Almudena nació en las afuera de Chivilcoy. Un pueblito rural de población dispersa llamado San Sebastián. Se crió rodeada de flora y fauna, pero siempre tuvo predilección por los animales. El entretenimiento de su infancia era la cacería de insectos. Ninguno le daba temor. Sus tesoros los exhibía sobre un panel de telgopor, con una aguja los atravesaba para quedar sujetos allí, apostados, embalsamados. Escarabajos, termitas, avispas, bichos de humedad, chinches verdes, grillos, abejorros, cigarras, mariposas. Le pertenecían. La hacían sentir animada y acompañada. Con algunos hablaba, era posesiva con sus criaturas. Al saltamontes lo llamaba Pypo. A su favorita, una libélula de alas doradas, la llamaba Iris, igual que la prima de Misiones que iba a visitarla en tiempos de receso escolar de invierno.

La niñez fue pura inocencia. Los padres la mantenían ajena a todos los problemas que vivían a fines de la década del setenta. Tiempos de mala cosecha, el cierre amenazante de la empresa cerealera, principal fuente de trabajo del pueblo, la incertidumbre del futuro cercano. La Compañía Ferrocarril Midland dio aviso que su último tren saldría una mañana de junio y ya no regresaría. Dejaría alejado a San Sebastián de pueblos cercanos y sin acceso a utilidades primarias. Aislado. La mayoría de las familias fueron protagonistas del éxodo, vivieron su retirada cabizbajos y en silencio como el acompañamiento de un funeral. Se llevaron lo indispensable, dejando atrás, un pueblo fantasmal.

Los años se convirtieron en década y Almudena vive junto a Gabriel, su pareja. Tienen una relación forzada, con altibajos, tensa. Buenos Aires es una ciudad a la que Almudena nunca se ha acostumbrado. La irrita. En momentos de angustia siempre añora a los padres Sixto y Rebecca, y la familia de insectos que adornaban la pared de la habitación. Siempre sonríe cuando los recuerda y sus ojos parecen desteñir humedad.

Una tarde, al regresar del trabajo, encuentra un telegrama de despido. Gabriel ya lo había notado. Almudena lo buscó por la casa pero no lo encontró. Seguramente se había ido al bar. Solía regresar alcoholizado, ebrio de excitación bajo los sopores del alcohol. La obligaba al sexo, maltrato y humillación. Con el telegrama en mano pensaba en el destino. No había tiempo para llanto. Tenía que ser fuerte para la situación. Telefoneó a Iris, su prima. Ella le pidió que se fuera para Misiones. No lo dudó. Dejó en la puerta de la heladera una nota para Gabriel que decía: No me busques, así es mejor.

Almudena es partícipe de un nuevo éxodo pero esta vez personal, la llegada al nuevo destino fue pura alegría. El reencuentro con Iris fue complicidad al instante. Ella le tenía reservada una pequeña habitación en el fondo de la casa que le resultó acogedora. Había un tucán tuerto embalsado que le llamó la atención, sonrió con una leve mueca al verlo. La felicidad fue plena, cuando a tres días de su llegada, le ofrecieron trabajo en una veterinaria.

Los días transcurrían tranquilos y sonreía con facilidad y felicidad. Volvió a sentir esperanzas. Poco a poco iba dándole vida al nuevo hogar. Compró en la veterinaria unos peces. Disfrutaba verlos nadar. Un pez tetra neón color azul, tres goldfish naranjas, un pez ángel color gris y un molly negro. Los disfrutaba tanto como a los insectos que atesoraba en la infancia. Al tucán lo llamó Pypo igual que al saltamontes que supo tener. El pájaro era el guardián de la pecera. Pasaron los meses. Almudena disfrutaba del trabajo, rodeada de animales, los peces, el tucán Pypo…

Conoció a Luis, un nuevo amor. Una noche lo invitó, por primera vez, a cenar a la casa. Entre besos escucharon un graznido. Se miraron extrañados. Los besos los llevaron a la cama y volvieron a escuchar un gorjeo lúgubre. ¿De donde provenía? Se miraron asustados. Pypo estaba quieto como desde hace años. Cierto destello del ojo izquierdo parecía tener vida y devolverles la mirada. Cenaron en silencio, extrañados por aquellos ruidos.

Después de más sexo fumaron desnudos en la cama. Almudena miraba los peces, los presentía inquietos, tensos, electrizados…

Al rato Luis se fue. Al volver a la habitación Almudena escuchó un nuevo graznido. Horrorizada, observaba que en la pecera solo quedaba un pez naranja que se movía desesperado, convulsionado. El tucán yacía en el suelo, mojado. Colgaba del pico el pez ángel. Almudena llevó las manos a su cabeza comenzó a gritar de ira. Le habían arrebatado el tesoro de los peces. Sacó el pez naranja que agonizaba en la pecera y comenzó a acunarlo sobre su mano. Observó al tucán dar un último ronroneo como si estuviera muriendo por segunda vez. Enloquecida empezó a morderlo. Lo masticó. Desesperada. Se atragantó. Se observó apagarse el ojo del pájaro en un destello irreal. Solo un pez vivo en la habitación y agonizando sobre el pecho de Almudena.