Manejo. Hace siglos que manejo por esta ciudad fantasmal, hecha a pizzerías y suicidas en moto que reparten colesterolemia a diestra y siniestra, como una forma juvenil de vengarse del modo brutal en que viven, corriendo la aldea siempre a una frenada de la muerte. A veces son embestidos y sus cuerpos como muñequitos vuelan por el cielo y caen en alguna azotea cercana. Después los tienen que buscar preguntando si no cayó en su patio o en su balcón un pibe con casco, señora. Siendo jovencito manejé una moto para repartir leche chocolatada por Alberdi y sé lo que es, pero el mundo hechizado actual, cargado de sangre y autitos de plástico que disparan como cohetes, aún no se había despertado y había aire entre los móviles, chapas firmes contra las cuales rozarse, menos semáforos y menos locura. 

Atrás de mí viene un corredor haciendo surf sobre la calzada entre los autitos nocturnos y los canteros. Da de lleno contra un bloque de cemento y se despacha directo al cielo. Antes de cerrar los ojos pregunta por el gato que va a dejar solo en el departamento donde vive. Su último suspiro fue para él, para el minino y para el bache que no vio y que lo transformó primero en un títere, luego en un angelito que ya se eleva sobre los edificios directo sin escalas. 

Me siento en el cordón y a mis pies está el lomito impávido que no pudo ser entregado. Toco el papel, está aún tibio como el cuerpo del pibe que ya cargan en la ambulancia, despaciosamente, porque ya no hay nada que hacer. 

Me preguntan si quiero salir de testigo. Afirmo mientras muerdo el envío: está delicioso y yo rompo mi dieta de manera bestial, entre los cachos de carrocería muerta y las manchas de aceite. Detrás siento una voz de mujer: “Usted es una porquería”, siento. Me doy vuelta y me encuentro con una dama grande como una heladera, con su mascota blanca en su correa. “¡Se está comiendo el paquete del chico! ¡Ladrón miserable!”. Mira al mundo buscando socios. “¡Usted es un corrupto!”. Yo termino de masticar. No es de buenos modales hablar con la boca llena. “Señora, ya no hay nada que hacer y estaba en el suelo”. Destapo también una lata de gaseosa: hace meses que no bebo una. “¡Y encima se la toma! Pero hay que ser, con esta mierda de negros peronistas…” Hay peronistas blancos también: grises, azules, verdes, violetas... Se encrespa; no puede con su ira, zapatea y el perro con ella.
-¡Policía, agente, venga ya y saque a este malhechor de acá!
-¿Por qué cree que soy peronista?
-¡Por la forma de actuar! –replica ella. “¡Se roban todo!”. Lleva un corte de cabello varonil y unos lentes gigantescos.
-Tiene que ir a la peluquería –recomiendo.
-Policía, este tipo me injuria, por favor, llévenselo, es un mal educado.
La policía viene hacia mí.
-¿Usted es el testigo? Venga que tiene que ir a la comisaría.
-Sí, llévenselo y enciérrenlo por hijo de puta –arremete la dama.
-¿Qué hiciste? –me pregunta por lo bajo la agente.
-Nada, le dije que se callara, que había fallecido alguien.
-¡Mentira! –salta entre nosotros. ¡Se comió la comida del muerto! Del pibe, pobrecito. ¡Así fue como también se cargaron a Nisman! Peronista sucio –completa.
-Soy peronista de a ratos señora, según el candidato ¿sabe?
-Usted es candidato a la cárcel como Ella–y señala, como apuntando a una deidad, alguna parte del planeta donde esté Cristina.
-Calma radicales, usted tiene mucha vida por delante como para enojarse así. Vaya, vaya a casita a dormir que ya es grande.
La policía me toma suavemente del brazo y me conduce lejos. Aún la oigo aullar cuando sigo al coche azul. Imagino que el cliente debe estar llamando enojado porque su pedido no ha llegado e ignoran que el mensajero ya es uno más en la morgue. Se ha convertido en un pedido que recogerán sus familiares mañana. 

Qué nochecita cruenta, qué otoño mal parido. Silbo una melodía de Tom Waits para despedir el pibe: es un black spiritual, Lucy’s Arms se llama y siempre me acompaña en los momentos malos. Cuando llego a la Cuarta ya es llovizna plena y en la tele del kiosquito River se burla de los muertos gritando goles regalados. 

Marcelo Gallardo luce eufórico y me mira exultante. En el mostrador hay una chica rubia: 

-Usted es el otro testigo.
-Sí, pensé que era yo solo.
-No, quise contribuir, yo venía detrás de usted en el Fiat gris cuando vi lo que pasó.
-Yo vengo a ayudar pero lo único que pude constatar es que estos pobres pibes además de encarcelarlos a un laburo de guerra se mueren como pajaritos.
La chica hace un gesto de fastidio, se toma la frente: -La culpa fue de la señora con el perrito, amagó a cruzar por la mitad de la calle y el pobre pibe por esquivarla se llevó puesto el cantero.
-¿La señora esa que gritaba?
-Sí, esa loca de mierda que desapareció al toque después de putearlo a usted… Son así: hacen las cagadas y le echan la culpa a otros, siempre es así. Luego de declarar ambos, salimos a la vereda. En la tele River empata el partido. Nada me importa. El mundo es cruel y usa pasamontañas: te protege del frío pero mal puesto no te deja ver.
-¿Qué?– me dice la piba.
-Nada, nada… se me da por hablar solo.
Entonces me sujeta del brazo y me mira: -Dígame, ¿es verdad que usted es peronista? –me inquiere como quien preguntaría si uno es marciano, un conejo disfrazado, buzo táctico, astronauta o arquero del PSG. En otros tiempos la hubiese invitado a salir y esta noche culminaría un poco mejor.
-No lo sé, la verdad que defiendo causas perdidas y capaz que una parte del peronismo ya lo sea. No sé… pero por lo general me acusan de comunista, facho, gorila, socialista, peroncho, agresivo doméstico y drogadicto homosexual.
Se ríe, me extiende una tarjetita: 

–Tome, cualquier cosa me llama… –y se sube a su coche. 

Cuando reviso el cartoncito leo: “Registros Akáshicos. Lave su estado kármico, su aura y desarrolle la felicidad plena. Le podemos ayudar si se encuentra en un laberinto oscuro o agujero sensorial negativo. ¡Usted se lo merece!”. 

Marcelo Gallardo desde la tele me pide la tarjetita.

 

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