“La ciudad entera debe ser nivelada al ras del suelo”. Esa fue la orden que Hitler escribió de un trazo sobre el papel: borrar del mapa a Varsovia y sus pobladores. Matar a todos los insurgentes sin importar que estuvieran luchando de acuerdo a la Convención de La Haya; también a mujeres y a niños. Hitler dio esa orden después de enterarse de que en la ciudad, el AK (Armia Krajowa, el “Ejército Nacional”), la resistencia clandestina polaca, planeaba un levantamiento. Chicos y chicas, algunos casi niños, colaboraban desde la clandestinidad, escondidos en diferentes puntos de la ciudad llevando un brazalete rojo y blanco, los colores de la bandera polaca. Esperaban agazapados a que se hicieran las cinco de la tarde de ese primer día de agosto, cuando la dirigencia del AK daría la orden de recuperar la ciudad, tomada por los alemanes desde septiembre de 1939. Muy pocos de esos jóvenes iban armados, y si lo estaban, eran armas viejas o de fabricación casera; salieron de su casa y no volvieron nunca más. Sin saber tampoco, que también sus padres iban a morir.

50 mil tropas alemanas entraron a Varsovia y atacaron directamente a la población civil: en pocos días, más de 35 mil hombres, mujeres y niños fueron asesinados, quemados vivos en sus casas o usados como escudos humanos frente a los tanques. “La capital fue saqueada, incendiada y bombardeada: palacio por palacio, monumento tras monumento, casa por casa. Fue la campaña más destructiva de toda la Segunda Guerra Mundial. Sólo quedó en pie el 15% de las edificaciones: las pérdidas superaron a Hiroshima y Nagasaki juntas”, narra Ana Ana Wajszczuk en su libro Chicos de Varsovia publicado en 2017. Porque Cuando Wajszczuk supo que tres primos de su abuelo -Bárbara, Antoni y Wojtek- habían sido de esos jóvenes insurgentes, empezaron a ser para ella, “los chicos de Varsovia”. Y allí comienza una exhaustiva investigación sobre ese levantamiento que en general se confunde y quedó a la sombra del otro levantamiento, el del guetto de Varsovia de 1943.

El rastreo de sus orígenes entramados con aquella rebelión, fue abordada con la rigurosidad de un material de trabajo –Wajszczuk es periodista y editora– pero inevitablemente, cada dato duro iba impactando en su mente y en su corazón. Wajszczuk escribe, en primer término y años antes que las crónicas de Chicos de Varsovia, un libro de poesía, El libro de los polacos que ganó en 2003 el XXII Premio de Poesía Ciudad de Badajoz y al año siguiente fue publicado en España. Ahora, corregido y ampliado acaba de publicarse en Argentina por Caleta Olivia y con el mismo título.

Wajszczuk sostiene que la elección de la poesía en primer término, no fue consciente. “Empecé a imaginar lo que no sabía de toda aquella historia en forma de poemas, que era de donde yo venía. Había publicado un librito de poemas por Ediciones del Diego en 1999, Trópico Trip. En ese momento entre los años 2002 y 2003 yo estaba conociendo el árbol genealógico de mi familia a través del llamado de un tío lejano que vive en Estados Unidos. Descubrí allí muchas cosas que no sabía de mi familia: nombres repetidos, profesiones repetidas, muchas historias trágicas ocurridas durante la Segunda Guerra: además de muchos encarcelados o enviados al Gulag como mis propios abuelos. Hubo un tío bisabuelo sacerdote, Karol, que fue asesinado en las cámaras de gas del castillo de Hartheim, en Austria, donde enviaban a muchos prisioneros del campo de Dachau. Y aquellos tres hermanos, los primos de mi abuelo de 15, 18 y 20 años, miembros de la resistencia que murieron durante el Levantamiento de Varsovia.

“Diez años/ veinte años/ muchos años después/ todavía se encontrarán/ cascos y bayonetas/ balas en las plazas/ minas sin explotar en los parques) / vuelven a buscar algún resto de lo que había sido/ su ciudad/ y si no lo encuentran/ igual se quedan”.

En paralelo al libro de poesía, Wajszczuk siguió avanzando en la recopilación de datos como una implacable cronista, aunque en este caso se trataba de su propia sangre, de una parte de sí misma. Escribe un artículo para una revista, pero queda mucho material afuera que para ella era importante. Entonces es cuando empieza a pensar la idea de un libro de crónicas y viaja a Varsovia con su padre Adam, nacido en Londres, durante el exilio de sus padres polacos, y que llegó a la Argentina con un año y medio. Producto de aquella experiencia publica en 2017 por editorial Sudamericana, Chicos De Varsovia: una hija, un padre y las huellas de la mayor insurrección contra los nazis. El libroque fue un verdadrero éxito en ventas, conjuga la crónica de viaje con entrevistas, investigación y diario íntimo. El resultado: una reconstrucción periodística e histórica minuciosa colmada de detalles vívidos y emotivos. Pero quizás lo más original del libro sea la inclusión de poesías que funcionan como una continuidad en el relato de sucesos y a la vez como un bálsamo en medio de la tragedia. “Porque incluso hoy/ con este sol/ mientras caminamos tras el desfile militar/que va de la iglesia al memorial de Pecice/ el edificio del siglo XIX/ donde encerraron a los insurgentes capturados/parece amenazante/ y sus sótanos/deben seguir siendo helados/marchamos de la iglesia al memorial… Coronas inmensas/en fila sobre el césped/esperan su turno para ser depositadas a los pies/ del memorial/ mirá, mirá, dice mi padre/mirá de parte de quién es esa corona”.

Los poemas de Chicos de Varsovia, se sumaron a los que componen El libro de los polacos de reciente aparición. Entonces, la lectura de la poesía llega como un baño relajante y a la vez coagulante de toda la información, el dolor y la estupefacción que se pudo haber experimentado al leer las crónicas.

Sabiendo que el proceso de escritura de los libros fue a la inversa –llegaste primero a la poesía y luego al libro de crónicas, ¿cómo fue tu vivencia de estas transiciones?

-La escritura se fue dando de manera muy impulsiva con El Libro de Los Polacos y de manera más planificada con Chicos de Varsovia. Visto en retrospectiva, lo que me di cuenta hace poco es que yo siempre pensé, que cada vez que contaba este tipo de historias estaba cerrando algo que tiempo después se vuelve a abrir, como si la historia/Historia pidiera ser contada desde diferentes ángulos, desde diferentes aproximaciones. Cuando en 2017 salió Chicos de Varsovia, mi novio me insistió con que tenía que circular acá también El Libro de los Polacos y así empecé a conversar con Pablo Gabo Moreno, mi editor en Caleta Olivia, que le gustó el material y decidimos que saldría en marzo de este año para acompañar la obra de teatro y viceversa. Quité algunos poemas, sumé los que están en Chicos de Varsovia, pulí otros y así nació esta versión que supongo definitiva ya.

Hay una pregunta que insiste y palpita en ambos libros: “¿Qué hubiese hecho yo en lugar de esos chicos que tenían mi edad?”, refiriéndote a los primos de tus abuelos que murieron luchando durante la resistencia ¿Puede pensarse este lugar como el que causó la escritura?

-Sí, creo que un libro siempre es “multicausal”, pero es una razón de peso para mí: acercarme a una historia que tenía que, por el tiempo y porque casi nadie vive ya, alguna manera que contarme a mí misma y también ese “qué hubiera hecho yo en ese lugar” es una pregunta imposible, pero me parece necesaria para poder pensar la historia en general y la ética de cada uno en particular.

Pero como la memoria insiste, tiene la potencia de las olas a punto de romper, la cuestión no termina acá. Cuando una noche de 2018, Wajszczuk fue al teatro a ver una obra de Dennis Smith (a quien conocía luego de haberlo entrevistado para una revista), le regaló un ejemplar de El libro de los polacos. A los pocos días el director la contactó para proponerle hacer la versión teatral. La obra se estrenó este año en el marco del FIBA que ya finalizó, pero Chicos de Varsovia tendrá una segunda temporada. En la versión teatral la protagonista –Laura Oliva - se llama Ana y cuando su abuelo muere decide contarle a su madre en este caso, la historia de sus antepasados. La obra se focaliza en la historia de los Wajszczuk.

Teniendo en cuenta que tu abuelo nunca habló de lo vivido. ¿En qué te modificó a vos como persona la visibilización de esta historia? ¿Y a tu familia?

-El no hablar era algo muy común entre los que tenían que irse de sus países empujados por la guerra. Mi abuela ya tenía más de ochenta años cuando me contó algunos eventos de su durísima vida y muchos poemas son sobre ella, sobre lo poco que contó y sobre la poca relación que tuvimos, porque crecí bastante alejada de mis abuelos paternos. Mi abuelo lo que tenía miedo es de que lo metiera preso el gobierno títere de Polonia por haber sido soldado y haber estado preso en Rusia. Por eso no volvió a su país y primero se instaló en Inglaterra (como muchos ex soldados polacos que habían peleado bajo mando británico) y luego en Argentina. Creo que ni él ni mi abuela contaron mucho de su historia porque habían vivido muchas tragedias y quizá el silencio era una manera de protegerse, mirar para adelante y empezar una nueva vida.

¿Mantenés relación con alguna de las personas que aportaron sus testimonios para la investigación y la escritura?

-Sigo en contacto con varias personas y con mis parientes lejanos y amigos de la familia en Polonia. Lamentablemente muchos de quienes entrevisté para Chicos de Varsovia y fueron miembros del AK o pelearon durante el Levantamiento murieron durante estos años, ya eran muy ancianos cuando los entrevisté.

¿Continuarías escribiendo sobre el tema?

-Creo que es una historia que me sigue “reclamando” todavía. Puede que vuelva a aparecer de otras maneras. Hay una historia muy interesante de lo que fue el ejército del General Anders, al cual mis abuelos pertenecieron, armado con prisioneros de guerra polacos liberados en Rusia en 1941 y su derrotero por Medio Oriente entrenándose para pelear en Italia (como en la famosa batalla de Monte Cassino, ganada por los polacos) que siempre está ahí, como golpeándome la puerta.

Cada año, el 1ro. de agosto a las cinco en punto de la tarde –hora del levantamiento– en Varsovia suenan las sirenas de los bomberos. La ciudad entera se detiene. Y no es una metáfora. La gente se queda quieta donde esté y hacen un minuto de silencio. Llevan bengalas, banderas, remeras alusivas. Y están los insurgentes que llegan desde diferentes lugares del mundo: hombres y mujeres octogenarios, que caminan ayudados por sus bastones. “Me sube algo por el estómago/un estertor que sólo yo escucho/ y no sé por qué/ si por ella/ por mi abuelo borroneado en mi memoria/ por papá/ o por toda esta historia/que dice algo de nosotros/que sé que horada algo en nuestro nombre”.

 

Ana Wajszczuk teje una historia que es un poco también la de todos nosotros. Porque de pasado y de traumas estamos hechos y acaso la poesía sea una bella manera de dejarnos atravesar por alguna verdad para cada uno.