Fotógrafo, cineasta dedicado de lleno al terreno del documental, viajero incansable, el francés Raymond Depardon está de visita en la ciudad de Buenos Aires, presentando y acompañando dos muestras fotográficas retrospectivas –Un momento tan dulce y Francia– inauguradas ayer en la Sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta. La agenda porteña del visitante, de apenas unos pocos días, está repleta de actividades. Hoy por la tarde, a las 17, Depardon compartirá escenario con el documentalista Andrés Di Tella y dictará una clase maestra que versará sobre cuestiones relacionadas a su obra. Tres horas más tarde, presentará uno de sus más recientes largometrajes, La Vie moderne, última entrega de una trilogía de documentales dedicados a la vida cotidiana en la Francia rural que, de alguna manera, no hace más que confrontarlo con sus orígenes (Depardon nació en 1942 en Villefranche-sur-Saône, una pequeña ciudad del Ródano). No es la primera vez que el director de Urgences y 1974, une partie de campagne –dos de sus películas más reconocidas– pisa tierra argentina. “Vine ya unas cinco veces”, confirma en conversación con PáginaI12, rodeado de las fotografías de gran tamaño que integran una de las muestras. “Estuve en 1974, por ejemplo, y desde Buenos Aires subí hasta Rosario, donde realicé una entrevista clandestina con guerrilleros chilenos. En otra ocasión me enviaron a San Juan y recuerdo que fue un encuentro absolutamente increíble porque mi interlocutor, el dueño de un diario deportivo, quería pasarme del otro lado de la cordillera en pleno invierno. Estuve de paso también cuando ocurrió el terremoto en Perú y durante los tiempos de Salvador Allende, cuando se cumplió el primer año de su gobierno. Pero, sobre todo, recorrí una parte del país antes de la publicación del libro Errance: alquilé un auto y viajé a Río Gallegos, lugar que adoré, entre otras cosas porque me encanta el desierto. Aunque quizás mi gran experiencia en América del Sur fue en Venezuela en 1963, cuando pensábamos que ese país iba en camino de convertirse en otra Cuba.”

Un momento tan dulce incluye varias fotografías tomadas a lo largo y ancho del continente sudamericano en aquellos años, además de otros lugares del planeta como Beirut, Chad, Hawaii y los Estados Unidos. El tema central, además del concepto de travesía y de las particulares circunstancias de cada imagen –muchas de ellas encargos de agencias de noticias como Dalmas, Magnum y Gamma (esta última cofundada por Depardon)–, es la presencia del color. Lo mismo puede decirse de Francia, a pesar de que las instantáneas que integran esa otra muestra dejan de lado convulsiones políticas y procesos sociales para concentrarse en motivos más apacibles, marcados por el deseo de “viajar como un niño”, según describe su autor en el catálogo. En Journal de France, otro de los largometrajes que serán proyectados en el C.C.R. durante los próximos días –codirigido por su esposa y colaboradora, la sonidista y productora Claudine Nougaret– puede verse al realizador viajando por el interior del territorio francés con una cámara fotográfica de gran formato a cuestas, robando segundos de la realidad circundante como un fotógrafo de antaño, luego de posar en el suelo el trípode de madera e insertar suavemente la placa en el enorme aparato. “Es una buena idea que ambas muestras se puedan ver juntas”, continúa Depardon, “ya que en París se vieron separadas. Son las dos grandes exposiciones de mi obra en color. Pero no quiero que hagan una retrospectiva de toda mi obra, sentiría que es un entierro de primera clase”.

–La particularidad del color puede sonarle extraña a alguien nacido en las últimas dos o tres décadas. Es algo que quizás se da por sentado, como si el blanco y negro fuera un vestigio prehistórico. 

–Llegué tarde a la fotografía en colores: fui fotorreportero hasta 1990, aproximadamente, casi treinta años de trabajo. Y casi siempre hacíamos fotos en blanco y negro, porque la buena fotografía periodística era necesariamente así, sobre todo las fotos de actualidades. Ese era el mito, apoyado en la obra de Henri Cartier-Bresson o Robert Capa. Algunas veces le han preguntado a mi mujer “¿Raymond hace fotos digitales?”. Y ella suele responder: “No, no, no, recién llegó al color”. Es cierto que algunas personas que me conocen bien dicen que en las fotos en color soy más yo mismo. Es como si en blanco y negro fuera un hombre enojado y en color alguien más apacible, como si los colores sacaran a relucir mi temperamento más provinciano o viajero. Más humanista, incluso. Durante mucho tiempo no me consideré un buen fotógrafo en color, sentía una suerte de complejo. Era mucho más intransigente con mi cine, ya que en ese terreno sabía lo que quería; en la fotografía era más flotante. En aquellos tiempos había perdido a muchos amigos queridos, como Gilles Caron (N. de la R.: Caron fue un fotógrafo de guerra desaparecido en Camboya en 1970, supuestamente asesinado por los Jemeres rojos), y pensaba en qué me iba a convertir si no hacía más fotografías de prensa. Como había empezado muy joven, a los 18 años, muy pronto tuve ganas de hacer una ruptura. ¡Y todavía era joven a mediados de los años 70! En ese momento decidí que ser jefe de un servicio de fotografía no me interesaba en lo más mínimo. Tampoco sentía deseos de dedicarme exclusivamente a hacer películas, mucho menos películas por encargo. La fotografía me presentaba cierta libertad y de a poco comencé a tener pedidos, algunos muy extraños. Por ejemplo, tomar fotografías de teléfonos en la calle. No me veo como un colorista sino como un fotógrafo casi amateur, alguien que viaja y que incluso es un poco naif. Conocí a los encargados de la Fundación Cartier, quienes me propusieron trabajar alrededor de la idea de la tierra natal, y así fue que conocí a la antropóloga francoamericana Anne Chapman, quien vivió mucho tiempo en Buenos Aires y registró los últimos rastros de la tribu selk’nam en Tierra del Fuego.

–Yendo de la fotografía al cine, se exhibirán como parte de la muestra tres de sus últimas creaciones, que comparten un punto de vista personal, donde la voz en off e incluso su presencia en cámara tienen mucha relevancia. Sus películas en los años 70 y 80 podrían describirse como algo más distanciadas. ¿Siente que su estilo ha cambiado con el tiempo?

Journal de France se presentará el próximo miércoles y el 5 de julio.

–Al principio de mi carrera tenía una gran necesidad de filmar. Estaba solo, sin productor, pero tenía tantas ganas de hacer cine... Y siempre intenté que ese deseo no desapareciera. Quise continuar y, a la vez, renovarme. 12 jours, mi última película, que se vio hace un par de semanas en el Festival de Cannes, es la tercera con temática psiquiátrica y tengo la impresión de que estoy volviendo a encontrar cierta esencia, evitando los clichés sobre los documentales sobre pacientes psiquiátricos. También está el problema de la cesión de derechos de las imágenes, cuestión que no existía en la época en que dirigí San Clemente (1982) y Urgences (1988). Todo eso me obligaba a buscar una nueva forma de escritura, a buscar planos más simples. Y encontré aquello que no había hecho nunca en 35 años: planos generales. No me gustan en general los planos generales, pero lo nuevo en 12 jours es precisamente eso. Y me parecen magníficos. Los enfermos mentales suelen tener la mirada fija, no mueven sus retinas, y trabajar con ese tipo de planos era devolverles la dignidad. El sonido en los films es competencia de Claudine y las mejores películas creo que las hemos hecho cuando trabajamos los dos solos. Mi problema es trabajar con equipos: son muy gentiles, pero esperan instrucciones y realmente no sé qué decirles. Siempre fui de la idea de que tres son multitud. Pero las cosas cambian y tampoco se puede hacer siempre la misma película. En Cannes quieren algo de eso y esperan un mismo formato de film. Tengo una tentación: volver siempre a una película en la cual hablo, como si fuera un diario íntimo. Pero con 75 años tengo los días contados, no seré como Manoel de Oliveira (risas). Intento no hacer demasiadas películas y utilizo la fotografía para buscar ideas, tratando de ser siempre yo mismo. 

–Vivimos en una época donde las imágenes en movimiento tomadas de la realidad son ubicuas: videos grabados con celulares, internet, cientos de canales de televisión. ¿Cuál cree que es la importancia y el mayor desafío del cine documental hoy en día?

–El cine documental tiene que buscar y seguir buscando. No tiene que renunciar. Sobre todo, el documental de autor. Creo que hay muchos lindos días para el documental en el futuro. Justamente hoy leí una frase del fotógrafo Walker Evans que me gusta mucho, escrita en 1971: “La cámara adopta el carácter y la personalidad de quien la maneja”. La suerte es que todavía somos muchos en la tierra y nadie tiene ni el mismo carácter ni la misma personalidad. Es cierto que las revoluciones son cada vez más frecuentes. Yo viví la revolución del 16mm y ahora tenemos las pequeñas cámaras digitales. Hay muchas miradas femeninas. Tengo la impresión de que ahora nos critican menos como voyeurs, a los fotógrafos y a los cineastas. Me sorprende algo, no sé si es efecto de internet o de la tevé, pero la gente es increíblemente “actoral”. Es notable cómo adquirió el hábito de los actores. Demasiado, quizás. Soy algo impresionista y tengo un estilo muy diferente al de los estadounidenses: filmar intensamente durante seis meses, miles de horas, Wiseman, etcétera. En el fondo soy más... francés. Dicen que los franceses son un poco superficiales, tal vez yo mismo lo sea. Pero tengo un cierto pudor. Cuando filmo a los campesinos, por ejemplo... no los puedo filmar en sus cuartos. O cuando se están quejando o protestando. Hay que tener un poco de pudor, un poco de misterio. En los países anglosajones se quiere saber todo, pero yo soy latino. Veo una persona uno o dos minutos, en la calle o en un taxi, y ya entendí de dónde viene. Ustedes los argentinos son un poco como nosotros, más pudorosos, no necesitamos contarnos toda la vida. No es necesario contar o mostrar todo. ¿Cómo mostrar el sufrimiento, por ejemplo? No es fácil. Y las mejores intenciones no sirven para nada. 

–Nombró al documentalista estadounidense Frederick Wiseman, que ciertamente es dueño de un estilo diferente al suyo. Sin embargo, hay algo que los une: la descripción del funcionamiento de instituciones y microcosmos.

–Conocí a Wiseman personalmente, un poco, y seguramente hubiera intentado robarme a mi mujer (risas). El también hace sonido y tenían mucho para hablar. Realmente, es un cineasta con un talento formidable, pero no tenemos la misma cultura. Sus películas que transcurren en los Estados Unidos son realmente increíbles.

–Hay una ética del documental ligada también a lo formal...

–A veces me gusta correrme un poco del documental y, si tuviera más tiempo, haría una ficción. Una ficción suave. Es algo que me regenera, eso de pensar dónde tengo que poner la cámara. Creo que fue John Huston quien dijo que sólo hay un lugar adecuado para poner la cámara. Y eso es lo que une al documental y a la ficción. Los norteamericanos, de hecho, usan mucho el término no-ficción. Ya sea en la mano o apoyada, hay un único lugar correcto. Ocurre como con el piano, hay que practicar. Y a veces uno se sorprende, no hay un maestro de la mirada. Ya pasé la edad de angustiarme, de creer que soy el peor de todos, un pesimista como mi padre, que era campesino. A propósito, eso es algo que comparten los campesinos y los fotógrafos: nunca están contentos. No sé si es una buena señal, pero ahora filmo menos, poco metraje. Creo que en La Vie moderne hay unos setenta planos. Se filmó durante un año, pero cada jornada fue rápida, sin demasiadas vueltas. No está tan mal estar seguro de uno mismo. En realidad, es una mezcla. Pienso en Kubrick o en Bresson y creo que eran una mezcla de buscar, dudar y de estar seguros de sí mismos.

–Tanto en el cine como en la fotografía, ¿cree que lo que está delante del lente de la cámara se adapta al estilo o, por el contrario, es el estilo el que se amolda a lo que se está registrando?

–Tendería a creer que lo segundo es correcto, pero no es del todo así. En mi última película, por ejemplo, descubrí algo. Tenía cuatro objetivos diferentes para usar con la cámara (27, 40, 60 y 100 milímetros). Rodé con todos ellos menos con el de 60 mm y la última semana probé precisamente con ese objetivo. Debía tener la mano con suerte ese día, porque lo real entró en el objetivo. Estaba filmando un corredor del hospital donde no pasaba nada y justo en ese momento aparece alguien que comienza a caminar hacia mí. El plano quedó genial, como si fuera un western de un gran realizador. La persona, un paciente del lugar, siguió avanzando y avanzando hasta que me di cuenta de que venía a agradecerme el café que le habíamos pagado con anterioridad. Luego de hacerlo, volvió sobre sus pasos recorriendo el mismo camino. El hecho de haber usado ese lente, casi de casualidad, hizo que el plano quedara magnífico. Lo real entró de una manera imprevista y de haber usado otro objetivo el plano no hubiera resultado tan notable. A veces los mejores momentos de los documentales parecen de ficción.