Un solitario lector comenta, después de leer “Adaptarse”, mi artículo publicado en Página 12 el 16 de marzo, y sugiere que yo debería profundizar más este concepto con cuyo planteo central coincide. Me dice que podría ocuparme de otro, complementario obligado de aquél, nada menos que del “poder”. Me quedo pensando, me asusta su imponencia y la perspectiva, bastante peligrosa, de caer en las obviedades más corrientes. Sin embargo, ya escribí sobre el tema hace unos años: “Homo hominis lupus” se tituló un trabajo publicado en la Revista de Ciencias Sociales de la Universidad de Quilmes. Lo que hice ahí me regresa y al tratar de volver hoy al tema advierto que también me regresan varias ideas. Robo a la propia memoria he llamado a ese fenómeno, ni modo, uno es quien es y se repite, peor es el que le roba ideas a otros y lo oculta, casos se han visto.

No obstante, es un desafío y no suelo rehuirlos, creo que responder está en el ámbito de una ética del pensamiento, de modo que, fiel a ella, dejo entrar el tema y me brota el título de una novela de Graham Green, El poder y la gloria, que tuvo notoriedad en los años cincuenta. Greene recupera un verso del ritual “Padre nuestro” (Tuyo es el reino, el poder y la gloria, por los siglos de los siglos, amén) y traza una historia de dudas y de vacilaciones acerca de la fe, pero no es lo que interesa ahora.

Sin embargo, la fórmula, descartada la imagen de que el “poder” es inherente al Eterno, propone en lo inmediato y en la tierra una primera relación: el poder concreto, jerárquico, político, económico o cómo sea, genera la gloria tal como la conciben los humanos, pero también puede impedirla. Pero, de qué poder y de qué gloria se trata: si esa frase es feliz es, pienso, porque se cree saber que el poder es “otorgante” y la gloria “apetecible”, tal vez ilusoria creencia porque bien puede no ser así, bien puede ser que el poder quite o sea indiferente y la gloria poca cosa.

Por supuesto, la historia muestra que existieron, y existen, muchas formas de poseer poder, la iglesia, la monarquía, el Presidente, la riqueza, el sexo, la posición, debe haber muchas más; y la gloria, como meta y cumbre de un “ser”, es objeto de punto de vista y de definición: si entrar a los cielos era la gloria, también, después de su época de oro, lo es aquí abajo, ha de ser la fama, el aplauso, la consagración, el triunfo, el sentimiento del placer deseado y obtenido, todo lo que se puede considerar como una recompensa o una culminación puede ser considerado glorioso: Góngora escribía en un memorable soneto “Gloriosa suspensión de mis tormentos”, donde situaba la “gloria”, evidentemente no en los cielos. Pero no me voy a detener en ello, es demasiado refulgente como para entenderlo y rodearlo pese a que el adjetivo a que ha dado lugar, glorioso/a, parece más asequible o más al alcance de la mano y se aplica sin pedirle demasiado.

De modo que vuelvo al poder que, no es ningún secreto, puede ser sentido como una disposición cuyo elemento significativo fundamental es la fuerza, de ahí su relación con la potencia, que sería uno de sus rasgos: cuando la potencia disminuye genera el término antagónico, la “impotencia”, que sería una desaparición de la fuerza y, por lo tanto, del poder, al menos en lo sexual y seguramente en lo político. Claro que no es todo, es apenas un apunte sobre el lugar que ocupa este término, supone que hay otros modos de entrar en la cuestión.

Se me ocurre uno de esos modos: no puede dejar de considerarse que “poder” es un verbo que exige un otro verbo que le es complementario: “poder hacer”, “poder correr”, “poder comer”, etcétera. Así funciona el “poder” como verbo pero, como otros de un pequeño grupo --“querer”, “saber”, “soler”, “deber”--, se ha sustantivado y de ahí lo que, en su caso, motiva una reflexión específica en virtud de la suerte que ha tenido en el uso de la lengua y su trascendencia en el orden de las relaciones sociales.

Se trata, entonces, de “el poder”, con toda su carga histórica, o sea qué formas ha tenido desde que el hombre es hombre y cómo se ha conformado: la Iglesia llegó a lo que fue en su más poderoso momento a partir de un modestísimo comienzo, pero no sólo ella: obtenerlo, en cualquiera de los ámbitos, ha dado lugar, y lo sigue dando, a todo tipo de acciones, desde las más previsibles --lograr una posición a partir de determinados méritos-- a las más imaginativas --mentir, engañar, matar--. En todos los casos, sean cuales fueren tales acciones, lo común a todas es un deseo, se quiere obtener poder, grande, pequeño o como sea, nadie, creo, aspira a la impotencia. En lo individual, de unos sobre otros, en lo político sobre todo.

Pero ese “querer poder” tiene grados; dejemos de lado lo individual y vayamos al campo mayor; va desde desear lo que ofrece regularmente la sociedad --antiguamente la realeza, posteriormente una Presidencia o un cargo-- hasta tratar de apropiarse de él mediante toda clase de tentativas o forzamientos: la literatura ha proporcionado numerosos ejemplos y, en todos estos casos, se ha detenido en la descripción del dramático momento previo a la manifestación cruda del deseo. La pregunta, por lo general sin respuesta, es ¿por qué alguien siente el deseo de tener poder o, corrosivamente, el poder que tienen otros? ¿No será la obra corrosiva del Marqués de Sade una especie de horrorizada denuncia sobre el poder sobre los cuerpos?

Muchas variantes ofrece la vida: hay quien cree que mediante el poder podrá cumplir una misión --Trotsky y, antagónicamente Hitler--; otros sólo satisfacen un apetito o ambición de poder --Ricardo III en versión shakespereana--, otros se ven llevados al poder --el General Galtieri--, otros, igualmente, lo heredan --Felipe V, de España--, algunos saben lo que pueden o deben hacer obteniéndolo --el General De Gaulle--, otros se imaginan que el poder que obtienen les permitirá hacer lo que se les ocurra --Nerón--, otros no hacen nada más que consolidar su poder --Stalin--, otros lo emplean para resguardar o ampliar su riqueza y la de sus parientes y amigos --Macri--, otros no saben qué hacer con el poder que de pronto ha llegado a sus manos --De la Rúa--, hay infinidad de variantes y posibilidades, pero, en todos los casos, siempre sorprenden las formas que adopta.

De eso se trata, además de los cambios de época: durante siglos, reyes y emperadores concentraban todo el poder pero cuando la Iglesia había instalado su reinado, los Papas eran todopoderosos hasta que el dinero modificó ambos esquemas y desplazó el poder hacia los ricos. Se constituyó así el poder real; otros, que parecen ser depositarios del poder, los políticos en funciones o los sabios, salvo flagrantes excepciones, sólo disfrutan la ilusión del poder, pasa con ellos lo mismo que con los padres, que antaño eran todo poder, hoy lo ven desvanecerse lánguidamente.

Tener poder puede ocasionar grandes bienes, el saber y el pensamiento por ejemplo, o la belleza o la gracia pero también da lugar al “abuso del poder”, que constituye un capítulo decisivo en la historia de la humanidad, desde lo más remoto y primitivo hasta la contemporaneidad: monarcas, presidentes, dictadores, dominadores, jefes, y un largo etcétera, violan como quieren protocolos, tradiciones y códigos, se valen de lo que les ha sido conferido o que han arrancado pasando por alto sentimientos de culpa, derechos de otros e intereses de la sociedad. Momento desolador de la noción de poder, que se torna vacilante, desintegrada, fuera de cualquier conexión con la alteridad humana. Hitler fue elegido y al poco tiempo eliminó a quienes lo habían dotado de ese poder, lo mismo hizo Duvalier en Haití, Macri, tal vez menos mortuorio, designó, fuera de toda legalidad, jueces de la Suprema Corte, echó gente de sus cargos, contrajo deudas siderales para el país, y gran parte de lo que hizo, valiéndose del poder, fue en beneficio propio y hasta de su familia cuando no de sus parientes y amigos.

La figura del abuso lo ilustra claramente. El abuso es una tentación, o un fantasma que nos acompaña, lo puedo comprender, los pobres seres humanos, que no se miran en los espejos, cuando logran sentarse en algún tipo de trono, enceguecen, imitan a ese imposible Eterno del que hablaba Graham Greene y que se invoca diariamente en las sacristías de las iglesias y en los corrillos, precisamente, del poder.