Como estrella matutina en el medio de la niebla, dos seres de carne humana, despliegan en el escenario un animal de crines y una moto brillante. Daisy, encuerada, la moto. Yegua, con peluche rosa en los tobillos, el animal. Los ojos descansan cuando los cuerpos en escena irrumpen la aburrida norma de afuera, raquítica y blonda. Me siento en la butaca contento porque voy a ver una obra totalmente cuir con personajes y fantasías más cerquita a las propias, con la proyección de un teatro disidente cumplida. Se trata de Yegua la obra escrita por Belén Gatti algunos años atrás y dirigida ahora por su pareja, Maruja Bustamante, estrenada en el marco del Festival de Buenos Aires 2022 primero, y con cinco únicas funciones en el Galpón de Guevara.

Los últimos días en Buenos Aires cuya bruma espesa la visión y el tono de la existencia se enrarece me hace pensar en los filósofos medievales, fanáticos de Dios que sostienen que estas tinieblas son el comienzo, el origen, la manifestación más pura. Los que inventan estas teorías de misticismo especulativo sostienen que lo que podamos decir de Dios no es. Con el arte o la potencia estética de nuestras prácticas pasa un poco lo mismo. Nada lo puede definir con justicia. Algo de esto, también, le pasa a Tortón, el/la héroe de Yegua -con la excelente actuación sostenida por Melina Milone-, que monologa en una gran cruz católica que resplandece en fluo sobre el piso. Se trata del imaginario dramatúrgico distante de la metrópoli, conectada con un mundo de tópicos recurrentes en las fábulas eróticas lésbicas: motos, monjas de clausura, ruta, cuero, leña, campo y caballos. Los místicos de la bruma sostienen que el desapego es el camino, y Tortón justamente, va dejando el mundo de las cosas y los amores humanos, va dejando su moto, sus exabruptos, su manías, sus estrategias de salvación, su ego. Deja hasta renunciar definitivamente a lo que, supone, define al humano. Tortón deja su humanidad para sucumbir a una entrega fantástica y sexual. La última estación de su vía crucis: dejar los borbotones de texto que escupe en un monólogo de cuarenta y cinco minutos, para internarse en el monte con su amor animal. El desapego, soltar, dice Maister Eckhart, es una función humana cercana a la divinización más fértil.

La dirección y puesta en escena de Maruja Bustamante constituye la belleza sensible y pequeñita de lo demás. Una obra redondita. Intima. Con muchos hallazgos y procedimientos tiernos. Hay algunas partes de musical, sin reminiscencias a la novicia rebelde con música original de Carmen Baliero, porque cuando Daisy canta – sí, la moto canta y ¡cómo!; con una interpretación del vehículo de dos ruedas sutil y punzante de Analía Ayala- la dulzura corrompe la presunta sexualidad abrupta de Tortón. Una monja toca el piano -Pablo Viotti-, y así se marca el vía crucis de la motoquera con el corazón roto y una teta pequeña. Podría haber sido terrible, hay riesgo, y tal vez ello constituya algo de las virtudes estrepitosas del teatro. Salir airoso en el medio de una jugada difícil: en las primeras escenas, Tortón, estereotipada en la lesbiana de musculosa blanca, se baja los pantalones de cuerina y mea al costado de la ruta. Eso que podría ser el lugar común del lesbianismo más guarro y postporno se convierte -en la imaginación de quien observa asustado- en una estepa verde. Ante mis ojos, el culo, la concha, la teta pequeña en un espacio teatral se contamina en un derrame poético aludido y un campo abierto con el horizonte celeste se abre en mi frente.

El drama podría ser lesbiano pero es interespecies. La moto y la yegua – fina y marica Jorge Thefs- son las compañeras más fieles, quitan la soledad y corporizan los deseos. ¿Habrá algo más utópicamente cuir? El primer amor de Tortón referenciado es otra muchacha, pero quien la consuela en la ruta es Daisy, la moto sensual, mas sensual y penetrante que las sirenas de Ulises. Y las estaciones son trece, para que nuestro anti cristo, Tortón, narre sus desventuras. El/ella, Torton, se mete en el convento de un pueblo cualquiera porque Daisy está dañada. La animación de las cosas confiere la posibilidades de lanzar universos alternativos y habitables. Y ahí, la pecadora, engancha. Se queda con las monjitas un rato, pero tampoco un mundo de puras mujeres en apuros consuelan a le protagonista. Tortón, a veces él, a veces ella, en una misión de salvarlas con leña que las caliente, se interna campo adentro con el hacha y la yegüita de boquita torcida. La fantasía continúa extrema, enamorándose de la potranca enferma. No se sacrificarán animales, bailan un lento con la yegua, duermen cucharita, se introducen la una a la otra y el mundo es mucho mas lindo que antes cuando se pierde. Porque se pierde todo y se vuelve místico y divino en la bruma.