Un clima inhóspito, un viento blanco, un invierno de noches eternas, un aislamiento silencioso que contrasta con los ruidos de las ciudades y un territorio sobre el que aún hay mucho por descubrir son algunas de las singularidades que hacen de la Antártida un continente único; el más frio, seco y ventoso.

En la Antartida, una superficie de 14 millones de kilómetros cuadrados que tiene más del 50 por ciento elevado por encima de los 2.000 metros sobre el nivel de mar, se llevan adelante una gran cantidad de investigaciones científicas.

En la nómina de estudios se cuentan los proyectos bajo la órbita del Instituto Antártico Argentino (IAA), organismo científico tecnológico pionero a nivel internacional en el desarrollo de investigación antártica. Y éste, a su vez, impulsa diversas iniciativas que tienen una articulación directa con universidades nacionales de nuestro país. A través de sus ejes temáticos, cada experiencia aporta un cúmulo de conocimientos que posiciona a la Argentina como un faro de referencia a nivel global. Una muestra de eso son tres de esos trabajos, desarrollados con participación de las universidades de Buenos Aires (UBA), Luján (UNLu) y San Martín (UNSAM).

Bacterias degradadoras de hidrocarburos

El 4 de octubre de 1991, los países con presencia en el continente más extremo del planeta firmaron en Madrid el Protocolo Ambiental del Tratado Antártico. Ese acuerdo procura una amplia protección del medio ambiente de la Antártida y de los ecosistemas dependientes o asociados, con la finalidad de preservar el territorio de la forma más prístina posible, interviniendo, a su vez, en cualquier foco de contaminación que pudiera surgir.

A mediados de la década del 90, investigadores de la Universidad de Buenos Aires (UBA) comenzaron a observar que existían pequeños sitios en las bases antárticas que se contaminaban con combustibles derivados del petróleo, principalmente, el gasoil.

En función del flamante tratado, y ante la necesidad de desarrollar tecnologías específicas para ese lugar, propusieron un trabajo sobre el concepto de “biorremediación”.

“Se trata de un proceso que implica el uso de sistemas biológicos, tales como bacterias, microorganismos, hongos o incluso plantas específicas, para eliminar un contaminante que fue introducido en el ambiente de manera accidental”, explicó Lucas Ruberto, doctor en Biotecnología, docente en la UBA, y director del Departamento de Microbiología del IAA.

Ruberto está al frente del proyecto denominado “biorremediación de suelos contaminados con hidrocarburos usando bacterias antárticas sicrotolerantes”. El docente de la UBA contó al Suplemento Universidad que el proyecto motivó un convenio marco entre la Facultad de Farmacia y Bioquímica y el IAA. En total, son diez los investigadores que comenzaron a participar de la iniciativa y desarrollar acciones. Por ejemplo, ante un eventual derrame de gasoil sobre una porción del suelo antártico, el grupo que encabeza Ruberto se dedica a estimular tanto las bacterias como los hongos que habitan en ese suelo para que puedan “comerse”, o en términos científicos, degradar esos hidrocarburos.

De ese modo, en un período de tiempo que suele oscilar entre los 60 y los 70 días, los investigadores logran remover alrededor de un 80 por ciento de los contaminantes.

“Esta técnica se usa en diferentes partes del mundo, pero hay una reglamentación vigente que prohibe introducir en la Antártida organismos que pertenezcan a otro continente. Por lo tanto, cualquier proceso a realizar debe ser con bacterias que sean autóctonas, que son similares a las de otras partes del planeta, pero adaptadas a las bajas temperaturas”, detalló Ruberto.

Aunque las investigaciones llevan casi 30 años, recién en 2015 el equipo logró disponer de un método adecuado para trabajar sobre grandes cantidades de suelos. “La biorremediación es un procedimiento amigable con el medio ambiente que no necesita casi agregar químicos ni meter calor”, amplió.

Además, señaló que una de sus ventajas “es el bajo costo del proceso, ya que se utilizan unas membranas de plástico de alta densidad que permiten aislar al suelo, junto a una serie de nutrientes que estimulan la población de microorganismos autóctonos para que degraden el hidrocarburo”.

Para Ruberto, cualquier método que disminuya el impacto de la actividad humana en el ambiente “es positivo”. El investigador valoró además “el interés geopolítico” que implica desplegar procedimientos de este alcance: “Al poder remediar los pequeños focos de contaminación, Argentina se posiciona muy bien frente a los países que tienen presencia en la sociedad antártica, ya que exhibe una capacidad propia de desarrollar procesos que permitan cumplir con lo establecido en el tratado de los 90”.

Ecología Trófica de Ecosistemas Marinos

A partir de un convenio firmado entre el IAA y la Universidad Nacional de Luján (UNLu) que data de 1992, se lleva adelante el Programa de investigación en Ecología Trófica de Ecosistemas Marinos, una propuesta orientada al análisis de las redes tróficas (interconexiones entre las cadenas alimenticias) de comunidades bentónicas antárticas, y a las perturbaciones ocasionadas sobre ellas como consecuencia del cambio climático. Desde la UNLu precisan que las comunidades bentónicas son conjuntos de especies relacionadas entre sí y que los organismos bentónicos son todos los que se entierran en la arena, como almejas y caracoles; los que adhieren a las rocas, como mejillones y anémonas o los que caminan sobre el fondo marino, como esponjas o corales blandos.

Los estudios de este proyecto se desarrollan principalmente en Caleta Potter (Isla 25 de mayo, Shetland del Sur) donde se encuentra la Base Científica Carlini, y están dirigidos por los doctores en Ciencias Biológicas Fernando Momo (actual docente en la UNLu) y María Liliana Quartino.

Dentro de cualquier ecosistema, las relaciones entre las poblaciones de diferentes organismos constituyen una especie de red. Pone especial atención a las relaciones de alimentación, es decir, quién se come a quién y cómo en una comunidad ecológica. A esa trama se la denomina red trófica.

“En nuestras investigaciones buscamos conocer la estructura de esa red, los patrones que nos dicen cómo fluyen la materia y la energía dentro del ecosistema en las comunidades costeras de la Antártida”, explicó Quartino.

Por lo tanto, las redes tróficas son una especie de “mapa de rutas” que indican por dónde va la energía en el ecosistema. En la Antártida, el estudio de los organismos tales como macroalgas e invertebrados marinos que se encuentran sumergidos necesita de la colaboración de buzos, quienes además de recolectarlos, realizan videos y toman fotografías que ayudan a conocer lo que ocurre debajo del mar.

La vinculación entre lo que sucede en los ecosistemas acuáticos y el calentamiento global es directa. En esa línea, Quartino reveló: “Caleta Potter es un verdadero laboratorio natural para estudiar los efectos del cambio climático. En los últimos años lo que más me impresionó es el retroceso de los glaciares, cuyo impacto genera que queden zonas libres de hielo que pasan a ser colonizadas por diferentes organismos asociados al fondo marino”.

“Por otra parte, al derretirse el glaciar se libera una gran cantidad de sedimento. Eso hace cambiar las condiciones del ambiente porque penetra menos la luz en el agua, que se vuelve más turbia, y eso afecta las algas que hacen menos fotosíntesis”, amplió.

Gentileza: Edgardo Mohr.

Así, se genera un doble efecto: por un lado, el retroceso de los glaciares provoca la liberación de un mayor espacio que posibilita el crecimiento de las algas, importantes por su capacidad de producir oxígeno y de albergar más microorganismos, pero en contrapartida, esa agua “perturbada” impide un mejor acceso de la luz solar.

Tras resaltar que la Antártida es un continente “de paz y ciencia, que nunca fue alcanzado por una guerra”, ponderó la existencia de diferentes convenios que involucren a las universidades nacionales: “Es una muy buena forma de estimular a los estudiantes para que conozcan más sobre un territorio que forma parte de la Argentina, y que de ese modo puedan desarrollar líneas de investigaciones que nos posicionen muy bien como país”.

Estaciones terrenas propias y el sueño de los microsatélites

La Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) puede presumir de haberse constituido desde 2019 como la única de la Argentina en contar con una estación terrena satelital en la Antártida. A ésta se suma otra localizada en el Campus Miguelete, sede principal de la institución. Cada una cuenta con una antena de ultra alta frecuencia (UHF), y desde este año, también con una de muy alta frecuencia (VHF).

Desarrollar actividades de recepción, procesamiento, comunicación, publicación y almacenamiento de la información que es generada por diferentes satélites son algunas de las funciones que tienen las estaciones terrenas. También pueden enviar comandos a los satélites.

Efectivamente, la antena de polarización circular que funciona en la base antártica San Martín fue adquirida por esa casa de estudios superiores, como parte de un ambicioso proyecto que involucra a universidades de otras partes del planeta.

“La antena permite calibrar algunos pequeños satélites y recibir datos de misiones internacionales, en este caso, impulsadas por algunas universidades extranjeras junto a las que se trabaja en paralelo”, describió Sebastián Marinsek, ingeniero electrónico y jefe del Departamento de Glaciología del Instituto Antártico Argentino (IAA).

A su vez, Marinsek señaló que otro eje es “lograr una vinculación académica para que los estudiantes aprendan cómo es el funcionamiento de una estación terrena y la forma en que se controlan los satélites”.

Gentileza: Nahuel Solis y Ezequiel Peschiera

Con una estación de comunicación propia en la Antártida, la UNSAM se plantea el desafío de avanzar en la construcción y lanzamiento de microsatélites que, entre sus múltiples utilidades, pueden tomar fotos, monitorear el nivel de radiación que llega a la atmosfera o probar el funcionamiento de distintas tecnologías como sistemas de posicionamiento global (GPS).

“La función dependerá del objetivo que se persiga. El desarrollo de microsatélites, si bien no es barato, está más al alcance de un presupuesto universitario en comparación con un satélite de mayor envergadura”, explicó el ingeniero y aclaró que estos artefactos “pueden ser chiquitos pero muy sofisticados”.

Livio Gratton es doctor en ingeniería Aeroespacial e inició esta cooperación cuando era decano del Instituto Colomb (de investigaciones en ciencia y tecnología espacial), creado en colaboración mutua entre la UNSAM y la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE). Para él, Argentina “tiene vasta experiencia en misiones tradicionales a gran escala, pero tal vez menos en pequeños satélites, actividad que está explotando en todo el mundo”.

A raíz de eso, existe un trabajo de colaboración junto a la Universidad Tecnológica de Berlín (TUB), entidad de referencia dentro de la temática, que se focaliza principalmente en satelitales muy pequeños. Catalogado como un “proyecto binacional”, permite a investigadores argentinos interesados en la Antártida obtener imágenes satelitales para determinar, por ejemplo, mejores rutas de navegación o datos de animales que habitan por aquellas latitudes; a cambio, la UNSAM aporta las estaciones de monitoreo.

“Los datos se bajan con antenas que instalamos y operamos nosotros. Puesto en un ejemplo, en la película Apolo 13 se ve un equipo de trabajo en la tierra que cumple un rol fundamental; en este caso, nuestra universidad participa aportando las estaciones terrenas, de modo que formamos parte de las misiones. El objetivo es poder aportar cada vez más cosas y, ¿por qué no?, en un futuro cercano, contar con un microsatélite propio”.

Tras el impacto de la pandemia en algunas actividades, las puertas de entrada al fin del mundo están más abiertas que nunca para la investigación. Allí, la universidad argentina dice presente para aportar conocimientos y saberes necesarios de manera de hacer frente a los desafíos del siglo XXI.