“¡El guion tiene 170 páginas! ¿Cómo voy a leerlo?”. La línea de diálogo es expresada a los gritos en el tercer episodio de The Offer por el actor Matthew Goode, en el papel de Robert Evans, el director de producción de Paramount Pictures durante los últimos años de la década de 1960 y el primer lustro de la siguiente, bajo cuyo mandato se gestaron proyectos como El bebé de Rosemary, Love Story, Extraña pareja, Sérpico y Barrio chino, entre muchos otros. El receptor del improperio es el joven productor Albert S. Ruddy, un exarquitecto nacido en Montreal cuya primera asignatura de peso en los estudios de la montaña y las estrellitas fue acompañar el proceso de creación de la versión cinematográfica de El padrino, la popular novela de Mario Puzo. La extensión del guion, que anticipaba un metraje demasiado largo para una “simple película de gánsteres”, fue uno (y no precisamente el mayor) de los mil y un problemas que aquejaron la preproducción del fim, que terminaría transformándose –contrariando todas y cada una de las perspectivas más pesimistas– en un éxito de público y crítica instantáneo. Y, con el paso del tiempo, en uno de los grandes clásicos de la historia del cine, punta de lanza del así llamado Nuevo Hollywood y una de las películas más citadas, homenajeadas, parodiadas y estudiadas durante los últimos cincuenta años. La llegada reciente a las salas de cine de la versión restaurada de El padrino tiene por estos días dos corolarios: la plataforma Paramount+ acaba de sumar a su oferta la trilogía mafiosa dirigida por Francis Ford Coppola, en los tres casos en copias relucientes, además de lanzar la miniserie en diez partes The Offer, que reconstruye de manera ficcional la gestación de la primera entrega de la saga de los Corleone. La nueva producción está centrada en gran medida en los dolores y epifanías de Ruddy (Miles Teller, el sufrido estudiante de batería de Whiplash: Música y obsesión), el productor de cine “con huevos y cerebro”, en palabras de su jefe en el estudio, interpretado por el británico Matthew Goode (Match Point, Downtown Abbey). El trío de Personas Muy Importantes moviéndose entre bambalinas se completa con el empresario austríaco nacionalizado estadounidense Charles George Bluhdorn (Burn Gorman), dueño del conglomerado Gulf + Western, la fuente del dinero detrás de las moving pictures producidas por Paramount en aquellos tiempos. A ellos se les suma la secretaria privada de Ruddy, Bettye McCart (Juno Temple), cuyas obligaciones terminan siendo mucho más profundas que la simple atención a los llamados telefónicos y el tomar nota de las citas diarias.

Es la historia de una empresa titánica, enfrentada a la reticencia de los inversores, la enemistad de las familias mafiosas de la Costa Este y las complejidades de un rodaje demasiado caro en locaciones neoyorquinas, además de la indisposición del poderoso cantante y actor favorito de los italoamericanos: Frank Sinatra. En el libro Leave the Gun, Take the Cannoli, publicado el año pasado justo a tiempo para celebrar el 50° aniversario de El padrino, su autor Mark Seal escribe que “el hombre delgado parado ante Charlie Bluhdorn en el edificio de Gulf + Western en Nueva York era parecido a él: inteligente y duro, un luchador que creció en las calles para llegar a convertirse en alguien. Albert Stotland Ruddy, llamado por todos ‘Al’, era un productor con una oficina en los legendarios estudios Paramount. Lo seguía una reputación de ser capaz de hacer las cosas en tiempo y dentro del presupuesto, algo que había venido haciendo durante toda su vida”. The Offer no pierde demasiado tiempo en el pasado de Ruddy, aunque se permite algunos minutos para describir su aburrido trabajo en un think tank como experto en programación de computadoras y el primer logro en el mundo del entretenimiento con la serie Los héroes de Hogan. Corte a la improvisada “entrevista” con Robert Evans en las callejuelas interiores de Paramount, atisbo de la enorme capacidad del futuro productor para vender conceptos (guiones, actores, ideas, él mismo). La serie creada por Michael Tolkin –el guionista de Las reglas del juego, de Robert Altman, otra historia que transcurre en el mundo del cine– se permite varias licencias, poéticas y de otras clases, y no regala un relato particularmente sutil. A cambio, ofrece un ritmo veloz, mucho sentido del humor y una seguidilla de referencias a películas, estrellas y figuras del Hollywood de aquellos años que podrían formar parte de una trivia para cinéfilos. Según afirman los títulos de apertura, el guion de la serie está basado en “las experiencias de Albert S. Ruddy durante la producción de El padrino”, aunque tales vivencias no existan como texto o documento previo y, en ocasiones, contradigan anécdotas y datos confirmados por varias fuentes en los diversos textos escritos sobre El padrino. Pero The Offer no es la historia real sobre el rodaje del clásico de Coppola, sino una aproximación ficcional al desarrollo del film basado en la novela de Puzo. Una leyenda posible. Que así se imprime, como tantas otras.

Desde luego, hay cosas ciertas. Paramount Pictures estaba atravesando un momento económico duro y necesitaba desesperadamente “productos” que se convirtieran en éxitos de taquilla. En otras palabras: recuperar más temprano que tarde los costos y proveer de ganancias a los accionistas. El padrino, cuyos derechos de adaptación habían sido comprados por apenas un poco más de 10.000 dólares, era considerado un proyecto atractivo gracias a la popularidad de la novela, un bestseller por derecho propio. A pesar de ello, ninguno de los involucrados veía con buenos ojos la idea de autorizar un presupuesto demasiado holgado. Allí entra Francis Ford Coppola, el treintañero que ya tenía bajo sus brazos un puñado de largometrajes, entre ellos el relato de terror de bajo presupuesto Demencia 13 (1963), el canto de cisne del musical clásico El camino del arcoíris (1968), con Fred Astaire, y el drama intimista Llueve sobre mi corazón (1969), ejemplos de una gran capacidad como cineasta que, sin embargo, no resultaban suficientes para darle carta blanca a todos sus deseos creativos. O caprichos, dependiendo del punto de vista. Como la elección del reparto: Evans se oponía enfáticamente a la elección del joven maravilla del teatro independiente Al Pacino para el rol de Michael Corleone, y sólo a regañadientes aceptó la participación de Marlon Brando –considerado un actor demasiado oneroso, exigente y molesto– como el responsable de darle vida en la pantalla a Don Vito. Las idas y venidas a la hora de cerrar y firmar contratos es retratada en The Offer, libertades creativas de por medio, con lujo de detalles. Los encargados de interpretar al dúo protagónico de El padrino, Anthony Ippolito (Pacino) y Justin Chambers (Brando), resultan convincentes y físicamente muy similares a las figuras originales. Algo parecido puede decirse de Patrick Gallo como Puzo y Dan Fogler en el rol de Coppola, en particular este último: el comediante logra crear un personaje rico y complejo sin caer en la caricatura. El director de La conversación es retratado como un artista consciente de que debe lidiar con monstruos de todo tamaño y color, como venía ocurriendo en la Meca del Cine desde comienzos del siglo XX, cuando los primeros pioneros escaparon de las garras de Edison en Nueva York para instalarse en esa despoblada zona de Los Ángeles llena de naranjales y casas bajas de estilo español. Los cimientos de la futura Hollywoodland.

El padrino no es (nunca quiso serlo, muy a consciencia) un film de gangsters, el género cinematográfico definido a pura ráfaga de ametralladora por clásicos de la Warner Brothers de los años 30 como El enemigo público y Pequeño César, con sus relatos de ascenso vertiginoso y caída estrepitosa, rubias platinadas haciendo las veces de trofeos de guerra y el encumbramiento del antihéroe como elemento tan antisocial como irresistiblemente carismático. “Lo importante es la familia”, repite una y otra vez el Coppola de Dan Fogler. Alguien dirá también que, si se elimina el “pequeño detalle” de los asesinatos, la historia es la de un clan familiar de empresarios intentando sobrevivir a la política y a sus adversarios en los negocios. En ese sentido, no hay nada más “americano”: el sueño y su contraparte, la pesadilla. Pero para una parte de la sociedad italoamericana –en particular las fuerzas vivas de la comunidad, entre ellas la mafia– el libro de Puzo había sido una bofetada en la cara, y la inminente adaptación a la gran pantalla no haría más que añadir insultos a la injuria original. Más allá del enojo público de Sinatra, que veía en el personaje de Johnny Fontaine una versión poco velada de su propia persona, la Liga Italoamericana por los Derechos Civiles, creada y dirigida por Joseph Colombo, el jefe de una de las cinco famiglias neoyorquinas, declaró de forma pública su rechazo a la realización de la película. En un giro inesperado del destino, que The Offer detalla con algo de imaginación, Colombo pasó de enemigo jurado a protector de El padrino en su versión fílmica, con la condición de que los diálogos eliminaran por completo términos como “mafia” y “Cosa Nostra”. Colombo sobreviviría a un intento de asesinato en 1971 y lograría ver el estreno no sólo del film original sino de su secuela, falleciendo de un paro cardíaco hacia finales de esa década. Interpretado en la serie por Giovanni Ribisi con un rictus de macchietta, el personaje forma parte de una trama paralela a la de la producción de El padrino, que incorpora varios de los elementos típicos –códigos y situaciones– del cine de gánsteres que la creación firmada por Coppola no incluyó en la receta de su éxito: guardaespaldas de caricatura (Lou Ferrigno hace un par de pases en pantalla), traidores del clan que salen de la cárcel con la vendetta escrita en la frente, humillantes sesiones de tortura psicológica.

El contraste entre el bien y el mal, entre la luz y la oscuridad. Así dicen que definió F. F. Coppola el concepto central de su obra maestra, antes de que un solo plano fuera impreso en celuloide. Parte indisociable de la cultura popular del siglo XX y más allá –la cultura audiovisual y la cultura a secas–, El padrino (y sus dos secuelas) continúan conjurando la fascinación, el asombro y el respeto de millones de espectadores a lo largo y a lo ancho del mundo. Y, como muy pocas películas en la historia del cine, reúne en perfecta armonía la admiración de la crítica más reputada con la del público general. Pocos días después del estreno en Londres, el cineasta británico David Lean, que había brillado en el arte y el negocio del cine con títulos como El puente sobre el Río Kwai y Lawrence de Arabia, sólo para ver cómo años después esa clase de películas ambiciosas que había dirigido ya no disfrutaban de las bondades de un negocio cambiante, le escribía una carta a Coppola. En ella, le expresaba al realizador nacido en Detroit que “tu película es una verdadera dosis de refuerzo para todos aquellos que amamos este medio. Durante los últimos años, el negocio parecía haber sido tomado por asalto por un grupo de amateurs que ‘están en la onda’ y ahora, desde las penumbras, llega esta película, que pone toda esa tontería en perspectiva”. El cine de Hollywood renacía de las cenizas como el Ave Fénix, aportando temas adultos y un tratamiento ídem de los mismos, creando historias complejas que, al mismo tiempo, eran capaces de entretener, en el mejor sentido posible de la palabra. Era el año 1972 y voces como las de Coppola, Scorsese, Friedkin, Bogdanovich, Spielberg y tantos otros comenzaban a ser oídas. Faltaban alguna décadas para que las franquicias de superhéroes terminaran de una vez (¿y para siempre?) con ese sueño. ¿Quién produciría hoy una película como El padrino en el seno de la industria? ¿Existe algún Albert S. Ruddy dispuesto a romperse el lomo y dejar el alma por un proyecto cinematográfico?