Desde París

Sin mayoría absoluta en la Asamblea Nacional, el segundo mandato del presidente Emmanuel Macron comenzó con muchos interrogantes y una etapa que saltó una de las más sostenidas tradiciones republicanas: el pasado 6 de junio, la primera ministra Elisabeth Borne pronunció su discurso de política general pero renunció a pedir en la Asamblea un voto de confianza. De haberlo hecho, corría el riesgo de quedar en minoría y, por consiguiente, habría tenido que renunciar, cambiar de jefe del Ejecutivo o convocar a elecciones legislativas anticipadas apenas un mes después de la consulta precedente en la que los partidos presidenciales no llegaron a una mayoría absoluta sino relativa. Este episodio es un retrato perfecto del estrecho margen de maniobra de que dispone el jefe del Estado para aplicar una política cuyos grandes lineamientos hay que adivinarlos entre la hábil e infinita prosa política. 

En total, si se suman los diputados de los partidos que respaldan al presidente (Renacimiento, MoDem y Horizonte) las fuerzas a favor de Macron llegan a 250 escaños, muy lejos de la mayoría absoluta de 289. Es bastante menos de lo que suma la oposición: entre la alianza de Izquierda Nupes, la extrema derecha, la derecha de Los Republicanos y alguno que otro partido el voto opuesto a Macron alcanzaría los 327 diputados.

El ejercicio del poder en estas condiciones no es fácil, tanto más cuanto que por cultura personal y por herencia de su precedente mandato donde Macron tenía todos los poderes y su mayoría se comportó de forma despreciativa, el consenso y el compromiso no son hábitos comunes del macronismo. El eje presidencial pudo apreciar qué significa tener una mayoría en contra durante el discurso de la jefa de Gobierno: los gritos de los diputados de la izquierda tornaron muchas veces inaudible la intervención de Elisabeth Borne. A la mujer, socialista, no lo le falta carácter ni fuerza: fue criada por una madre soltera luego de que su padre, sobreviviente de los campos de concentración de Auschwitz, se suicidó cuando tenía 11 años. }

Este lunes 11 de julio, la responsable del Ejecutivo enfrenta su primera moción de censura presentada por la alianza Nupes (Nueva Unión. Popular Ecológica y social) liderada por la izquierda radical de Francia Insumisa. Es altamente improbable que la moción sea adoptada. La ultraderecha del Frente Nacional (89 escaños) y Los Republicanos (62 escaños) no la respaldarán. Es impensable que la ultraderecha se alíe con la izquierda, o que la antigua derecha de gobierno, hermana mayor del macronismo, vote contra su nuevo amo liberal. Entre las situaciones descabelladas por las que atravesó el sistema político francés luego de la reelección de Macron hay una que concierne a la ultraderecha y la forma desleal con que el macronismo no sólo contribuyó a que el partido de Marine Le Pen obtuviera el mayor número de diputados de su historia, sino, también, a que una vez en la Asamblea los diputados del partido lepenista Reagrupamiento Nacional se vistieran con los más vistosos trajes de la institucionalización republicana: dos diputados de RN, Sébastien Chenu y Hélène Laporte, fueron elegidos vicepresidentes de la instancia encargada de organizar la vida de la Asamblea Nacional gracias a los votos de los partidos presidenciales. Ambos obtuvieron respectivamente 290 y 284 votos y no hay ningún secreto sobre el sector político que votó por ellos. 

Las jugarretas políticas son tan indigestas como ajenas a la disciplina republicana y los valores de moralidad. Macron fue electo dos veces, 2017 y 2022, en virtud de un frente republicano que se armó para derrotar a la candidata de la ultraderecha Marine Le Pen. Hoy, como durante las elecciones legislativas de junio, son sus diputados quienes coronan en la Asamblea Nacional a los candidatos de un partido cuyas propuestas se sitúan del lado opuesto de los valores republicanos definidos por la Constitución. El frente republicano pasó a la historia y la extrema derecha se beneficia de la ligereza de una clase política que habla mucho, pero hace lo contrario. Marine Le Pen habrá alcanzado en pocos años dos metas soñadas: hacer de la ultraderecha un partido como cualquier otro, dotarlo de una dimensión institucional y de un aura de notabilidad. Macron, por su parte, hizo el camino inverso: apenas electo en 2017 se fijó como objetivo hacer que la extrema derecha retroceda.

En este contexto de arreglitos y favores, la moción de censura de la izquierda no irá más allá de sus intenciones retóricas. Para que una moción pase se requiere la mayoría absoluta (289) votos. Nupes totaliza 151 y no cuenta entonces con la fuerza suficiente para hacer caer al Ejecutivo. Según explicaron sus dirigentes, la moción es una respuesta a la decisión de la primera ministra de no someter al voto su programa de gobierno. La nueva Asamblea es una nube borrosa. La izquierda protesta, la derecha se calla y la ultraderecha parece hoy un joven lleno de sabiduría: “no queremos ser una oposición de obstrucción, sino de propuestas”, dijo Marine Le Pen durante su primer discurso en la Asamblea Nacional (6 de junio). De hecho, el grupo de diputados de oposición más consistente le conforman las izquierdas (151 escaños) y la extrema derecha (89)Los ultras de la derecha le deben mucho al macronismo y a sus diputados y no se ve por donde el bloque de la izquierda podría aliarse con su más férreo enemigo histórico para hacer caer un gobierno. A su vez, a la derecha de la alternancia democrática tampoco le conviene que el gobierno caiga: todos saben hoy que, en caso de elecciones anticipadas, la dinámica corre a favor de la alianza Nupes y de la ultraderecha. 

El macronismo perdió atractivo

Macron cuenta entonces con una “reserva” secreta que puede salvarlo de muchos tropezones legislativos. Cinco años después de haber irrumpido de la nada, el macronismo ha perdido mucho de su atractivo y de sus misterios. Surgió cuando los dos transatlánticos que llevaron hacia adelante a la democracia francesa durante el Siglo XX y parte del XXI se hundieron como espejismos: la derecha gaullista del RPR que el ex presidente Nicolas Sarkozy recuperó en 2006 para cambiarle el nombre (hoy Los Republicanos) y parte de la orientación sucumbió bajo el vendaval de las incoherencias, las luchas intestinas y la corrupción: el viejo Partido Socialista ganó las elecciones de 2012 y fue más que un mandato un funeral organizado por el presidente François Hollande y su primer ministro Manuel Vals. En esa presidencia un joven Macron era ministro de Economía. Con los dos transatlánticos encallados, Macron vendió la idea del “extremo centro”, la del fin de la política, “de las ideologías nefastas” y la de la futilidad de cualquier confrontación política. Para Macron y sus consejeros, en 2017 el sujeto contaminante era la política, la fuente de todos los malentendidos y de lo que no funciona en las sociedades. El “nuevo mundo”, decían sus consejeros más cercanos (Alexis Kohler e Ismaël Emelien) debía ser “despolitizado”, despojado de “izquierdas y derechas” y concentrado “técnicamente en las reformas y las necesidades”. 

En 2017, Macron le dijo al periodista Philippe Besson “No me gusta la política, me gusta hacer cosas”. Cinco años más tarde, las reformas se trabaron y el “viejo mundo” volvió a ocupar el primer plano. La Asamblea Nacional es una muestra tensa de la validez de la política: los dos grupos de oposición más importantes son, en orden de importancia, una alianza entre la izquierda radical, los socialistas, los logistas y comunistas y, luego, a parte, la ultraderecha. Los antiguos adversarios volvieron a revalidar sus prerrogativas y a contradecir las teorías tecno-optimistas de Macron y sus cabezas pensantes. Macron depende más que nunca del arte de la política para gobernar.

[email protected]