“Hay días en los que pienso en que viví demasiado, y otros en los que siento que todavía no terminé de nacer”. Dichas declaraciones del paciente, produjeron gestos inequívocos por parte de la curandera, en consecuencia, me escapé por una puerta lateral, entré al gallinero, asusté a las aves de corral, tiré tres piedras sobre el techo del consultorio y toqué una campana en forma espaciada, la misma cantidad de veces. Al volver al santuario, la hechicera se recuperaba de un falso ataque de hipotensión, auxiliada por su leal asistente Rosita, a causa de la inesperada visita de espíritus reveladores, el cliente ya no estaba en el lugar, había huido despavorido. 

 Mi tía Coca nunca fue una improvisada. Estaba al tanto de las modas por intermedio de revistas, pegaba recortes de avisos fúnebres de allegados a clientes cautivos en fichas individuales, tenía mucha información archivada que servía de ayuda a su memoria privilegiada. Curaba de palabra, tiraba las cartas, contaba con conocimientos de herboristería y poderes especiales para atar lazos amorosos. Tenía las llaves para abrir las tres puertas de la felicidad, salud, dinero y amor. Usaba su don para predestinar próximos augurios, viajes en avión, trabajos rentables, fortunas azarosas, garantizando previamente una salud de hierro. 

Mi trabajo como ayudante consistía en poner cara de santo, mirar siempre el techo, hablar lo menos posible y retirarme ante su primera señal. Si bien contaba con una experiencia previa de monaguillo, en aquel lugar de barrio Belgrano aprendí que existían tantas creencias como necesidades cargaba la gente. 

Si el refrán popular que reza “los niños y los borrachos nunca mienten” se encuentra cerca de la verdad, entonces no existen reuniones más auténticas que las de fin de año. Dentro de uno de los tantos chinchines previos al gran brindis final, a mi padre se le ocurrió golpear los vidrios con el fin de que su cuñadita encontrara un trabajo decente y dejara de sacarle plata a la zoncera. 

La mirada fulminante de la malvada bruja borró una a una las sonrisas dibujadas en los rostros de los concurrentes y en medio de un silencio inusual, dijo, “lo que más me apena y a la vez me divierte es el aire de superación que ostentan, el mismo que les hace creer que están en condición de juzgarme, justamente ustedes, perdedores exitosos, miedosos empleados en trabajos que detestan”. 

Luego de la caliente introducción y sin levantar la voz en ningún momento, se tomó todo el tiempo para explicar que nunca había cobrado a nadie, que atendía a todos por igual, el único carnet que les solicitaba a sus enfermos era el de la mutual de la soledad. Agregó, en tono ameno, que su trabajo consistía en prestarle sus oídos a desgraciados que nadie escuchaba, que vivían aislados en medio de una multitud que los ignoraba, seres marginados llenos de miedos, cargando en sus almitas un cóctel de culpas ajenas. Les contestó a todos los que la tildaban de vieja mentirosa que estaban en lo cierto, mentía no más que lo que miente un mal político, un abogado corrupto o un vendedor de autos usados, lo hacía utilizando el mismo método, escucharlos primero para luego decirles lo que necesitaban oír, la única diferencia estaba en los fines, mi amada tía los devolvía a la vida con otro espíritu de lucha, al menos aferrados a un talismán. 

Para finalizar, se declaró totalmente consciente de sus limitaciones al negarse a atender a idealistas, poetas, músicos, artistas en general, a todos aquellos que amaban mundos invisibles desafiando distancias con el pensamiento, a quienes consideró seres peligrosos, incurables, condenados de antemano por la realidad. Después dieron las doce. Bocinazos, campanadas y fuegos artificiales, se encargaron de acallar, como siempre, a la verdad.

Me hubiera gustado barrer las calles de mi ciudad en cada mañana, sentirme sepulturero de hojas muertas durante el otoño, solitario caminante sin sombras en las cerradas noches del invierno, flor de ceibo en primavera, faro de luz en los eneros, trabajar sin darme cuenta, fugarme sin aviso de las trampas de mi mente con el rumor del escobillón frotando el asfalto, claro que me hubiera gustado, pero a decir verdad, nunca pude caminar cuarenta cuadras diarias ni bajo prescripción médica. 

Incapaz de mandar a nadie, con tolerancia nula para ser mandado por ningún semejante, opté por dedicarme a recorrer mi territorio sobre ruedas, esquivando baches de espanto, aprendiendo a compaginar sucesiones de imágenes mudas con las voces de la calle. 

 La transformación del paisaje me abruma, las curanderas, tal vez carentes de organización, fueron vencidas por el tiempo. Una fe importada por televisados pastores son los actuales ministros del monoteísmo patriarcal. Evangelistas obedientes me conceden bendiciones diariamente, cerebrales agnósticos me hablan sobre energías cósmicas, métodos holísticos y otras novedosas terapias alternativas, ambos grupos forman parte del universo que puebla una urbe con nombre de virgen y conocida como la ciudad de dios. 

Ante cada fallecimiento, mi tía hablaba de la muerte en primera instancia, punto de partida para demostrar todos sus poderes para encontrar y dialogar con almas errantes, habitantes de otros mundos. Maldigo a la congregación de chamanes responsable de engendrar esta pesadilla convocando a los espíritus de chicho grande y chicho chico, activistas de un presente mafioso con inocentes atrapados en laberintos de violencia, cuentas saldadas con plomos, pibes fumando su futuro en caños rellenos con sueños molidos. Al final de cada día agradezco el milagro de poder contarlo. 

Hoy no fue un día menos agitado que otros, a la mañana recorrimos con Macarena una docena de farmacias hasta conseguir el Rivotril sin receta, medicamento solicitado por su esposo, cautivo en la cárcel de Piñero. El detonante que afloró mi rol de consejero inconsulto fue la reflexión en voz alta emitida por la joven, “se me hace más fácil conseguirle la blanca que la legal ". Inicié mi sermón a modo de súplica, lo terminé en forma imperativa, le ordené que se apartara del delito, que empezara una nueva vida, que el tiempo jugaba a su favor. Mi pasajera se mantuvo en silencio hasta finalizar el recorrido. Después de pagarme y antes de abandonar el corsita, me contestó sin eufemismo: "la próxima vez que pida un remise, me voy a asegurar que no te manden a vos, te gusta hablar mucho al pedo, viejito...yo no sé si te olvidaste o nunca te enteraste de lo que puede llegar a hacer una mujer enamorada". 

Al mediodía pasé por la humilde vivienda de doña Norma, le ayudé a cargar una garrafa, dos bolsos y su perra ciega, la llevé hasta la casa de una de sus hijas, estaba huyendo de la próxima balacera. Me lo contó asustada, pero con la seguridad de quien pronostica una inundación, un huracán o cualquier otro cataclismo. El destino de mi último viaje fue la parroquia Natividad del Señor. Susana no pudo con su angustia y la derramó en los oídos del primer desconocido. Nódulos otra vez sobre el mismo pecho operado. La desesperaba el futuro de sus dos nietos a cargo tras el femicidio de su única hija. 

Suelo usar, para estos casos, recursos de mi primer trabajo, la escucho y después le digo lo que necesita oír. Le predije que todo iba a salir bien, que conocía los poderes del padre Ignacio, que sólo debía enfrentar una prueba más. Tomé un muñeco del gauchito Gil, que el propietario del vehículo tenía colgado del espejo retrovisor, y se lo regalé como refuerzo. Apretó el talismán emocionada, me llenó de bendiciones y me preguntó si formaba parte de la feligresía. Me hubiera gustado explicarle con más detalles mi situación, pero después de una jornada de doce horas, mi cansancio pudo más. Elegí resumirlo en una frase, “sabe lo que pasa señora, es que a veces pienso que viví demasiado, y otras en la que siento que todavía no terminé de nacer”. 

Por suerte recibió el mensaje, me lo dio a entender mediante una sonrisa fingida y complaciente con la que eligió despedirse de un remisero lunáticamente condenado.