Dueño de una obra tan prolífica como coherente, que se inició con la extraordinaria I pugni i tasca (1965) y tuvo, en los últimos años, su punto más alto con Vincere (2009), sobre los tiempos oscuros del Duce, Marco Bellocchio vuelve ahora en Dulces sueños sobre sus temas de siempre, que lo han convertido en uno de los grandes autores del cine italiano de las últimas décadas. A saber: el peso angustiante de la institución familiar, la carga represiva de la religión católica y la lectura en clave psicoanalítica de sus personajes. 

Menos bella y misteriosa que Sangre de mi sangre, su película inmediatamente anterior, Fai bei sogni es –como el propio Bellocchio ha admitido– un film por encargo, pero no por ello menos personal. Incluso sin conocer la novela autobiográfica del periodista Massimo Gramellini, que fue todo un éxito de ventas en su país, se diría que el director italiano se la ha apropiado, a tal punto que parece un film enteramente suyo, como cualquiera de su obra, siempre intransigente y cuestionadora. Es verdad, hay que reconocerlo: Dulces sueños comienza de manera casi convencional para Bellocchio, hasta que paulatinamente va complejizando a su protagonista y le encuentra aristas y matices que parecían impensados.

Después de la muerte de su padre, Massimo (Valerio Mastandrea) vuelve al viejo departamento familiar para desalojarlo, pero inmediatamente termina poblándolo de recuerdos y fantasmas. En particular de su madre, que murió misteriosamente a fines de los ‘60, cuando él apenas tenía 9 años y ella sólo 38. Se diría que toda su vida, tanto de niño como de adulto, Massimo vivió en la mentira. La de su madre, que le hizo creer que con ella podía llegar a ser feliz, como fugazmente lo fue. La de su autoritario padre padrone, que siempre se resistió a admitir la causa de la muerte de esa mujer a la que dice haber amado y a quien quizás terminó odiando. La de la Iglesia Católica, que desde un comienzo le veló el acceso a la verdad. Y también la suya propia, que nunca quiso ver lo que tenía delante de sus ojos.

Si a Augusto, el joven protagonista de I pugni i tasca, le costaba dejar atrás a su madre viva, cuánto más le cuesta a Massimo desprenderse de la suya muerta, incluso siendo adulto. La sutileza de Bellocchio radica en el hecho de que no se conforma con una interpretación edípica, que por otra parte no falta. Hay en ese antihéroe, propenso a la depresión, el miedo y la soledad, una secreta rebelión. No se trata de que Massimo no acepte la muerte de su madre, aún siendo niño. En todo caso, instintivamente, se niega a elaborar el duelo impuesto por la institución –familiar, religiosa– sobre la base de ocultamientos y negaciones. No parece casual que entre tantas citas a la cultura popular italiana que propone Dulces sueños –de Rafaella Carrà a Domenico Modugno– Bellocchio haga un guiño a su propia obra y aluda a su recordada Salto al vacío (1980), con la que este nuevo film tiene bastante en común, empezando por el enfermizo círculo familiar.

En su totalidad, Fai bei sogni es de una gran firmeza: Bellocchio maneja con su maestría habitual elipsis y transiciones temporales, que le permiten ir del pasado al presente, ida y vuelta, incluidas paradas intermedias, con una fluidez cuyo secreto sólo parecen conocer los cineastas de su generación. Si las escenas del protagonista con su padre resultan menos logradas, es porque las que Massimo protagoniza con las mujeres de su vida –una colección de figuras maternas– tienen una intensidad poco común. Bastan como ejemplo dos, que son también hallazgos de casting. La de Massimo preadolescente, en la casa de un amigo, donde inevitablemente resulta seducido por esa madre fuera de norma que compone extraordinariamente Emmanuelle Devos. Y la de Massimo adulto, cuando finalmente se permite romper su coraza y soltarse en un baile desenfrenado con Bérénice Bejo, en un papel secundario que quizás sea su mejor trabajo como actriz hasta la fecha.