Producción: Natalí Risso

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Recurrir a varios instrumentos

Por Paula Malinauskas (*)

Considerando el debate de ideas presente en la Argentina de hoy, es muy posible que al preguntarle a cualquier argentino cuál considera que es el mayor problema macroeconómico del país mencione el alto nivel de inflación. Esto no aparece como una novedad considerando nuestra historia cercana: durante los dos años previos al estallido de la pandemia en febrero 2020, la inflación mensual ya navegaba niveles superiores al 3 por ciento mensual promedio. Cabe preguntarse qué se hizo (o, mejor dicho, qué no se hizo), para haber presentado en el primer cuatrimestre de 2022 una inflación de 23 por ciento. Sobre ese escenario nos encontrábamos con la pandemia, montando medidas por emergencia Covid, para las cuales se necesitó de una base monetaria del 8 por ciento del PBI aproximadamente, mientras que la actividad se desplomó en promedio un 10 por ciento. Estas medidas de asistencia social en el marco de la caída generalizada de la demanda en la economía hicieron que se demandaran menos pesos, generando inflación en el mediano y largo plazo.

Por supuesto, Argentina no fue el único país en aplicar este tipo de medidas. El resto del mundo también está lidiando con altos niveles de inflación, sin ir más lejos Estados Unidos está batallando contra el registro más elevado de los últimos 40 años, debido al shock de demanda por la expansión monetaria como paliativo del Covid, y de oferta, dada la situación internacional de menor demanda china. Argentina debe convivir, e intentar sobrevivir, en medio de estas tensiones internacionales. A los precios más elevados de sus productos finales e intermedios importados debido a la inflación internacional, se le suma el alza de precios de energía y commodities por la invasión rusa en Ucrania. Dada la persistencia de estas amenazas, es posible que estemos asistiendo a un cambio de nivel de precios más que a una variación temporal de precios relativos, produciendo un efecto ingreso, beneficiando a países productores de alimentos y energía. Para lograr desacoplar estos efectos internacionales de la inflación doméstica, Argentina debe mostrar un fuerte compromiso de su Banco Central para elevar las tasas y frenar la expansión de su base monetaria, como están ya haciendo muchos países de América Latina, sobrereaccionando a este fenómeno para lograr credibilidad en países que ya han afrontado procesos inflacionarios persistentes en el tiempo, sin una conducta decidida y constante por parte de las autoridades monetarias.

En un marco optimista, una desaceleración de la inflación mensual a registros del 4 por ciento supone una inflación de 68,4 por ciento anual a diciembre. No obstante, esto luce poco probable. Sobre los efectos de una inflación internacional más alta, a nivel local se sumarán los derivados del levantamiento de algunas de las anclas que, hasta el año pasado, contenían la dinámica de precios. Por lo pronto el BCRA viene acelerando el deslizamiento del tipo de cambio oficial según lo comprometido con el FMI, y el Gobierno avanzó en audiencias públicas para levantar el congelamiento de las tarifas. Los impactos de primera y segunda vuelta se sentirán en los próximos meses, por lo que desde LCG proyectamos a diciembre una inflación anual por encima del 70 por ciento.

Citando al economista Adolfo Canitrot, “Para bajar la inflación soy monetarista, estructuralista y todo lo que sea necesario; y si hay que recurrir a la macumba también”, es posible que Argentina deba recurrir a varios instrumentos para lograr frenar la inflación. En el corto plazo, el éxito de cualquier medida destinada a contener precios ya sea de alimentos, tipo de cambio o energía, queda signado por la credibilidad política que puedan obtener, la inercia inflacionaria y las expectativas de inflación que no logran apaciguar. A largo plazo, es necesario un compromiso fiscal, sumado a la disciplina de la autoridad monetaria en la emisión de dinero.

(**) Economista de LCG.

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Faltan decisiones fuertes

Por Nadia Schuffer (**)

La inflación no cesa y sin dudas es un problema central para nuestra economía y, sobre todo, para las familias argentinas que mes a mes enfrentan mayores dificultades para afrontar sus costos de vida.

Para encarar el fenómeno de la inflación no sirven las explicaciones simples y unicausales. Así que intentaremos desarrollar tres motivos que nos trajeron a esta compleja situación:

En primer lugar, es necesario recordar de dónde venimos. Si bien la inflación es un problema con el que convivimos hace décadas es necesario hacer una diferenciación entre lo que fue un régimen de inflación moderada y lo que podría ser el inicio de un régimen de alta inflación. Dentro del primero podemos ubicar el periodo 2007-2015 con un nivel promedio en torno al 25 por ciento, mientras que la segunda se originó durante el gobierno de Mauricio Macri, donde la combinación de reiteradas devaluaciones bruscas del tipo de cambio y aumentos exponenciales de tarifas elevó el piso de inflación a la zona del 50 por ciento.

En 2020, el impacto negativo de la pandemia sobre la actividad, el tipo de cambio sin saltos bruscos y las tarifas congeladas atenuaron la aceleración inflacionaria. Sin embargo, la inflación reprimida comenzó a evidenciarse a partir de la superación de la etapa más dura del Covid-19.

En segundo lugar, no es menor el efecto de los precios récord de los commodities. Los aumentos de los granos, como así también los combustibles y materias primas industriales como el caucho, el polipropileno, las fibras de algodón y poliéster, sumado al encarecimiento de logística del comercio internacional (con aumentos de hasta un 500 por ciento), fueron trasladados rápidamente al bolsillo de los consumidores. Esta situación, desatada por el coronavirus y agravada en los últimos meses por la guerra entre Rusia y Ucrania, generó la mayor inflación mundial en décadas.

Esto tiene un doble impacto en nuestra economía: por un lado, produce una mayor entrada de dólares vía exportación de granos, los cuales son absolutamente necesarios para engrosar las reservas, generar estabilidad del tipo de cambio y recursos para aplicar políticas redistributivas, pero por el otro, aporta más presión a los precios ya que importamos inflación en dólares a través de los insumos, bienes de capital, bienes finales y servicios que le compramos al exterior.

En tercer lugar, se encuentran los cuellos de botella productivos internos. La industria está atravesando un proceso de recuperación, luego de años de destrucción de capacidad productiva, un mercado deprimido y apertura indiscriminada de las importaciones. Los datos arrojan más de un año de crecimiento sostenido de la producción, el empleo e inversiones.

Sin embargo, este crecimiento presenta particularidades. Por un lado, ubica a muchas industrias de insumos básicos al tope de su capacidad productiva, lo cual trae demoras para el abastecimiento y aumentos de precios. También se ve una recomposición de márgenes en muchos casos abusiva y sin un correlato en mejoras salariares.

Si bien el crecimiento de la actividad y la recuperación de empleo existen, su efecto en cuanto a mayor bienestar de los y las trabajadoras se ve completamente atenuado por la alta inflación y la recuperación del salario real que nunca llega.

¿Qué puede hacer el gobierno?

Esta situación demanda respuestas contundentes por parte del Estado. Ningún proceso des inflacionario es inmediato ni fácil. Una política de tipo de cambio sin saltos bruscos y su coordinación con la tasa de interés y el gasto público son condiciones necesarias para no agravar el problema. Pero también existen otras herramientas antiinflacionarias, como los controles de precios (con consecuencias reales si se incumplen), desacople de los precios internacionales de los locales, ley de abastecimiento, etc.

El mayor problema actual reside en que, para llevarlas adelante, es necesario tener la decisión y el poder político suficientes para afrontar las tensiones que traerían aparejadas.

(**) Economista. Investigadora del Departamento de Economía Politica CCC/Floreal Gorini.