Uno de cada tres ciudadanos de nuestro país vive en el conurbano, aunque la recaudación no se distribuya con esa lógica. ¿Qué entendemos por “conurbano”? Quien va por la Panamericana, mano a capital, todavía en el distrito de San Isidro, se topa con un cartel que publicita “Conurbano: tierra de oportunidades” y el rostro de un varón. No es el presentador de un bingo casino perdido en el lejano oeste cinematográfico de una película norteamericana, aunque la estética lo sugiera. Si alcanzamos a divisar el logo del canal (de cable) adivinamos que es el conductor de un programa; y si estamos más al tanto del ámbito político reconocemos al intendente del partido de Tres de Febrero, Diego Valenzuela. Como todo concepto, el “conurbano” es también un campo de batalla. A una concepción elitista de derecha se le opuso otra popular esencialista que buscaba preservar; pero hay otro conurbano donde el desarrollo y la creatividad política hacen la diferencia.

La primera y ya instalada forma de pensarlo es la que lo asume como lastre, propia de los clásicos sectores conservadores. Una bolsa de arena-contrapeso que demora y ralenta el ascenso de un globo aerostático hacia el progreso blanco de una sociedad occidentaloide. No somos lo que podríamos porque tenemos esta amarra a los pies, este cuello de botella, gritan por ahí. Mientras en el conurbano se festejan obras de cloacas, acá en el centro del progreso hacemos bicisendas, continúa el balbuceo. Esta vieja idea decimonónica, que correspondió más a condiciones históricas y epistemológicas precisas que a datos reales, lejos de desaparecer se instaló y expandió hasta hoy.

La imagen del conurbano que se construye a través de los discursos hegemónicos no sale del piedra, papel o tijera bonaerense: drogas, inseguridad y pobreza. Voy a citar mal a la socióloga argelina María José Mondzain cuando dice que la violencia de una imagen no está dada por su contenido sino por lo que le hace al pensamiento. La reducción de 1 de cada 3 argentinos sólo a una imagen es funcional a una reacción con idéntica y opuesta intencionalidad. Y cuando una forma de vida se ve atacada, apela a la resistencia por instinto.

Si veníamos del es ingobernable y son la barbarie misma, pasamos al es una barbarie gobernable y los barones son finos y necesarios instrumentos de caudillismo municipal. Según esta otra forma de concebirlo, hay un conocimiento que escapa tanto a conservadores como a progresistas: ellos manejan el territorio, hay un saber que vos no sabés, tus libros acá se queman, y así las frases hechas. Ninguna verdad es absoluta, pero la intencionalidad que subyace en esta concepción positiva no es otra que la estática, no mover es la tarea, vigilar y conservar.

Voy a citar mal al antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro cuando dice todo orgullo confiesa una vergüenza y toda vergüenza reclama su pago. La postura esencialista que reivindica “lo conurbano” en términos identitarios en oposición a “lo porteño” arrastra el peligro de su propia impotencia: pedimos el reconocimiento, incluso con humor y autoparodia –Peter Capusotto mediante- y habilitamos a través de una estética/política costumbrista su cristalización. Un barco tallado en madera adentro de una botella, expuesto en un lugar seguro para que no se rompa.

Más allá de que, en términos generales, estas dos formas de pensar el conurbano sean opuestas en la superficie política, funcionan con un régimen de saber que asume cierta esencialidad: “esto no es” vs. “esto es”. Sin contradicción real, lo que queda es un juego de afirmaciones: en el conurbano están los votos de los pobres, el atraso, eso que no debería estar pero está; en el conurbano está lo que somos, nuestra esencia, el barro y para modelarlo hacen falta ciertas manos y mañas. Pero además de esas afirmaciones, y contradiciendo cualquier inercia, hay otra forma de pensarlo. La creatividad política no tiene por qué salir de Buenos Aires. De hecho, es increíble que después de 15 años de votar sistemáticamente a la derecha se intente sostener aún la idea de “la ciudad progresista”. En contraposición, en ese supuesto “badén de lucecitas orilleras” brilla la base política del proyecto más emancipador con vocación real de poder en nuestro país desde el primer peronismo.

El cartel del nuevo Larry King de Tres de Febrero, no su programa, es un índice del agotamiento del paradigma que la propia derecha supo forjar. El programa en sí (que se compone de dos entrevistas hechas por el intendente: la primera con un famoso y la segunda con alguien “de a pie”) mantiene, aunque lo intente superar, la primera concepción de la que hablábamos. Existen oportunidades, parece decir, y acá te las mostramos. Todas las historias de vida que se cuentan son exitosas e individuales. La superación, siempre meritocrática, puede ser económica (pequeños emprendedores que devinieron empresarios) o artística (de Morón al Colón). Pionerismo y tradición familiar, negando así, por ejemplo, que el capital cultural también es capital y se hereda.

Contra todo mantra cínico de politólogo cansado, en tanto que innegable núcleo duro de votos cristinistas, el conurbano no sólo expresa las limitaciones de nuestra sociedad sino que hoy atesora las posibilidades de superarlas. Voy a citar mal a Boris Groys cuando dice que sólo lo que es intrínsecamente contradictorio puede ser considerado vivo y viable. Nada de lo que propone Valenzuela con su programa modifica o contradice el universo de sentidos del primer paradigma conservador; del cual, además, es parte constitutiva y promotor. Del ser o no ser al ser o estar. Ahí, en ese mismo territorio físico y simbólico en disputa hoy están 15 universidades nacionales produciendo conocimiento situado; el municipio de Hurlingham -bajo la gestión de Damián Selci- acaba de reconocer con un pago extra las tareas de cuidado a todas las trabajadoras municipales, medida que no tiene precedente; y la provincia está gobernada por un dirigente que también contradice la inercia del segundo paradigma. El conurbano es el lugar más progresista de la Argentina porque ahí están los votos de la figura más progresista, Cristina. Una hipótesis: no es el cuello, es la botella lo que habría que liberar.

* Gabriel Cortiñas es poeta y docente (UNA).