Entonces fue el ruido: ahí, suspendido en el aire. Nos miramos y por un momento los dos dejamos de respirar. Después, el silencio.

No se volvió a repetir y quedó flotando la sensación de que nunca había sucedido. ¿Había sido una ilusión? Sin embargo, estaba ahí, retumbando en nuestros oídos, repicando, como el reloj que marca de manera inexorable el paso del tiempo.

Varias horas después seguíamos inmóviles, sin atrevernos a salir ni a imaginar qué había ocurrido. Tal vez, el temor a conocer la verdad superaba nuestra curiosidad; tanto, que pensamos en mantenernos a salvo, teorizando sobre los posibles efectos del hecho, que tal vez fueran más trágicos en nuestra imaginación que la realidad misma.

La oscuridad fue ganando terreno, no podíamos distinguir los objetos que nos rodeaban. Cuando nos animamos a movernos, primero hicimos un reconocimiento del espacio, con ayuda de la escasa luz que quedaba y por medio del tacto.

En el piso había muchas cosas desparramadas, no recordábamos que estuvieran así antes del ruido. Varias veces, en el recorrido, nos tropezamos con elementos que de manera inesperada aparecían bajo nuestros pies: algunos libros que estaban en la biblioteca, un portarretrato con una foto en la que aparecíamos los dos en nuestro último viaje a las sierras, sonriendo, bajo el sol. Levanté la lámpara que había estado entre el sillón y la mesa ratona. No recuerdo en qué momento se había caído.

Avanzando a tientas, en la penumbra, nos alejamos de la ventana y nos dirigimos hacia el comedor. Ahí parecía que los objetos habían permanecido en su sitio, es decir, en el lugar en el que se suponía que estaban antes del ruido: la mesa, las sillas a su alrededor, el aparador en la cocina, las tazas y platos que habíamos usado para el desayuno, los restos de las tostadas que no llegamos a comer, nada había cambiado. No probamos encender la luz, vaya a saber por qué.

No recuerdo cuanto tiempo estuvimos así, caminando por la casa, en la noche cada vez más cerrada, sin salir, tomados de la mano. El ruido se había evaporado pero, de algún modo, seguía presente de manera impalpable, como los fantasmas molestos que nos acosan en esas noches que no podemos conciliar el sueño, como la culpa que no podemos extirpar de la conciencia o la mirada penetrante de un guardián invisible que vigilara nuestros movimientos. Así.

Cuando nos ganó el cansancio, volvimos al punto de partida, desandamos los pasos que nos habían alejado del lugar donde todo empezó y nos quedamos dormidos en el sillón, vestidos, sin mirar hacia la calle.

Cuando desperté, había vuelto a amanecer, el sol entraba por un rosario de pequeños orificios abiertos en la puerta y en la ventana y nos permitía ver las partículas de polvo suspendidas en el aire. La lámpara, los libros y el portarretrato aparecieron, otra vez, caídos en el piso. El silencio seguía apoderado del lugar. Nosotros, abrazados en el sillón y nuestros cuerpos en el piso: una hilera de botones rojo oscuro los atravesaba de la cabeza a los pies.