En los últimos años, la figura de David Wojnarowicz ha sido rescatada a partir de retrospectivas, reediciones de sus textos, grandes muestras en museos como el Whitney o el Reina Sofía. Multidisciplinario y autodidacta, Wojnarowicz murió de sida en 1992, a los 37 años, la misma edad que Rimbaud, uno de sus héroes, al que le dedicó una de sus más famosas serie de fotos, Arthur Rimbaud in New York, donde jóvenes posan inyectándose, esperando el subte, en Times Square, en casas abandonadas, siempre con una careta de Rimbaud que oculta su identidad y al mismo tiempo los define. Wojnarowicz fue poeta, escritor, artista visual, realizador de películas en Super 8. Otra de sus fotos fue elegida para el simple del tema “One” de U2; incluso hizo un viaje a Buenos Aires en 1984 y una muestra con Luis Frangella que en 2017 reunió la galería Cosmocosa. Su infancia violenta, su adolescencia de callejero y prostituto, su trabajo en Danceteria –la disco frecuentada por Madonna--, su relación con Peter Hujar y las fotos que le sacó en el lecho de muerte, su activismo con Act Up cuando no lo corroía la desesperación, su banda punk, todo es parte de la leyenda y la iconografía de Wojnarowicz, uno de los tantos jóvenes artistas intensos y brillantes que murieron demasiado jóvenes en lo que hoy, con injusticia y frialdad, se llama “la pandemia olvidada”.

Wojnarowicz escribió mucho, entre otros textos una recopilación de testimonios en primera persona recogidos durante viajes por Estados Unidos –él lo consideraba un homenaje a William Burroughs-- o su libro semiautobiográfico Close To The Knives. El escenario de los embarcaderos vacíos cerca del río Hudson y los encuentros sexuales allí forman parte de toda su obra, así como las influencias de los poetas de malditos, de Jean Genet, del punk.

Toda esta información y mucha más está en las introducciones a los Diarios 1971-1991, lo que permite sumergirse luego en el texto con la información ya procesada. Porque este no es el diario de un artista. Apenas habla de sus ideas, éxitos y frustraciones. Es el diario de un hombre joven escrito entre el verano de 1971, cuando tenía 17 años y el verano de 1991, poco antes de su muerte. De los treinta y un volúmenes originales, la edición de Amy Scholder rescata alrededor de un 15% de la totalidad de las entradas y reconoce que otro lector podría hacer una selección distinta. Pero es una buena selección. En su introducción Scholder cuenta que la ausencia de relato sobre la infancia tenebrosa de Wojnarowickz no es una omisión deliberada de su parte, sino del propio autor, que casi nunca se refería a esa época de su vida. Aquí hay un arco melancólico, que va desde un chico que participa de una expedición de Outward Bound, una organización de entrenamiento para jóvenes estilo boy-scouts hasta la amargura de la enfermedad y el cuerpo que no responde y los amigos que se mueren.

Por supuesto, el diario no solo es valioso porque son las palabras íntimas de un artista importante, sino porque está muy bien escrito. Ya de chico, en el campamento, su relación de refugio con la ciudad es tan clara como graciosa. Escribe el lunes 30 de agosto de 1971: “Lo único que me preocupa de estar solo es que venga un loco por la noche y me mate. Me aterran los maníacos y los locos acechando entre las sombras del bosque. Me da miedo que me atrapen y me asesinen. Estoy ansioso por volver a la ciudad, donde los edificios fríos y grises me reconfortan el ánimo y las luces me hacen sentir seguro”. La segunda parte del diario es David a los 21 años, atravesando en camiones Estados Unidos de Este a Oeste. Allí recogió declaraciones de la gente que encontró en el camino, pero también fue su on the road personal. El 25 de julio de 1976 escribe: “Desplazarse es como moverse por distintos lugares del recuerdo: surgen caras y se esfuman como finas escamas de hielo en charcos invernales, se diluyen, se vuelven parte del agua hasta el punto en que nunca podrán volver a distinguirse, y aún así permanecen”.

Son particularmente hermosas las entradas de 1978 en adelante en París: aún es el joven romántico en la ciudad-mito, enamorándose de la mugre y las brasseries y los franceses. El 8 de octubre tiene un encuentro inolvidable: “Un chico rubio con una camisa blanca y un cuerpazo que se marcaba a través de la ropa era perseguido por casi todos los tipos que había en el parque. Cruzó su mirada con la mía pero giré y lo ignoré, preferí echarme en el césped a observar los astros antes que contribuir a alimentar su ego, aunque la verdad es que era una cosa impresionante. Los tipos, desesperados, se chocaban con los árboles tratando de seguirlo. Después me puse a caminar y él volvió a tratar de hacer cruising conmigo y ahí si, yo también. Era tres gentil y frenéticamente pasional a la vez y lo hicimos en una zona donde no había otros hombres. Tuve un orgasmo tan explosivo que casi me caigo de rodillas. Antes de separarnos le dibujé una X sobre el corazón como señal de gratitud”. En Francia se enamora, trata de editar, viaja, se retrata junto a la tumba de Apollinaire –esta edición de los diarios tiene reproducciones de fotos y dibujos y textos manuscritos--. 

Frente a la imagen pública de enfant terrible se delata en su sensibilidad extrema, su necesidad de compañía, el amor doméstico y al mismo tiempo el llamado de las calles y los chicos de mirada feroz. En 1979 está de vuelta en Nueva York y las cosas se ponen sombrías de a poco: es la nostalgia por Francia pero también un cambio quizá subjetivo, quizá propio de la dinámica de la ciudad. Escribe sobre Times Square: “Parece un prostíbulo a cielo abierto”. No lo dice desde la moralina, sino que quiere expresar cierto nihilismo, cierta decadencia triste de la ciudad. Su refugio es el sexo anónimo en los embarcaderos abandonados y los amigos. Se enamora furtivamente: “Todo un viento oscuro soplando sobre llanuras detrás de aquellos ojos”, dice sobre un hombre del Oeste que encuentra por ahí. La noche es protagonista. Incluso paga por sexo. Hay un poco de heroína. En 1980 logra publicar algunos trabajos, parece que su estrella cambia: los embarcaderos se ponen violentos, un hombre lo corta con un cuchillo, no alcanza a verle la cara. A partir de entonces las entradas son más esporádicas. Le va bien como artista, expone, trabaja, logra reconocimiento. En 1987 aparece el sida en un entrada marcada como diario de sueños: “De pronto aparece un chico y me tira de espaldas sobre la cama. Trato de apartarlo alzando los brazos pero es demasiado fuerte y pesado. Su figura es musculosa pero está cubierto por entero con pequeñas manchas de sarcoma de Kaposi”. En 1987 muere su amante, el artista Peter Hujar. Y el resto del diario merece entrar al canon de Guibert, Collard, Thom Gunn, White, Acker, Kramer, Jarman y todos los grandes escritores y diaristas del sida: “Grupos de adolescentes cuyas miradas uno esquiva, pues son un anuncio de la muerte. Saludan saludan saludan y esperan a que pare de soplar el viento o se calme la brisa. Así es que la muerte de seda se envuelve y despliega y te aprieta fuerte en la garganta”.

No hay en estos diarios redención ni enseñanza. Hay sueños de fiebre y decepción y viajes a pesar de la debilidad y el dolor. “Quiero morir pero no quiero morir”, escribe. Es un registro privado sin luz al final del túnel, un testimonio de gran belleza y callada desolación.