“Mamá, ¿se va a morir el tío Fabián?”, pregunta el sobrino. La respuesta de mamá se impone a una onomatopeya gigante, una que muestra violentamente que el tío Fabián está vomitando los “whiscachos” que se jactó una viñeta atrás de poder tomar. “Espero que no acá”, dice Mamá. La tira corresponde a la publicación del lunes 8 de mayo de 2017 de Historietas reales y Yo conmigo, el blog de Fabián Zalazar, sitios donde todos los lunes desde el 6 de febrero de 2006 (donde ya se duplicaba en dos Fabián para hablar consigo mismo sobre zapatillas negras, “así no se nota tanto la mugre”) el autor ha construido una obra así de visceral. En todos esos años, Zalazar paso por diferentes rincones (hizo Rolando de Tierra Gris, No es serio y Glub) pero el Hulk a su Banner es precisamente ese juego de espejos. Su Doctor Fabián (aunque en la vida real es cartelista profesional) y Mr. Zalazar se ha jactado amablemente de ser un feliz sincericido. Uno que más allá de casi siempre publicarse en entregas que responden al formato de la tira o de la página ha sufrido, claro, las mutaciones que una década de guerra contra uno mismo requieren.

En ese período, Zalazar convirtió el arte de sus diálogos, una especie Pepe Grillo birrero con instintos de Fontanarrosa y sin filtro, en una forma distinta de la historieta argentina, en otra de las bendiciones con furia de esquirla que generó el sitio Historietas reales, web que a diario y desde aquel 2006 proponía historietas autobiográficas en Internet. La prueba de la distancia de Zalazar para con sus pares quizás queda más clara, más pura que nunca, en su nuevo libro, Los desamparados. 

El comienzo del libro publicado por Maten Al Mensajero (que compila la historieta publicada originalmente en entregas semanales) posee una leyenda que sorprende: “Los hechos aquí relatados se ajustan, en una sorprendente mayoría, a la realidad”. La sorpresa llega porque en esas páginas, Zalazar y su ya icónica forma de dibujarse comienza narrando un fulbito, un partido amateur y lleno de panzas en un club de barrio entre amigos más fascinados con los insultos de pacotilla y aquello que los espera o en el freezer o en la parrilla. Pero esa rutina, sin perder idiosincrasia, ni el ping-pong de sus pasos de bromedia, muta en un thriller cervecero, que mezcla encierro, montoneros, fantasmas y, por supuesto, agresiones verbales. Para hacerlo simple: Los desamparados es una historieta que nadie salvo Zalazar podría contar en el marco de la historieta argentina actual. Ante la sorpresa de aquella leyenda, Zalazar responde: “Son bastante ciertos esos hechos, casi todos. Los más patéticos son los más ciertos. Si tuviera que hablar de un porcentaje sería casi un ochenta por ciento Es al día de hoy que mis amigos siguen insistiendo con jugar, pero no duran un partido.”

Los desamparados nace, primero, porque “estaba en ese club y pasó lo que pasó. Se cortó la luz. Pensaba esto es horrible pero est{a bueno. Y, otra vuelta, el tipo se fue a dormir y nos dejó encerrados, y tuvimos que patear todo para que nos venga a abrir. ¿Qué pasaba si el tipo no bajaba más? Empecé a jugar con la historieta como si jugara al fútbol, y la empecé a patear y a patear, y solita empezó a ir a lugares distintos.” Pero también existe por otra razón que el autor deja en claro: “La historieta era mostrarme a mí mismo como dibujante, ver donde estaba parado”.

Como queda en claro en cada situación (sea aquella que implica evitar explicarle sobre la existencia de un Abal Medina sobrino a un montonero con escopeta en mano que nada sabe del presente desde hace décadas, o la extorsión en pleno asado de spoilear Breaking Bad si no se hace lo que Zalazar quiere), Fabián captura algo de nuestra idiosincrasia. Pero ese algo antes que a la argentinidad-al-palo responde más a un relato salvaje (con más dientes de comedia), a una forma de destilar respuestas, rutinas y usos para presentarlos como comedia plena de sí misma. Zalazar sostiene que eso nace de la observación: “Me queda grabada la forma en la que pasan las cosas. Las detesto. No tengo un método de traducción de la realidad. Por ahí no quiero hacerlo y me sale igual. Me sale por ese lado: irónico, jodón, hijo de puta. Como somos nosotros cuando nos juntamos con mis amigos.” Y se ríe de ese hijodeputismo que esa pandilla usa como camiseta: “Hay gente de ese grupo que ni siquiera la leyó. Está esperando que le regale el libro para leerla. Así de basura. Así de basura nos queremos. Si uno no tiene esa confianza, no hay amor.”

Esa primera persona, o esa disfrazada primera persona (ya que siempre Zalazar se presenta como personaje), aparece desde aquellos días donde niño Fabián adoraba la historieta franco-belga (sueña con publicar una historieta infantil, y habla de Astérix y Spirou) por una simple razón: “El papel por ahora es mi grito. Quizás cuando sea un viejo demente pueda andar con una escopeta a los gritos. Pero por ahora es más sano dibujarlo.” Aunque no lo reconozca, Zalazar habla desde una plenitud como autor que sin darle la espalda a la autobiografía y sus mañas sabe ser única: “No hay gesto. Es lo que me sale. Si uno se quiere ajustar a las modas, hoy tendría que estar con pinturitas y acuarelitas dibujando cosas medias infantiloides y poesías cursis o naif, decir todo ‘ay que lindo’. Ser pro-todo. No puedo.”

El mismo Zalazar bromea con su lugar en Historietas reales, grupo al que define como “un pilar de la historieta argentina (aunque puedo decirlo porque no fui yo, fuimos todos juntos)”. De aquel joven que soñaba publicar en Skorpio y que defiende su presente do como instante donde “se viene una tregua, voy a empezar algunas cosas con otras caras”, Zalazar confirma algo fácil de leer en sus páginas: “no quiero verso, quiero mostrarme como soy. Lo más interesante es mostrar la miseria. De ahí salió Yo conmigo. La historieta mira la realidad como la miro yo. A veces soy peor que la historieta.” ¿A veces es mejor que la historieta? “Pocas. Casi nunca, de hecho”.