Los espectáculos de Alfredo Staffolani tiene la particularidad de llamar la atención tanto por los temas que abordan como por la forma, que se traducen en puestas en escena elaboradas y bellas. En su nueva creación, El buen destierro, que acaba de estrenarse en La Carpintería, cruza dos mundos muy distintos: el de un padre abusador y su hijo Manuel, y el de dos sacerdotes de poca monta que viven recluidos en una casa de retiro, una exiglesia, a la espera de algún tipo de salvación. Son mundos distintos porque padre e hijo parecen estar fuera del tiempo, personajes con aires míticos deambulando, perdidos, interpretados por Nicolás Balcone y Gonzalo Bourren respectivamente, en un tono grave, casi trágico. Por su parte, los religiosos habitan una casona donde conviven una idiosincrasia católica muy particular y música electrónica de los años ’80, entre luces de neón, proyecciones, humo y aparatos de música. Los fabulosos Javier Rodríguez Cano y Mariano Sayavedra encarnan a los curas que se desviven con la llegada del hijo veinteañero a su morada, atraídos por la belleza de este chico que irrumpe escapando del padre, con poca ropa y heridas en su cuerpo. Manejan una comicidad hilarante, por momentos ácida y hasta dolorosa, con el timming justo, comprometiendo sus voces y sus cuerpos en la composición de dos seres atractivos y repulsivos a la vez, payasescos.

“La escribí en el marco del proyecto Escenarios de Mundo organizado por un teatro de Munich, Alemania, el Residenz Theater. Su director, Andreas Beck, convocó a tres dramaturgos y dramaturgas de distintos países para que residan un tiempo en esa ciudad, y puedan entregar un material que tenga algo que ver con la experiencia de vivir y escribir ahí. Me fui para allá en diciembre del 2019 y tuve que volver a Buenos Aires en marzo del 2020, justo antes de que comenzara la cuarentena acá. En esos tres meses la escribí y más tarde la fui corrigiendo”, cuenta a Página/12 el autor y director nacido en Buenos Aires, en 1982. “Viví en un barrio en las afueras, lejos del centro. Hacía mucho frio, los días eran cortos. Lo que podía hacer era leer, escribir y caminar hasta que no pude más por la cantidad de nieve”, recuerda. En esa zona de la ciudad, había una iglesia por cuadra y con frecuencia el argentino se cruzaba con dos curas muy viejitos que vivían en una de esas construcciones que ya no funcionaban como centros religiosos. “Me invitaron a conocer el lugar y cuando fui estaban escuchando radio: sonaba un tema de New Order”, recuerda, impactado por esa música y el mundo espiritual que rodeaba a esos dos simpáticos religiosos. 

Pero otros intereses confluyeron en el origen de la pieza que ganó varias distinciones: el Premio del Instituto Cervantes, un galardón que cada cinco años distingue en Alemania piezas teatrales escritas en otros idiomas que no sean el alemán, el Premio Estímulo Banco Ciudad–CTBA y la Beca de creación del INT. Las nuevas masculinidades, el incesto –“un tema que me generaba miedo y respeto”, confiesa Staffolani- y el vínculo padre-hijo eran tópicos que lo convocaban hace tiempo. “En una obra anterior mía, Por culpa de la nieve, había un padre traidor, que había estafado a sus hijos. Era un abuso simbólico, material. Pero en esta hay un abuso literal, carnal, que se nombra y no se insinúa”, compara.

“Empecé a explorar cómo podían dialogar esos dos mundos: el de los sacerdotes viviendo en una iglesia, y una relación entre un padre y un hijo marcada por el incesto”, agrega sobre el proceso de creación. “Fue una experiencia muy distinta: estar plenamente dedicado a escribir en esa ciudad, como una forma de encierro también. Hasta soñaba con la obra”, desliza.

La obra cruza el teatro popular y el realista.

- ¿Buscaste producir algún efecto con el choque entre esos dos universos?

- El teatro, para mí, debiera ser una desnaturalización de lo cotidiano, como una suerte de descompostura de lo cotidiano. La verdad de los sacerdotes es una verdad mucho más consensuada socialmente y frente al abusador hay una empatía mucho menor. Para mí el circo está en la iglesia, el ridículo está ahí. Es como un encuentro entre los dos teatros que a mí más me interesan: el teatro popular, representado por estos dos sacerdotes tarambanas, y el teatro realista, por el padre abusador y el hijo. El encuentro entre dos tradiciones teatrales que hay acá en Buenos Aires: el teatro realista norteamericano que se estudia en muchas escuelas y el teatro popular que viene del circo de los hermanos Podestá. La obra está en el cruce, en esa extravagancia, que es la misma que me produjo a mí encontrarme con esos sacerdotes en Munich.

-La obra abre muchas lecturas: así como Dios sacrificó a su hijo, este padre también sacrifica al suyo al abusar de él. Y el hijo, que tiene un parecido con el Jesús crucificado, despierta en los religiosos la ilusión de ser un Mesías. ¿Qué pensás al respecto?

-Me interesa que no deje de ser una discusión de hombres: de hombres que castigan hombres, que se sienten castigados por hombres y que tienen una pregunta sobre el padre. ¿Quién es este padre simbólico y real al mismo tiempo? En el caso de los religiosos, es un dios que exige celibato, represión. Y el paso de comedia es cómo me impactan a mí, desde el absurdo, desde la farsa, esos dos religiosos libidinosos. Pero la cosa nunca pasa a mayores con ellos y esa iglesia donde viven no deja de ser un lugar más vital hasta para el hijo. Ellos creen que con la llegada de Manuel se va a producir un milagro que los va a salvar, les va a dar las jerarquías y los privilegios de los sacerdotes de alto rango. El Vaticano, de hecho, tiene como requisito para canonizar a alguien que haya producido un milagro en presencia de por lo menos una persona. Por otro lado, el hijo llega con una herida bien concreta en relación a su padre, está sufriendo, y genera ese nivel de fantasía erótica en los sacerdotes. Y lo tremendo es que no hay un miramiento de la Iglesia respecto del horror. En un momento, un religioso le dice al otro: “Manuel fue abusado por su padre”. Y el otro le contesta: “Bueno, como todos nosotros”.

-¿Cómo trabajaste la puesta en escena?

-Pensamos mucho con el escenógrafo y la vestuarista qué cruces se podían dar entre esos mundos, el cristiano y el universo de los '80, con sus resonancias. Lo que armamos es como un no lugar: una iglesia con luces de neón, una artificialidad con proyecciones, humo, música. Como cuando la gente va a casarse a Las Vegas y los casa un tipo vestido de Elvis, en una iglesia como la de la obra. Yo pensaba: “Esto es una especie de logia que se parece más a Sacoa que a la Capilla Sixtina”. Y es verdad que en Alemania muchas iglesias en desuso devinieron discotecas de música electrónica. Estos religiosos visten túnicas y debajo llevan pantalones color obispo con tres tiras, que es una marca muy popular en ese país.

El buen destierro, escrita y dirigida por Alfredo Staffolani, se puede ver los viernes, a las 22.30 horas, en La Carpintería Teatro, Jean Jaures 858.