Hay algo particular en la novela de iniciación en nuestra literatura. Generalmente, se suele identificar a este tipo de historias como el relato de un hombre fuerte, digno, hasta exitoso, contando sus orígenes, el descubrimiento de los complejos asuntos que surgen con el crecimiento, el surgimiento del amor y hasta de la misión que el personaje se siente llamado a cumplir a manera de destino. Pero, en Argentina, por momentos, ese género toma la forma de un corte, de una infancia eterna en el sentido de lo no desarrollado, de lo que queda impotente por pura potencia: pudo serlo, pero no lo fue. Un ejemplo claro es El juguete rabioso, de Roberto Arlt: sabemos por el narrador que se está hablando desde un presente de aparente riqueza, en donde Astier ya pegó el mítico "batacazo", pero en la novela no encontramos nada de eso. No hay una descripción o un relato que permita entender cómo se llegó a ese estado adulto, lo único que tenemos son las penas de la niñez y juventud de Silvio Astier, que va pasando de trabajo en trabajo, de figura paterna a figura paterna, tratando de encontrar un lugar, un mundo en donde pueda reposar su deseo y ese conocimiento técnico irregular, aunque efectivo (porque inventar, inventa: hasta el punto de fabular). El juguete rabioso es una novela de iniciación sin una parte: la del adulto. La infancia queda congelada en penas e imposibilidades, en un deseo que trata de llegar hasta donde puede, pero que nunca, en ningún momento, va a poder satisfacerse. Lo mismo pasa en Cuando te vi caer, de Sebastián Basualdo, obra aparecida en 2008 y recientemente reeditada en Hojas del Sur: una historia que varios años atrás fue leída como un texto sobre un ex combatiente de Malvinas por el personaje de Francisco, pero que hoy puede leerse como una revisión de los mitos masculinos y del peso que tiene la frustración en el arte de no crecer.

La novela está contada desde el punto de vista de Lautaro, un joven que cuenta siempre desde el punto de vista del niño que fue, creciendo con su madre, Cora, y con una de sus parejas que hizo las veces de padre “postizo”, tal como el narrador dice cuando no quiere, como si el término tuviese algo de impropio y hasta de incorrecto. Francisco, ex combatiente de Malvinas, vive en la larga posguerra que, podríamos decir, tuvo su cierre simbólico recién a mediados de las primeras décadas del siglo XXI, con los cuadros bajados del Colegio Militar, aunque algo de todo eso todavía insiste en este mismo año en que se cumple el 40 aniversario de la contienda. Será Francisco, nombrado así en la novela (salvo por momentos) el que cumpla el rol de padre en ese período de crecimiento tan importante en la vida de Lautaro. Y aunque Cora sea llamada como “madre”, lo postizo o escandaloso parece trasladarse a ella, quien comienza la novela teniendo un affaire, aun en pareja con Francisco, y con Lautaro descubriendo ese secreto. Secreto que calla, que trae consigo, y que da nacimiento al miedo de que Francisco descubra lo que hace su madre cuando dice que “sale a pasear”, que va a dar vueltas por el subte. Pero esto es apenas el comienzo de una búsqueda por parte de Lautaro en su pasado, en el pasado de Francisco, y en la manera en la que se constituyó en ese sujeto incompleto que repasa su diario de infancia para encontrar alguna pista, algo que lo lleve a conocer una verdad constantemente demorada, imposible. El protagonista y narrador no tiene solo ese secreto de la madre, no tiene solo las charlas de madrugada con Francisco, tomando mates amargos y esperando conseguir algo de trabajo legítimo que le permita complementar la mísera pensión que a duras penas le da un Estado que lo desconoce: tiene también su secreto, el de una inocencia que trata de preservar de los horrores del crecimiento, de la ley barrial de arreglar todo a las trompadas, del peso que lo militar tiene como instancia de pasaje a la autonomía personal. Inocencia que, como no puede realizarse en un mundo que se vuelve oscuro, termina convirtiéndose en una nostalgia inmovilizante. Lautaro de niño, de adolescente y de adulto es la misma conciencia sin modificaciones que participa pasivamente del mundo.

Basualdo logró en esta novela exhibir los eslabones del mito del hombre: la violencia bélica, el rol activo, la capacidad de transformar la historia, todas instancias que muestran su revés en una progresiva desarticulación de lo masculino. Por eso, es interesante ver cómo Francisco se hace compinche de su madre hasta que se va a la guerra o, luego, termina siendo el que le dé de comer a Lautaro, el que limpie la casa y haga las camas. Pero aquí no hay un tono que busque acoplarse a la lógica contemporánea de construcción de personajes: todo tiene lugar en un mundo más gris, donde lo que importa es echar luz sobre los modos en los que, en lo más íntimo de lo familiar, existe como núcleo el secreto, la duda, los datos incompletos, la mentira y el desamor. Por eso Francisco oculta su nombre en la vida de Lautaro, “padre”; mientras que la madre hace al revés, esconde en el corazón de lo cotidiano el nombre de “Cora”: tienen un nombre alterado, uno familiar y otro externo, pero que deposita la duda en Lautaro: ¿quiénes fueron realmente? De ahí el lugar que tiene el abuelo, quien supo ser el Caballero Rojo, pese a estar sin máscara, y el cual parece usarla (míticamente) todo el tiempo. Sólo es llamado por quien fue, y su nombre o función en la familia apenas aparece. Nombres dislocados por búsquedas frustradas o escondidas que Lautaro nunca puede comprender del todo. Porque, claro, él tampoco se comprende a sí mismo. De ahí que la novela resulte el despliegue de un Lautaro adulto que vuelve a encontrarse con el diario de su infancia, y que el motivo que despierte el relato sea reconstruir qué se escribió allí. Lautaro está frente a un jeroglífico imposible de descifrar: el de su identidad.

Si los personajes de esta novela aman, enseguida pierden, o se van. Si hay una posibilidad de prosperar, enseguida se boicotean o los boicotean, porque cualquier intento de transformación de las condiciones primeras, que puede leerse como “crecimiento” o “maduración”, atentan contra el hecho de una vida de decepción. Digamos, estos personajes que deambulan por las calles de Villa del Parque están atados a su pasado en el sentido más oscuro del término. Hay algo del Nick Adams de Hemingway (“Campamento indio”), y hasta de cuentos de Abelardo Castillo (un solo ejemplo basta: “Conejo”), en Cuando te vi caer de Basualdo. 

La idea de que los mitos que nos conforman, el deber hacer que nos inculcaron, sigue funcionando en nuestro presente, conforman una fibra íntima de quiénes somos. Y la verdadera epopeya no es haber sobrevivido a la guerra, no es haberle impuesto a la realidad un deseo, sino volver al pasado y tratar de encontrar aquello que no se contó y que late, respira, rabiosamente, en el centro de nuestro aún niño corazón.