“El cónsul está ocupado”, canta la secretaria. Ausencia y presencia enredan sus significados en la frase tremenda, una pirueta simbólica de la burocracia, ese dispositivo de control e intimidación tan bien asimilado por las sociedades. De eso se trata El cónsul, la ópera de Gian Carlo Menotti, la historia de trámites imposibles, persecución y espionaje que se estrenó en el Teatro Colón con la eficaz puesta en escena de Rubén Szuchmacher, con escenografía y vestuarios de Jorge Ferrari e iluminación de Gonzalo Córdova y dirección musical de Justin Brown. En un sólido y equilibrado elenco de cantantes, sobresalió la soprano Carla Filipcic Holmes.

El Colón programó cuatro funciones para esta nueva producción, y todavía se puede ver la del martes a las 20.

Producto de los reflejos de la Guerra fría, El cónsul se estrenó en 1950 en Estados Unidos y en poco tiempo se convirtió en uno de los títulos importantes de un siglo XX que confió poco en la ópera como manera de contarse a sí mismo. El compositor italonorteamericano, autor además del libreto, toca un argumento sensible más allá del tiempo y las circunstancias, con una de esas historias que de distintas maneras están sucediendo siempre, acá a la vuelta y en todos lados. Lo hace a través de un lenguaje operístico sólido y directo, que en su efectivo eclecticismo sabe combinar los expedientes de la tradición europea, los del teatro musical de Broadway y también los del cine.

Mezcla rara de Kafka y policial negro, el realismo puro y duro de una historia con más víctimas que héroes se alivia con toques de surrealismo en las escenas de sueño --en las que la iluminación sutilmente torna hacia colores verdosos--, o se puede encrespar hacia el expresionismo en el intento de suicido. El gran esmero del dispositivo dramático se completa con una música que si bien suena un poco mezquina en su refrito pucciniano, se revela genial en su delicada función de remarcar o terminar de decir lo que los protagonistas no pueden, no saben o no quieren decir. La Orquesta Estable tuvo al frente a un director que, aunque con problemas de equilibrio con los cantantes en algunos pasajes, reflejó con buen criterio y precisión una partitura rica de matices.

La puesta de Szuchmacher mantiene las coordenadas ‘Este europeo-años cincuenta’ de la idea original de Menotti. Los azules grises que insinúan la pobreza de la intimidad hogareña y las columnas que realzan el espacio de interminables paredes cubiertas de biblioratos en ese templo de la burocracia que puede ser un consulado, son dos ideas del mismo frío. Entre estos ámbitos se desarrollan los seis cuadros, distribuidos en tres actos. Arias, dúos, tríos y otras escenas de conjunto, que Menotti maneja de modo tradicional, articulan el flujo melódico de una obra de notable equilibrio formal y economía escénica perfectamente calibrada. Cada cosa está en su lugar, no sobra nada en el relato dramático y la gran virtud de la puesta, además del preciso trabajo de marcación actoral, es resistir a la tentación de agregar lo que no hace falta.

John Sorel, opositor político perseguido en su país, intenta, a través de su esposa Magda, conseguir la visa para llegar a un país “amigo de los oprimidos”. Un solvente Leonardo Neiva y la excelente Filipcic Holmes encarnan a la pareja protagonista. Adriana Mastrángelo, otra notable actuación, cierra el triángulo trágico en el rol de la imperturbable secretaria. Las violentas sinrazones del papeleo van delineando también los destinos de una galería de desconsolados, entre los que están Anna Gómez --una apátrida en busca de un permis -- bien interpretada por la soprano María Silva, y Nika Magadoff, un célebre mago --pero no tanto como para hacer aparecer una visa-- resuelto con aplomo vocal y la dosis justa de histrionismo por el tenor Pablo Urban.

El gran momento de la noche, deleite y catarsis, llega en el primer cuadro del tercer acto, con Magda Sorel que explota en “Papers… papers…”. “¡Le pido ayuda y todo lo que hace es darme papeles!”, canta Filipcic Holmes, con la gran presencia de su voz y temperamento justo, para recibir, a scena aperta, la ovación de la sala conmovida. Al final, el abundante aplauso del público del Gran abono --que en general a esta altura suele estar más apurado para no hacer cola en el estacionamiento que para agradecer a los artistas--, determinó el triunfo de una ópera que aborda sin tapujos un mal pandémico y vigente: la burocracia y el control.

El cónsul, el segundo título de la temporada lírica, tuvo una gran puesta, con un muy buen elenco, pero apenas cuatro funciones. Una especie de bilardismo lírico para la ópera de Menotti, lógico reflejo de una programación que hasta cuando algo le sale bien, lo hace mal.