En 2008, Andrés Neuman publicó un cuento en una olvidada revista literaria argentina. El texto breve se llamaba “El fusilado”. Y en el primer párrafo decía: “Cuando Moyano, con las manos atadas y la nariz fría, escuchó el grito Preparen, recordó de repente que su abuelo español le había contado que en su país solían decir Carguen. Y, mientras recordó a su difunto abuelo, le pareció irreal que las pesadillas se cumplieran”. El Moyano que protagoniza la escena es el escritor argentino Daniel Moyano. El mismo que tuvo que exiliarse después de ser detenido en marzo de 1976; el mismo que desde Madrid empezó a ver cómo su obra se iba hundiendo en el agujero del olvido; el mismo que de su identidad latinoamericana y errante hizo una ética. Ese Moyano, admirado por los escritores del boom, con una obra inhallable en Argentina, cuarenta años después del quiebre interior que le provocó el exilio, volvía a su país, a otro país, en la forma viva de un personaje de ficción.

Ese movimiento no fue el primer paso en el proceso de repatriación de su obra. En 2005, la editorial Gárgola publicó Dónde estás con tus ojos celestes, su última novela inconclusa; y ese mismo año, con un título sugerente, Interzona publicó El rescate y otros cuentos. Hasta el momento, la última estocada había sido en  2012, por medio de la maravillosa colección “Los recobrados”, seleccionada por Abelardo Castillo, donde salió una antología titulada Desde los parques y otros cuentos. La reciente aparición de Mi música es para este gente, que recopila sus cuentos completos, incluidos varios inéditos, vuelve a desplegar sobre los pies de Daniel Moyano la alfombra roja y zigzagueante de la consagración; esa que los mejores cuentistas argentinos transitan en loop, cada vez que enganchan a nuevos lectores. 

Sin documentos

“Daniel estaba anotado en el cielo”, cuenta Moyano que decía su madre protestante, para justificar su falta de documentos. Hasta los diecisiete años Daniel Moyano estuvo flojo de papeles. Cuando tuvo que anotarse en el Registro Civil, para enrolarse en el servicio militar obligatorio, debió recurrir a dos testigos falsos para que certifiquen su nacimiento: un violinista gallego y un caranchito de tribunales. Ambos anónimos fueron quienes pusieron la firma para atestiguar que Moyano había nacido en Córdoba, el 6 de octubre de 1929. Sin embargo, su verdadero nacimiento sucedió en Buenos Aires, el 6 de octubre de 1930, con el ruido de los sables del general José Félix Uriburu de música de fondo, como le gustaba señalar. Entre esos dos registros narrativos, entre la verdad ficcional y la verdad real, se fue fogueando su primera identidad. La primera, que antecedió a muchas de sus resurrecciones. 

El padre de Moyano era radical y decía tener sangre india, mezclada en las venas con las de antepasados españoles. Cuando asumió Uriburu, tuvo que dejar su puesto en el Ministerio de Obras Públicas y ponerse a buscar trabajo. Siguiendo la estela familiar retornó a La Falda, Córdoba, y se instaló como casero de unos pastores ingleses. En una bellísima charla que tuvo con Andrew Graham-Yool (que se reprodujo en parte en este mismo suplemento), Moyano recuerda de esos días la mesa familiar alrededor del culto evangélico y el sonido ventoso del armonio que tocaba Emilia, una de las dueñas de la casa.

La imagen pastoril que describe, distorsionada por la nostalgia, perdió sus formas reales con la muerte de su madre, cuando Moyano tenía siete años. Como efecto colateral, su desaparición generó la huida de su padre y el derrumbe y destierro de la familia nuclear: su hermana Belén fue a parar a un colegio de monjas en Alta Gracia y él se quedó en La Falda. Moyano la extrañaba como a la falta de sangre. “Cuando pude me escapé, porque quería estar cerca de mi hermana”, decía.

En Alta Gracia, cuando visitaba el colegio de su hermana, conoció a Ernesto Guevara. En los recreos jugaban a la mancha y a la hora de la siesta, en esa franja donde los pueblos parecen escenografías vacías, Moyano y Guevara vagueaban junto a otros chicos pensando qué hacer. Una tarde, recuerda, se subieron a un árbol alto para sacar duraznos del interior de una casa. “Estábamos robando –decía Moyano– y se asomó un viejo, que dijo: Lleváos los duraznos pero no me rompáis el árbol”. Ese viejo era Manuel de Falla, que vivía en Los Espinillos, en Alta Gracia; el compositor español que escribió varias de las obras musicales que tocaría Moyano, una vez terminada su infancia, con el violín con el que se ganaba la vida. 

El incendio permanente

Luego del estallido familiar, Moyano continuó en Córdoba, saltando de casa en casa, viviendo con esa “colección de tíos” que le dieron forma, cuerpo y voz a varios de los personajes de sus cuentos, como lo fue el protagonista involuntario de “Mi tío sonreía en Navidad”. La última parada de su infancia fue en lo de su abuelo materno; “la casa más intelectual de las casas donde viví”, decía, en donde descubrió la literatura gauchesca, al Quijote y La Divina Comedia en la lengua madre de su abuelo italiano.

Como bien señala Marcelo Casarin, en el prólogo de Mi música es para este gente, en los primeros tres libros de cuentos de Moyano –Artistas de variedades (1960), La lombriz (1964) y El fuego interrumpido (1967)- es recurrente “la mirada de un niño desvalido en un mundo amenazante”. Los cuentos de esta primera etapa, están marcados por una vena en común: la pobreza material de los personajes y la zanahoria de la movilidad social ascendente que los hace accionar, sea como mito o como realidad. Los niños y jóvenes que desfilan en estas páginas no tienen una idea, un trabajo, un hogar del que pueden sentirse parte. La única certeza que manejan es su destino vagabundo. Inmersos en una situación de vacío, tanto espiritual como económico, buscan la salvación en una vocación artística como ocurre en “Artista de variedades”, en una mujer de otra clase social como en “Una partida de tenis”, o en la conversión a trabajadores asalariados en el kafkiano relato “La fábrica”. En todos estos cuentos el lugar de llegada    –amor, arte, trabajo, maternidad, etcétera– es un medio para pasar a otro lado. Y, bien lo sabía Moyano, quien deambuló por casas ajenas, juzgados y reformatorios: las puertas que se abren pueden llevarte a la misma habitación de la que pensabas escapar, tal como sucede en el sugestivo “La puerta”.

Pese al hilo materialista de su literatura, a Moyano no le interesaba la escritura testimonial ni retratar su época; añoraba correrse de esas formas, como lo intentó en ¿Dónde estás con tus ojos celestes? que empezó a escribir en la década del ’70. Sin embargo no podía: el suelo real que pisaba, las historias de marginación y orfandad que había presenciado, de faltas y ausencias, se filtraban en su prosa. En una de sus últimas entrevistas, en referencia a la experiencia vital que había atravesado y aparecía en su literatura, Moyano decía: “No puedo hablar ni escribir sobre Abelardo y Eloísa mientras está ardiendo mi casa. Tengo que apagar el incendio antes. Yo no he conocido la estabilidad, yo nací en un incendio permanente”.

Y sobre esa llama, distinguiendo los matices de colores que agita el viento, soportando el calor que quema la piel y, en particular, cargando con aquello que el fuego convirtió en cenizas, Moyano construyó una obra singular. Una obra que utiliza las posibilidades del lenguaje; que busca la palabra exacta, como si fuese un zoom que le permitiera acceder a las variaciones que hay dentro de cada hombre. Un obra que, en palabras de Augusto Roa Bastos en el prólogo a La lombriz, inauguró “un realismo profundo a fuerza de ser objetivo, a fuerza de querer ser un sondeo de todo lo real, de sus estratos más ricos e inéditos”.

Pepe Lamarca

La tierra elegida

En 1959 Moyano se instala en La Rioja, el lugar de origen de su familia paterna. La casa que habita junto a su mujer, Irma Capellino, y sus hijos, la transforma con sus propias manos. Moyano, además de ser músico, escritor y periodista, sabía realizar trabajos de plomería y albañilería. Su suegro, en las reuniones con otros intelectuales y músicos de la provincia, solía decir “Mi yerno es un escritor como ustedes pero no es inútil como ustedes. Mi yerno es un escritor que sabe estucar un piso y poner un ladrillo”.

En La Rioja, su tierra elegida, Moyano encontró la estabilidad que nunca había conocido. En una misma vida que duró diecisiete años, hizo convivir al profesor del Conservatorio Provincial de Música, al músico que tocaba la viola en la Orquesta de Cámara del Conservatorio, al fundador del diario riojano El independiente, al corresponsal de diarios nacionales, al padre de tres hijos y, sobre todo, al autor de siete libros de cuentos y tres novelas; entre las que brilla El oscuro (1968), con la cual ganó el Premio Primera Plana y fue tocado por la vara del jurado, sostenida por Leopoldo Marechal, Augusto Roa Bastos y Gabriel García Márquez.

Moyano encontró en La Rioja la síntesis latinoamericana, el modo de vivenciar el continente, de entenderlo, de sentirlo propio más allá de las aproximaciones teóricas. La Rioja, en sus palabras, “no es un lugar como algunos otros. No es una superficie tersa transitada de puntillas por personajes que se representan a sí mismos. Yo la veo desnuda, toda huesos y vísceras, invitándome a penetrarla, a sufrirla, lo que significa decir, vivir la vida de sus gentes”.

Y esas vidas que le interesan a Moyano, que penetra con su prosa, que descubre su complejidad cuanto más profundo se adentra, son en la superficie vidas sencillas, simples, desterradas; como la suya, o como la de Ramírez en el cuento “Nochebuena”, que celebra las fiestas tomando sidra caliente en una pensión; o como la familia que es aislada de la vida social de la ciudad por criar un cocodrilo, en la fábula “El estuche de cocodrilo”. O, también, los modos de vida que se sostienen en la precariedad absoluta, como ocurre en “Para que no entre la muerte”, uno de sus mejores cuentos, donde un abuelo y su nieto construyen un hogar con los residuos de vidas que les acerca el río.

En La Rioja, con su tierra, con su gente, Moyano se arrimó lo más que pudo a cierta idea de felicidad, de pertenencia. Y quizás por ello, pese a haber nacido en Buenos Aires y a ser criado en Córdoba, se lo recuerda como el mejor escritor riojano. Al fin y al cabo, la procedencia como lugar mítico, al parecer, no es donde nacimos ni donde más tiempo estuvimos, sino aquel lugar en donde hemos sido felices.

Anclao en Madrid

El día que lo detuvieron, Moyano, de algún modo, lo estaba esperando. El 24 de marzo de 1976 había estado en Córdoba, donde fue a anotarse para estudiar filosofía. Cuando regresó a su casa, encontró la ciudad sitiada por militares. Por distintos frentes, esa noche le llegaron noticias de detenciones arbitrarias a colegas, profesores y a “casi toda la intelectualidad de La Rioja”. Como si fuese una parodia trágica de “El corazón delator”, mientras dormía Moyano escuchó el taconear de las botas que se acercaban. De todos modos no lo figuró como una posibilidad real hasta que, al día siguiente, vio estacionar frente a su casa un falcon desconocido. Moyano, que estaba en pijama, estudiando para el ingreso universitario, abrió la puerta para que no la tiraran a patadas frente a la mirada de sus hijos. Tres hombres, apuntándolo con fusiles, lo acompañaron a la habitación para que se cambie la ropa. Y, sin dejar que agarre el documento, se lo llevaron en silencio a un cuartel cercano a su casa.

Estuvo doce días encerrado sin ver la luz del sol, salvo por el recorte de una ventanita por donde podía calcular la hora según el movimiento de la sombra. Tampoco fue interrogado ni recibió una mínima explicación por la cual estaba preso. Al igual que el escritor Antonio Di Benedetto, sospechaba que lo habían detenido por su actividad periodística. Sin embargo, su literatura no les era ajena a los militares que lo tenían cautivo. Sus libros habían desaparecido de las librerías riojanas y fueron quemados en el cuartel. Incluso, un tiempo antes del Golpe, en 1974, el año de la publicación de El trino del diablo, ya había recibido amenazas por la triple A. Y ese mismo año, a una locutora de una emisora local, que leía por las noche un capítulo de esa novela extraña, le avisaron que de seguir haciéndolo iban a prender fuego la radio con todo lo que encontraran adentro.  

“Cuando me soltaron, y después de mucho insistir, pude enterarme que la razón era mi ideología. Y ahí me puse a pensar cuál era, y me di cuenta de que mi única ideología era el idioma. Entonces decidí que lo mejor para nosotros era irnos”, le dijo Moyano a Cristina Mucci en una entrevista realizada en la agonía de la dictadura. Apenas es liberado Moyano se va con su familia a España: en barco hasta Barcelona y luego por tierra hacia Madrid en donde anclan definitivamente. Ese es el comienzo de su exilio, del punto de no retorno, el viaje de ida que no incluía posibilidad de regreso real.

Los primeros siete años que estuvo en España, su ideología, el idioma, continuó sufriendo las consecuencias laterales de la represión y la censura. Todo lo que Moyano intentaba escribir terminaba en nada o, peor, en imágenes catárticas, pesadillescas, sobre sus días de encierro. A pesar de las mezclas de antepasados que lo modelaron y del andar trashumante de su historia familiar, Moyano no se hallaba con el lenguaje ni con la ciudad: tenía la sensación de estar habitando un lugar ficticio, irreal, que pronto dejaría de existir. Durante ese tiempo, para sobrevivir, hizo trabajos de plomería y albañilería. Moyano se había alejado del ambiente literario y periodístico de su país, y tampoco había podido encajar en el de la tierra que lo alojaba. En sus palabras, “yo tuve la mala suerte, la desgracia, de no haber tenido suficiente paciencia o visión como para dedicarme a algún tipo de tarea que estuviera más en consonancia con lo que soy. En estos años me han ido despersonalizando poco a poco, lentamente”.

El camino de vuelta al lenguaje, al castellano bipolar entre el de su país natal y el del lugar que residía, Moyano lo encuentra en la niñez y de la mano de una tía. El cuento se llama “Tía Lali”, y está cargado de referencias a su pasado, a la siesta en las sierras cordobesas, al juego de niños sin adultos vigilanteando, a la soledad y la muerte. Sin embargo, los cuentos más emblemáticos que Moyano escribe en este periodo –a la par de las novelas El vuelo del tigre (1981), Libro de navíos y borrascas (1983) y Tres golpes de timbal (1989)– aparecieron bajo el nombre “Modulaciones”, en un libro que incluía la reedición de El trino del diablo.

Así como en su primera etapa Moyano escribió sobre la marginación y el desarraigo que lo tocaba, en los cuentos y novelas escritos durante los años ochenta gira en torno a la desolación del exilio y al proceso político que lo expulsó. Se puede ver en el maravilloso cuento “Desde los parques”, en donde el narrador construye un vínculo con su carcelero, a la vez que en su figura repasa las diferentes masculinidades que lo marcaron, sea por presencia –el tío que lo lleva a matar a una perra– o por ausencia –el padre, su primer desaparecido–. La narración, por momentos onírica, está construida a partir de la yuxtaposición de historias, voces y fraseos musicales que desarrollan sobre el lector las cualidades del hipnotismo. Algo similar sucede con “El halcón verde y la flauta maravillosa”, cuento con el cual gana el Premio Rulfo en 1985 y vuelve a ubicarse en el mapa editorial europeo con una historia sobre la Latinoamérica tomada. El relato trata sobre una bandita de músicos que le escapan a las luces asesinas de los falcon verdes que, al igual que en la vida del propio Moyano, seguían alumbrando con su oscuridad desde otro tiempo, desde el otro lado del océano.

“Las cosas reales, en cambio, tienden a desaparecer. Por más que le dé vueltas al asunto, de todo aquello sólo subsisten papeles y sonidos. A lo demás es como si se lo estuviese llevando el viento”, dice el narrador de “Golondrinas”, otro de los cuentos que escribió Moyano a fines de la década del ’80, poco antes de morir en 1992.

No es difícil imaginarse a Moyano escribiendo el cuento en su departamento –o “piso”– de la Ronda de Segovia, en Madrid. Ver su figura maciza asomarse a la ventana, para mirar y reconocer a una ciudad que, en parte, con los años supo aprehender. Pensando, mientras hace una pausa, en su madre nacida en Brasil, en su padre mitad indio enterrado en un cementerio de Córdoba, en las casas de tíos y tías que anduvo, en la biblioteca de su abuelo materno. Y, sobre todo, en los días riojanos llenos de amigos, música, literatura y una familia propia; en esa vida y territorio arrebatados por los sacudones de la historia, que, al igual que en el cuento “Golondrinas”, sólo siguen existiendo en sus formas abstractas, sensibles, difusas; es decir, en un re bemol, en un pesadilla circular o en la palabra escrita que vuelve a encenderse cada vez que se encuentra con un nuevo lector.

Mi música es para esta gente: Cuentos completos Daniel Moyano Caballo Negro 638 páginas