Hay libros a los que vuelvo una y otra vez. A veces por la necesidad de una relectura, confirmar si era así aquello que me había enganchado, ver si eso que el libro me transmitió antes sigue vivo, si sus ideas y escritura pueden proyectarse en cierta visión que la realidad me nubla o, por el contrario, y esto es de lo más frecuente, ahora, esas mismas páginas, pueden decirme otra cosa. Según Italo Calvino, un clásico es aquel texto que no se repite, que no nos dice en cada lectura lo mismo. Suele ocurrir también: la lectura de retorno implica una percepción más fuerte que las anteriores: sentirme en casa.

A propósito, se ha dicho que leer a John Berger es volver a casa. Complicado definir qué significa casa, una sensación de abrigo distinta para cada ser viviente, en especial en este tiempo donde la estadística de refugiados en todo el planeta espeluzna. Sin embargo, la sola palabra casa remitir, por lo general, a un lugar en que uno se siente protegido de la intemperie. Cuando me siento perdido, cuando siento que la injusticia viene ganando y la mentira parece imponerse como verdad consagrada, cuando el fatalismo me empieza a ganar, entonces necesito volver a John Berger, su indignación contra el poder y su júbilo en el rescate de una esencia humana allí donde pueda encontrársela se trate del análisis de Rembrandt o una intifada, vías de aclarar de dónde vengo, quién puedo ser y qué hago acá. Entonces Berger me devuelve un parpadeo en la memoria, imágenes de la desolación de los exilios, el viaje de mis abuelos inmigrantes, la amputación de un estilo campesino que debieron abandonar al someterse a la explotación de la vida urbana en un mundo nuevo. No habían salido nunca de sus casas, de los límites de una aldea, un campo y, para sobrevivir hambrunas y guerras, debieron adoptar usos y costumbres que les eran extraños pero les garantizaban comida y la posibilidad de un techo. A pesar de las exigencias de la ciudad, en el terreno que lograban sometiéndose a un ahorro duro, además de levantar una vivienda primero de chapa, luego de material, procuraron mantener una porción de tierra donde sembrar y cosechar, una huerta en la que frutos y aromas, evocaban el lugar perdido, ese al que soñaban regresar algún día contra la certeza de que el sueño no era más que eso, un sueño y levantarse al día siguiente temprano, madrugadores y puntuales en el yugo.

Hay una cita de Andrea Dworkin, la feminista estadounidense, una cita que él mismo recupera y lo autorretrata: “No tengo paciencia con los invulnerables, con aquellos que no han quedado tocados por alguna tempestad, aquellos que nunca se han derrumbado, que nunca se han hecho pedazos y se han vuelto a recomponer: grandes puntadas, desgarrones mal cosidos, nada muy lindo. Es entonces cuando algo sale y reluce. Pero a los lustrosos, a los que se las dan de algo, a esos, sinceramente, no los soporto”.

Berger trasunta esta actitud en la trilogía narrativa De sus fatigas, enfocada en el pasaje del campesinado a la metrópoli. Y también, en sus artículos, habla de una obsesión: las víctimas, deportados y fugitivos, los arrancados de su contexto. Me pregunto si acaso no explica su afincamiento durante más de treinta y cuatro años en Quincy, en la zona de Mieussy, una Francia de campesinos de montaña.

En el 2011, al entrar en la casa de Berger, la escritora Angela Pradelli observó: “Hay varios pares de botas de goma y de zapatos en el porche de entrada a la casa. De hombre y de mujer, de distintos tamaños. En la pared lateral, ordenadas, las herramientas para trabajar en la tierra cuelgan a cierta altura. Las botas, los zapatos ahí, y obviamente las palas, los rastrillos y los zapines, tan a mano, hablan de los moradores de esta casa y dicen que acá la vida es fundamentalmente eso, hundir las manos en la tierra para sembrar, cuidar las verduras y las frutas, criar a sus animales. Berger tenía cincuenta años, un sitio consagrado en la crítica de arte y en la literatura británica y no sólo cuando se instaló en Quincy, entre campesinos”. En ese encuentro Berger decía: “Mi educación formal había concluido a los dieciseis, pero entre estos campesinos de Quincy, aquí, entre las montañas, aprendí tanto como en una universidad”.

Hace un rato volví también a la lectura de El sol detrás del limonero, ese libro íntimo en el que Pradelli alterna, al modo Berger, la narrativa con la poesía. Cuando le surge una esencia que la narrativa no consigue capturar, le cede el paso a la poesía y por tanto, cuando la forma poética no es suficiente para comunicar, Pradelli se corre hacia la descripción de los actos, los hechos. Al descubrir las cartas que su abuelo italiano escribía desde Burzaco a su familia que había quedado en Peli, un pequeño pueblo de la Emilia Romagna, Pradelli encuentra en ese legado familiar un tiempo recobrado, la pobreza campesina, la genealogía de una inmigración cuyo nombre es exilio. En este punto, Pradelli prueba que arte poética es la que tiene el papel como tierra y la birome como zapín. Y registra: “El naufragio de las memorias nunca es completo; después de todo, alguien te narrará algún día en cierta historia y recordará que hundías tus manos en la tierra para alimentarnos a todos”.

Un atardecer, o si se lo prefiere, un anocher, en ese momento crepuscular en que la luz se atenúa en el campo, una pareja de labriegos se ha detenido a rezar ante la tierra recién carpida. Es la hora del Angelus, la hora en que se evoca la anunciación del arcángel Gabriel a María. Entre la pareja se advierte una canasta. En la canasta había originalmente un bebé muerto que justificaría su inclinación creyente, el recogimiento en la oración. Pero debido a la autocensura de un dramatismo excesivo y el temor al rechazo, el artista, Jean Francois Millet, recubrió la canasta y borró las huellas del muertito. No obstante, el efecto de unción que transmite el cuadro es conmovedor. La pintura la compuso a sus cuarenta y pico, entre 1857 y 1859. Y como todas sus obras en el campo, refieren el amor a la tierra y su gente, la persecución de una luz más limpia que la citadina. Cabe advertirlo, el término amor resulta engañoso: el amor suele ocultar su contracara, oscuridad y dolor. En este caso, la pureza y el dolor se fusionan. Segadores, espigadoras fueron los personajes de Millet que tiempo más tarde serían la inspiración de van Gogh. Tal vez deba aclararlo: no hay en esta pintura tanto un enfasis de celebración religiosa como el rescate de una inocencia primitiva enfrentada a la degradación de la subjetividad en la sociedad industrial.

Suele ocurrir: a veces una pintura describe una luz que comprende lo que somos y las cosas, informa que venimos de un ahí, que somos parte suya. Como cada vez que me detengo en El Angelus, parafraseando a Truffaut, y espero se me perdone la redundancia, experimento que pasa un ángel. De esta clase de experiencias se componen los libros de Berger y también el sol detrás del limonero que escribe Pradelli.