En 1984 --novela de George Orwel de 1949-- el Poder decreta la utilización de lo que denomina "neolengua", una adaptación del idioma inglés en la que se reduce y se transforma el léxico con fines represivos, basándose en el principio de que lo que no forma parte de la lengua, no puede ser pensado.

El objetivo de crear tal lengua es sustituir a la "viejalengua" (Oldspeak), para así dominar el pensamiento de los sujetos y hacer inviables otras formas del mismo contrarias a los principios del régimen, lo que de producirse es denominado como "crimental”, crimen del pensamiento. Por ejemplo, para evitar que la población desee o piense en la libertad, se eliminan los significados no deseados de la palabra, de forma que el propio concepto de libertad política o intelectual deje de existir en las mentes de los hablantes.

El control sobre los sujetos tiene en 1984 una verdadera piedra de toque en lo que se permite decir/pensar y lo que no. Lo que va de la mano del Ministerio de la Historia, que (re)escribe a gusto del poder de Gran Hermano los episodios del pasado, para reescribir el presente, borrando así a ciertos sujetos y borrando o alterando episodios históricos. La novela de Orwell fue creada en referencia al totalitarismo stalinista, aunque tanto Erich Fromm como Cornelius Castoriadis llamaron la atención respecto de que no debía considerarse como algo exclusivamente de la URSS. Castoriadis habló de la destrucción del lenguaje que había tenido lugar allí. Se trataba en el totalitarismo soviético de la sustracción o designificación de palabras con la idea de crear una subjetividad que se guiara más por reflejos que por reflexión. Con los sujetos hablando con las contraseñas impuestas por el Partido-Estado, llevando a la ruina del lenguaje y finalmente a su insignificancia.

A su vez, los españoles, cuando colonizaron a los pueblos originarios, lograron su cometido cuando impusieron su lengua y prohibieron la de los habitantes dueños de estas tierras. La desubjetivación a la que llevó este acto (de la mano de las armas de fuego, la cruz y las pestes que trajeron), destruyó culturas y pueblos enteros. Los colonizadores fueron muy eficaces.

Es un acto totalitario tanto la imposición de una lengua como la prohibición de otra. A un régimen totalitario se le hace intolerable que los sujetos sean actores activos de la lengua. Como sabemos, las palabras, hasta el sentido y la entonación de las mismas, su fonetización, son algo vivo. Basta comparar el habla de películas argentinas de décadas anteriores y compararlas con una de la actualidad para ver la vida que anida en los hablantes y la creación de significantes y sentidos de modo permanente.

Ciertamente, no es necesario un estado totalitario para que lo descrito en relación al lenguaje en 1984 tenga lugar. Lo sucedido respecto de la prohibición de la utilización del lenguaje inclusivo en las escuelas de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires es un claro ejemplo de ello.

Lenguaje y ley simbólica

El lenguaje formatea al psiquismo en todas sus instancias, y permite tanto la comunicación entre los sujetos como la poesía, el pensamiento, las formulaciones científicas, etc. Y tiene una función fundamental: la ley que regula la vida social se transmite mediante el mismo, viaja en él y, al mismo tiempo debe responder a la lógica impuesta por dicha ley. La misma está encargada de regular los intercambios de los sujetos dentro del magma simbólico imperante y designar para estos un lugar en el mismo, debiendo tolerar, para que la sociedad pueda seguir existiendo, las diversas maneras de habitarlo. El totalitarismo intenta gobernar mediante la apropiación (o el intento de hacerlo) de la ley que regula nuestros intercambios simbólicos, colonizando así el psiquismo de los sujetos. Si bien éste siempre es colonizado por el Otro, de la distancia con su discurso depende si está alienado al mismo o si tiene una relación que permite que sepa que ese discurso es, precisamente, del Otro, y que todo dependerá de la distancia que pueda poner con el mismo.

Es sabido de todas maneras que el querer imponer una única forma para todos los sujetos es algo imposible, ya que en ellos y en cada colectivo habita la posibilidad de imaginar otros mundos, a nivel del arte, de la política, la filosofía, etc., lo que explica el fracaso de todos los totalitarismos. Pero dicho fracaso es precedido, no logra evitar, la violencia secundaria ejercida sobre el Yo de los sujetos dañando la subjetividad de los mismos. Como sostuve previamente, no es necesario un estado totalitario para que sucedan hechos de naturaleza totalitaria.

De la ley a Mi ley

Vivimos una época de crisis de la ley que regula la vida en sociedad, lo que ha redundado en la fragmentación de los lazos entre los sujetos, una constante privatización de la vida, conformismo generalizado en buena parte de la población, de la mano de la marcha sin tope de una forma de vida que es responsable de una depredación generalizada, y que es altamente responsable de la desestructuración de la vida colectiva y de la ley que la regula. Todo lo cual lo que genera en muchos jóvenes es un verdadero no future. Contando además con que entre nosotros el 50 por ciento de ellos son pobres y hay un enorme número de la población viviendo bajo el nivel de pobreza. El hastío y rechazo hacia la forma política imperante --por otra parte un fenómeno mundial-- debido a su fracaso en minimizar los daños de una forma de vida inequitativa y también en generar mínimas expectativas positivas para la inmensa mayoría de la población, determina en buena medida que si alguien dice que va a deponer el orden imperante y va a imponer su propia ley (el delirio ultraderechista que como fantasma recorre el mundo), resulte una propuesta muy atractiva tanto para las clases más postergadas, como para los jóvenes que afrontan un porvenir imposible de ser imaginado, y por lo tanto de elaborar su propio proyecto identificatorio. Entre nosotros, la promesa de alguien como Milei, quien ha sabido leer las demandas de los postergados y de quienes demandan seguridad, orden, control, su promesa es la de que cada sujeto podrá darse su propia ley: el significante Milei contiene en su interior dicha promesa. Lo hace enunciando la promesa de libertad de vender órganos, portar armas libremente, utilizar dólares sin restricciones, terminar con “la casta” política, entre otras cuestiones. Se debiera evitar el fácil reflejo de descalificarlo o minimizarlo, entre otras cosas porque no se trata tanto del sujeto Milei sino de aquello que lo ha llevado a ocupar dicho lugar de enunciación de un discurso del que bien puede ser un portavoz circunstancial.

Se me dirá que hay quienes dan respuesta e intentan elaborar un futuro colectivo diferenciado del actual (asambleas socioambientales, partidos de izquierda, movimientos autoconvocados, artísticos, la lucha de las mujeres y de las minorías sexuales,etc.). Pero no podemos ignorar (sería tapar el sol con la mano) que campea el fantasma del ultraderechismo, que corre el riesgo de corporizarse. Por si fuera poco, a este panorama debe agregarse el efecto de la pandemia, que ha provocado (y provoca) un incremento de sentimientos y pensamientos depresivos, de anomia y desesperanza. Con el riesgo latente de hacerlos virar en odio, encontrando fácilmente culpables del estado de cosas, que nunca son los verdaderos responsables sino víctimas: inmigrantes, “planeros”, colectivo LGTBI, etc. De dicho odio se alimenta y crece la ultraderecha. Al mismo tiempo que lo exacerba.

Por todo lo dicho, es absolutamente necesaria la reacción colectiva para impedir toda imposición o prohibición respecto del lenguaje. Que puede ser el huevo de la serpiente en una sociedad que observa con pasividad (en el mejor de los casos) la (ultra)derechización de las propuestas políticas. No hay que perder de vista que se comienza cediendo en las palabras y se termina cediendo en los hechos (Freud).

Yago Franco es psicoanalista. Autor de Transfiguraciones. Psicoanálisis de la Pandemia. Psicoanálisis en la Pandemia. Magma Ed.