La primera película que vi en un cine, solo, por voluntad propia, no llevado por un mayor, fue Un enigma de otro mundo (La cosa), de John Carpenter, en el cine de San Clemente del Tuyú, un verano de vacaciones familiares. La película se iniciaba con un helicóptero que perseguía por una planicie antártica completamente blanca, disparándole, a un perro que huía desesperado.

Cuerpos ardientes, con William Hurt y Kathleen Turner, y Orca, la ballena asesina, con Charlotte Rampling y Bo Derek, las vimos en un programa doble, no apto para la edad que teníamos, a primera hora de la tarde en un cine que había a dos cuadras de la calle principal de Monte Grande, que después fue supermercado y luego templo evangelista.

Una tarde mi padre nos llevó a mis hermanos y a mí a ver una película protagonizada por los Village People, y al salir de la sala, en una esquina, mientras esperábamos a que el semáforo nos dejara pasar, nos dijo que lo que habíamos visto había sido “el canto del cisne del capitalismo”.

Con mi madre mirábamos los sábados a la noche, amontonados en un sillón de la casa en que vivíamos, las películas que pasaban en Función Privada. Recuerdo una en la que el personaje que interpreta Ulises Dumont se acuesta, seducido por ella, con la empleada que trabaja en su casa, y termina matando con un rifle a unos vecinos a los que espiaba por los entresijos de una peresiana cuando ellos cojían en su cuarto.

En uno de los dos cines que había donde ahora hay una inmensa tienda de ropa, bajando unas escaleras, vimos con una novia una película de un director polaco que contaba una estadía de Chopin, George Sand e Iván Turgéniev en un castillo venido a menos, rodeados por títeres.

De otro director de Europa del Este recuerdo la escena en que un periodista afín a los funcionarios de turno, cuando estos pierden poder y son reemplazados por una nueva guardia, va al dentista, que le dice que le tiene que extraerle una muela, y él le pide que lo haga sin anestesia.

En el segundo momento de los cinco que integran el documental de Andrei Sokurov sobre una base soviética en la frontera con Afganistán me quedé dormido ante la cámara fija que registraba una casita en la noche, iluminada sólo por una luz tibia que salía de un ventanuco, mientras sonaba completo el movimiento lento de un Concierto para piano de Mozart.

No recuerdo la película que fuimos a ver con el camarada F. después de habernos tomado dos botellas de ron con gajos de naranja en homenaje a los tragos que bebía el protagonista de El alma del patriota, novela de Evgueni Popov sobre la televisación de los funerales de Leonid Brezhnev.

Dos trailers que veo seguido en la compu son los de Le Mépris, de Godard, y de El vientre de un arquitecto, de Greenaway.

Lo último que vi por youtube fue Las manos negativas y Cesare, de Marguerite Duras.

Vi todo Fassbinder, casi todo Buñuel, escuché a Jacques Rivette hablando de la inspiración que le provocaba viajar en subte. Me encantó la crónica de Débora Vázquez de un ciclo de películas de Rohmer. Juntaba los programas, a veces verdaderos libritos, de la Sala Lugones, con los resúmenes de los argumentos de todas las películas programadas en un ciclo. Mi fantasía era trabajar de “resumidor” de pelis.

Creo que el film que más miedo me provocó fue Demente, de Brian de Palma, sobre un sujeto con doble personalidad, ambas diametralmente opuestas y sin embargo coincidentes.

De las películas de Martín Rejtman elijo el documental que filmó sobre la fiesta boliviana de Copacabana, sobre todo el momento en que una mujer entra a un locutorio en Liniers, creo, y la cámara fija la filma hablando con un familiar en La Paz.

De Malina, el largo basado en la novela de Ingerborg Bachmann, siempre me viene a la mente el cable del teléfono extendido sobre el piso de madera del departamento en que vive la protagonista, lo que a su vez me hace recordar que en su perfil de Stanley Kubrick, Michael Herr recuerda que Kubrick se pasaba horas hablando por teléfono, organizando su vida personal y laboral.

Mario Varela, un amigo poeta, cineasta, vivía en una época en frente de mi casa, con su abuela, y yo lo visitaba seguido, y él una o dos veces por día se sentaba al teléfono con su agenda a mano y se pasaba largos ratos hablando con gente que iba rescatando de ese índice. “Ya termino”, me decía. Pero siempre tenía un llamado más para hacer. A Mario siempre le agradeceré haberme hecho conocer a Tarkovski.

La escena de una película que más tristeza me provoca es la secuencia final del Oblomov, de Nikita Mikhalkov, cuando el protagonista ha muerto después de una vida de abandono, desdichada, sin rumbo, y en la pantalla se lo ve de niño, lleno de felicidad, llamando no recuerdo a quién (¿a su madre?, ¿a su padre?), mientras corre, alejándose de nosotros, hasta desaparecer, por un campo sembrado.

Me parece increíble lo que filma James Benning.

Una vez escribí que si no fuese argentino, y me despertase a la madrugada, incómodo, y prendiera la tele, y estuviesen pasando, empezada, sin que supiese qué era, en un idioma que no conociera, Historias extraordinarias, de Mariano Llinás, y viera un parte, y luego me volviera a dormir, al despertar a la mañana creería haber visto la mejor película del mundo.

Del Bafici atesoro dos libros: uno de artículos sobre sus películas de Heinz Hemigohlz, el director que filma casas, edificios y construcciones, y otro que es la crónica de un abierto de tenis de Roland Garros, en el que juega Guillermo Vilas, que escribió Serge Daney mientras lo miraba por televisión.

Bueno: cuando el perro de Carpenter llega a una base antártica se refugia entre las piernas de los investigadores que salen, sorprendidos, a recibirlo, mientras desde el helicóptero siguen disparándole. Se produce un enfrentamiento entre unos y otros y el helicóptero termina precipitándose sobre la nieve, donde se incendia, matando a sus tripulantes.

Ezequiel Alemian es poeta, narrador y crítico. Nació en Buenos Aires en 1968, estuvo vinculado al grupo de poetas de la revista 18 whiskys, codirigió la editorial de escrituras objeto Spiral Jetty y fue becario del Laboratorio de Prácticas Artísticas Contemporáneas del Centro Cultural Rojas. Antologó Cuentos para lectores sombríos y seleccionó y tradujo, junto con Malena Rey, Oulipo: ejercicios de literatura potencial. Como autor, publicó entre otros títulos Me gustaría ser un animal, Una introducción, El regreso, Onnainty, e Impresiones. Acaba de publicar, por Blatt & Ríos, El sueño de la vaca y el tatuador de camellos.