó su posición sobre la base de la presencia central en la guerra de la Unión Soviética. En Argentina había más germanófilos que lo que se hacía notar en las declaraciones públicas; sin embargo, la presencia en el grupo militar emergente en el golpe de 1943 de oficiales simpatizantes de la Alemania nazi y la Italia fascista, facilitó el reagrupamiento de lo que entonces eran los partidos más tradicionales, de derecha y de izquierda, contra la candidatura de Perón que formaba parte eminente del gobierno militar. No es muy difícil ver detrás del cosmopolitismo de derechas e izquierdas de entonces –y no sólo de entonces– un sello del proceso de formación de nuestra conciencia nacional doblemente impuesto por la ambición de las clases cultas de pensar nuestra realidad desde los países “importantes” del mundo y por la fuerte incidencia poblacional que tempranamente tuvieron en el país los contingentes emigrados de todo el mundo, pero muy particularmente de la Europa pobre del sur. Esa tradición cosmopolita se expresa hoy de muchas maneras, pero en la materia de la que hablamos toma la forma de lo que podríamos llamar la militancia de la impotencia nacional. Esto significa que para muchos argentinos la realidad de nuestro déficit de desarrollo con relación a los países centrales se transmuta en la convicción de que el país no puede hacer nada importante en el terreno internacional en forma autónoma. Así es que, por ejemplo, el memorándum de entendimiento con Irán firmado por el gobierno de Cristina fue interpretado como una afrenta a nuestras relaciones con el “mundo libre”, poco antes de que Estados Unidos firmara con ese mismo país un documento de acercamiento bastante más ambicioso que el nuestro, que se limitaba a la colaboración puntual en el esclarecimiento del atentado a la AMIA.  
El frente ideológico del cosmopolitismo está desconcertado en estos días, empezando por el gobierno de Macri que mostró lo contrario de su mentada seguridad y profesionalismo en política exterior, haciendo una militancia explícita de la candidatura de Hillary Clinton, por medio, entre otros, del embajador Lousteau, de la hiperprofesional canciller Malcorra y del propio Presidente. No deja de ser curioso que un magnate argentino prefiera, antes que a un magnate norteamericano, a una destacada defensora de los derechos humanos, según se autocaracterizó la candidata demócrata. Pero por encima de las afinidades personales, el mundo se guía por una lógica de intereses y, en este caso, Macri tenía claro que su futuro sería mejor con la predecible Clinton y su ratificación de la línea globalista de los tratados de libre comercio que con el hasta hace poco impresentable amigo. Esta perspectiva piensa el país desde afuera hacia adentro. Toda la retórica esperanzadora del macrismo gira en torno de los efectos milagrosos que sobre la realidad de los argentinos derramará el “regreso al mundo”, que es el nombre mediático del incondicional alineamiento con Estados Unidos, brújula permanente de la actual política exterior. No se trata, claro está, de reemplazar la ideología cosmopolita y su consecuente militancia de la impotencia por una visión de país cerrado al mundo, autosuficiente y hostil. El problema consiste en tener o no tener una orientación soberana, flexible ante la coyuntura pero sistemáticamente pensada en términos de beneficio nacional. Desde ese punto de vista, por ejemplo, el desarrollo industrial del país no puede percibirse como variable según el curso de lo que ocurra en el mundo, sino un camino conveniente y necesario, cualquiera sea ese curso. El cosmopolitismo está hoy nervioso porque fuera de la buena voluntad de la principal potencia no parece creer en ningún otro resorte para asegurar la viabilidad del país. Por eso desde esa trinchera se criticó el supuesto “chavismo” de la política kirchnerista. Porque nadie podía ignorar que la prioridad que en ese período se le dio al espacio del Mercosur, de la Unasur y el Celac, sumado a la sintonía con el grupo de los Brics, era la forma de alcanzar nuevas cotas de autonomía en nuestra posición internacional. La sola idea de autonomía, por fuera de la relación privilegiada con el mundo “serio” espanta al cosmopolitismo colonial argentino.  
El segundo frente de discusión es el del significado del resultado. En este punto, para muchos el resultado fue una sorpresa. No deja, claro, en ningún caso de ser sorpresivo el triunfo de un personaje que desplegó en su campaña una retórica más parecida a la de Marine Le Pen que a la de Bush (padre o hijo). Un discurso insoportable, se dice. Pero acá hay algo interesante: para muchos de los horrorizados es mucho más insoportable la retórica de la violencia que la violencia misma, a no ser que el racismo, el belicismo, el imperialismo, la misoginia y la homofobia solamente existan en Estados Unidos por culpa de Trump. Los democráticos y civilizados derrotados en la elección no son otra cosa que los administradores periódicos de una política exterior que es la que sustenta lo que el Papa llama “la tercera guerra mundial por partes”. Claro está que lo que ocurrió en Estados Unidos tiene un significado de alcance mundial. El significado es la crisis política del orden neoliberal y viene desarrollándose en buena parte de los países europeos desde hace ya varios años. Es la crisis de un sistema de “alternancia” entre partidos que pertenecen a diferentes tradiciones históricas (liberales, conservadores, socialdemócratas, socialcristianos) y discuten entre sí en las campañas electorales para lograr el gobierno. Una vez en el gobierno ejecutan idénticas políticas que en Europa tienen el nombre de austeridad y constituyen la misma receta que en nuestras condiciones, peores claro está que las del mundo desarrollado, son los programas de ajuste y de sistemática transferencia de ingresos desde la base a la cúpula de la sociedad. Un sistema de partidos que funciona como un casting para la conformación de futuros gobiernos que carecen de las herramientas indispensables para eso, para gobernar. Porque los países europeos han enajenado su soberanía en una institución supranacional, la Unión Europea, cuya tecnoburocracia está virtualmente cooptada por empresas y grupos financieros multinacionales. Ese orden político solamente puede funcionar si los partidos del sistema están atados por un pacto no escrito que compromete a respetarlo. Y eso era la norma intocable también dentro de nuestra región hasta la irrupción del proceso de transformaciones de comienzos del siglo XX. ¿Cuál fue la fórmula política de la reconversión neoliberal en la Argentina de la década del noventa, si no una alternancia bipartidista que hacía desde ambos lados reverencias a esa estrategia? ¿Cuál es la premisa central del establishment en la Argentina para los próximos años, si no la reinstalación de un sistema de partidos “normal”, es decir impermeable a cualquier tipo de irrupción “populista”? Eso se está jugando sobre todo en el futuro del peronismo. 
La elección en EE.UU. desmiente radicalmente la visión del mundo que predica el establishment nativo. El capitalismo mundial vive una prolongada crisis económica desde fines del siglo pasado, que desde los últimos siete años ha pasado de la periferia al centro; de México, Asia, Brasil y Argentina, entre otros, a Europa y Estados Unidos. Lo que madura en estos años es la crisis política. Se insinuó cuando frente al desafío griego a las políticas europeas de “austeridad” –sustentado incluso en un pronunciamiento popular abrumadoramente mayoritario– la respuesta de la “política” europea fue una mezcla de indiferencia y extorsión. Esa crisis es la que sustenta la proliferación de experiencias antisistémicas de muy diferente abolengo ideológico: han nacido nuevas experiencias populares y de izquierda, como la propia Syriza de Grecia y Podemos en España y han crecido exponencialmente experiencias como el Frente Nacional en Francia y el Partido Independiente del Reino Unido, entre muchos otros, que han logrado capturar desde la extrema derecha a grandes sectores populares agitando problemas nacionales y sociales que habían quedado fuera del discurso socialdemócrata en las últimas décadas. 
El triunfo de Trump no debería generar ninguna ilusión en el campo político democrático y popular. Por el contrario, entre lo poco que puede augurarse está, sin duda, una ofensiva aún mayor, si eso fuera posible,  de los sectores más agresivos del gran capital y de los grupos ideológicos más violentos contra los débiles de todo tipo. Pero hay que percibir que se abre una etapa crítica. Que el lenguaje políticamente correcto de la paz y los derechos humanos que suele transmitirse desde los principales centros de poder ya no logra ocultar la magnitud de la crisis civilizatoria que está en marcha. La crisis de una civilización cuyo centro está en la inhumana concentración de la riqueza y cuya manifestación mundial más distintiva es el colonialismo, las guerras, la extrema pobreza extendida como nunca. Todo eso escondido detrás de un decorado de democracia liberal, orden mundial, libertad económica. Más que prepararnos a ver lo que va hacer Trump hay que discutir hacia dónde queremos ir nosotros.