Desde Barcelona

UNO “Karma, karma, karma, karma, karma camaleón / Vas y vienes, vas y vienes”, cantaba un tal Boy George. Uno de los tantos cantantes que no hubiese existido de no haber existido antes él. Y, con él, los muchos ellos que supo ser: David Bowie y los varios David Bowie. Sí: David Bowie como, primero, el más influenciado por todo para, después, ser el más influencer de todos. El hombre que siguió al pie de la letra y música lo que para tantos fue el karma camaleónico de The Beatles; quienes cambiaron tanto y no dejaron nada sin cambiar a lo largo y ancho de tan pocos años (y, sí, esos cuatro tipos de 1963 son los mismos cuatro tipos de 1969, te lo juro por lo que más quieras; y a los que más quieres es a The Beatles, ¿no?). Antes de The Beatles, lo importante era tener estilo. Uno. Y –si había suerte– una vez alcanzada esa marca personal quedarse así, automáticamente reconocible, siempre igual de bien y de bien igual. Pero entonces The Beatles inventan –si se quiere ser alguien por qué no ser algunos– la reinvención constante como gesto estético y casi obligación. Mutatis mutandis todo el tiempo. No quedarse quieto ni satisfecho. La acción como reflexión. Y Bowie –también, como ellos– quiso ser así y quiso ser también así y así también. Bowie cambió mucho, se separó de sí mismo por unos cuantos años, y se reunió con su pasado poco antes de descubrir que no le quedaba mucho futuro y empezaba el premio consuelo de la inmortalidad.

  Bowie quiso ser y fue Bowies, sí. Contuvo multitudes privadas y fue legión de sí mismo. Y la mega-muestra que lo recuerda y lo celebra y que acaba de ser inaugurada en Barcelona se titula David Bowie Is y no David Bowie Was. 

Porque Bowie sigue siendo Bowie y Bowie y Bowie y...

DOS ...Rodríguez vio esta exposición hace ya unos años, en Londres, en el Victoria and Albert Museum. En los márgenes del armonioso y regio South Kensington muy onda viajero temporal de H. G. Wells, y en cuyas salas hoy ha tomado el relevo otro clásico pop-visual: Pink Floyd exhibiendo sus “restos mortales”. 

Ahora –coincidiendo con el medio siglo de la publicación de David Bowie, fracasado primer álbum, el mismo día que el Sgt. Pepper’s– Rodríguez vuelve a verla en el Museu del Disseny de Barcelona. En esa post-apocalíptica zona de catástrofe permanente (el site del ayuntamiento prefiere definirla como “en proceso de transformación”) que es la Plaça de les Glòries Catalanes y que a Rodríguez le recuerda tanto las disto-entropías geográficas de J. G. Ballard. 

Y cuando Rodríguez entró por primera vez a David Bowie Is todo lo que allí se exhibía se miraba de otro modo: el “artista total” había abandonado un largo retiro y estaba otra vez en la cima resurgido de sus cenizas con el ardiente y muy auto-referencial The Next Day. Ahora, en cambio, Bowie –aunque siga siendo/is Bowie– está muerto. Y lo que entonces era palacio ahora es pirámide, lo que era catedral ahora es mausoleo. Pero aún así, Bowie continúa recibiendo el adjetivo de “camaleónico” que, probablemente, sea el adjetivo que más indiscriminada y frecuentemente se le adjudicó a su arte. Pero, recaminando por David Bowie Is, contando salas dedicadas, sucesivamente, a cada una de sus metamorfosis (entre otras, la del Mayor Tom, Ziggy Stardust y su auto-secuela Aladdin Sane, Halloween Jack, el Thin White Duke, esa especie de MTV Gatsby por las noches con luna seria de Let’s Dance, Nathan Adler, hasta al casi póstumo hombre que vuelve a caer a la Tierra en Lazarus, y no nos olvidemos del agente del FBI Philip Jeffries, desaparecido en 1987, en Buenos Aires, Argentina) Rodríguez se da cuenta de no toca ni corresponde. Que lo de camaleónico (que no es otra cosa que confundirse y fundirse con lo que te rodea; mientras que Bowie siempre buscó destacar) es el modo más fácilmente sintético y reductivo y, por lo tanto, inexacto e injusto de destilar a Bowie. Porque si se mira fijo y con los ojos bien abiertos por los pasillos de David Bowie Is, puede decodificarse un verdadero y muy bien orquestado programa creador en el que se descubre que, en verdad, todos los Bowie siempre fueron el mismo Bowie. Un Bowie maníaco-referencial des/re/compuesto por la aceleración de las divinas partículas de otros (aunque Bowie haya personificado a Tesla en la película The Prestige, lo cierto es que su modus-operandi era más cercano al de Edison: más catalizador que innovador). Pero –antes y después de todo y de todos– un Bowie que siempre iba a dar, volando y volado, a la singular e indivisible y vertiginosa personalidad y persona de sí mismo. 

TRES Y tiene su gracia que David Bowie Is abra sus puertas en Barcelona, en un momento tan decididamente camaleónico. Con su “Heroes” sonando como sintonía de un/otro tv-concurso ibérico de nombre Ninja Warriors. Con Catalunya como spanish oddity lista para separarse y convertirse en vaya uno a saber qué. Con los socialistas preguntándose si el renacido Pedro Sánchez volverá a cambiar de polaridad y voltaje en el próximo congreso. Con el inamovible y monosilábico Rajoy (salvo cuando se trata de explayarse largo y tendido sobre el Real Madrid) resignándose a moverse y a declarar por obligación como testigo de las corruptelas del Partido Popular en persona y no vía plasma (como pretendía él, con ese aire ausente y como transmitiendo desde el planeta Gump; y alguien comentó on line: “Infanta Cristina: 412 ‘no sé’, 82 ‘no lo recuerdo’, 58 ‘lo desconozco’ y 7 ‘no me consta. ¡Ánimo, Rajoy, a superar esa marca dando la cara!”). Con Ángela Merkel aferrada a su jarra de cerveza y Macron a su baguette dialéctica. Con el volátil e inestable pero cumplidor y anticlimático Donald “Covfefe” Trump entintando decretos presidenciales con esa firma suya tan parecida al trazo de un sismógrafo anunciando The Big One que arrasará a París y a Pittsburgh... Todo eso ahí fuera. Y, adentro, en David Bowie Is, toda esa materia cambiante en animación suspendida (fotografías, películas, vídeos, portadas de discos, letras manuscritas, vestuario original, diseños de escenarios, instrumentos) y todo ese sonido brotando de altoparlantes y todas esas luces relampagueantes, le acaba produciendo a Rodríguez la paradoja de la más relajante de las sensaciones. Un rumbo fijo a pesar de tantas curvas en la trayectoria de aquel que en la crepuscular “The Bewlay Brothers” se define como “chameleon, comedian, Corinthian and caricature”; de quien en una entrevista diagnosticó riendo que “Yo he reinventado mi imagen tantas veces que he conseguido negar el hecho de que, al principio de todo, no fui más que una gorda coreana”; y de quien en 2014 bautizó, traviesa y juguetonamente, a otra de sus muchas antologías como Nothing Has Changed.

Y Rodríguez sale de David Bowie Is con tan pocas ganas de entrar en el resto de su mundo. Y a sus espaldas suena “Ashes to Ashes” advirtiendo con esa voz de Bowie que, muy pronto, “Sordid details following...”. 

Y no miente, claro. 

Y Rodríguez también is, sí. 

Y viene y va; aunque el cada vez mayor Rodríguez también sabe que ya es demasiado tarde para alterar el karma de ser Rodríguez. Difícil cambiar de color y ser otro y cancelar así el flujo de los detalles sórdidos que –informa Ground Control– vendrán y ya están aquí. Así que, mejor, tomarse las pastillas de proteínas y ponerse el casco y alegrarse de aún flotar y todavía no caer; porque, sí, ahí abajo –ya saben por qué– el planeta Tierra está blue. 

Y no hay nada que Rodríguez pueda hacer.