2001, odisea del espacio, de Stanley Kubrick. En el episodio “El amanecer de lo humano”, ubicado en la prehistoria, un grupo de protohumanes se enfrenta cuerpo a cuerpo en su lucha por recursos de supervivencia. Pero una de estas criaturas comienza a evolucionar. Toma un hueso de tapir muerto y lo convierte en arma destructiva; dotando de sentido al hueso le otorgó la propiedad de convertirse en instrumento de violencia. Ese nivel de abstracción (más adelante será tan sofisticado que, en la película, se convertirá en nave espacial) es el salto de la fuerza bruta a la idea que, convertida en discurso, logrará -entre otras funciones- que se pueda ejercer violencia también desde el lenguaje.

Vivimos tiempos violentos. Pero, ¿acaso hubo alguno que no lo fuera?, según lo que se entienda por violencia. La definición canónica es amplia pero no suficiente. “Violencia: uso de la fuerza para conseguir un fin, especialmente para dominar a alguien o imponerse a algo”.

Entonces, ¿fuerza es equivalente a violencia?, ¿solo para dominar se ejerce violencia?, ¿qué es la violencia? Exceso de potencia agresiva. Pero la fuerza no siempre se ejerce para la destrucción o el agravio, también puede ser productiva. Aunque es evidente que la historia se escribió con sangre. La violencia es la partera de la historia (Marx). Tensiones y luchas constantes que utilizan el poder para doblegar voluntades humanas y dominar lo no humano. Sin embargo, es igualmente evidente que hay épocas constructivas donde las fuerzas se aplican también a la producción y el bien común.

El monopolio del uso legítimo de la violencia, en la modernidad, pertenece al Estado. Se cumple la teoría del derrame, aunque no en sentido económico sino puramente político. Solo el Estado está habilitado para ejercer la violencia en ciertos casos y para administrarla siempre. Si ejerce su derecho a la violencia con discriminación, venganza, abuso o amiguismo, la justicia se transmuta en violencia.

Las estrategias de odio -que también pueden provenir de poderes constituidos convertidos en desconstituyentes- generan violencia diseminada por jueces y fiscales falaces, por diatribas políticas odiadoras, así como por medios de comunicación vendidos al poder real liberaloide. Quienes eyectan odio mediante difusión masiva son grandes eyaculadores de violencia que embarazan de agresividad a la población.

La irritabilidad se instala a flor de piel y explota en situaciones cotidianas; nadie diría que su causas y consecuencias son políticas. ¿Es una crisis posencierro pandémico o es endémico? Una crisis es por definición finita, en cambio la agresividad política y social amenaza con ser infinita. La captamos en ciertos discursos públicos, en agresividad vial e interpersonal, en intolerancias y -algo que está siendo carcomido por la banalidad del mal- en la utilización de símbolos criminales en las manifestaciones de derecha: guillotinas y otros símbolos criminales, agresiones ad hominem en lugar de debate de ideas y fetiches de opositores asesinados.

“¿Existe un medio de canalizar la agresividad del ser humano y armarlo mejor psíquicamente contra sus instintos de odio y destrucción?”, le pregunta Albert Einstein a Sigmund Freud, en 1932, azorado por la violencia fascista expandida. “El porqué de la guerra” es la respuesta de Freud. Plantea que en la prehistoria los conflictos de intereses se resolvían por la violencia física. Luego se construyó destreza en el manejo de las armas. La supremacía intelectual comenzó a sustituir a la fuerza natural. Un arma es un artefacto, algo pensado y utilizado por seres con entendimiento. Gente armada y sin ética solidaria es guerra generalizada.

No obstante, la situación es manejable si existen personas que logran instrumentar leyes que habiliten a las subjetividades a renunciar a una parte de su libertad personal, a fin de que la vida en común conserve cierta armonía regenteada por el Estado. Es así como se puede pasar de la violencia al derecho, pasaje indispensable para paliar la desigualdad social. Pero la pulsión de muerte está imbricada en la violencia y esa pulsión es imposible de erradicar, aunque Freud es optimista y cree que el amor podrá amenguar la crueldad. Einstein coincide con el optimismo pacifista de Freud. Pero lleva en sí una violencia machista que quedó registrada en testimonios, como las condiciones de convivencia que le impuso a su esposa (fisicomatemática y coinvestigadora en la teoría por la que Einstein ganó el Nobel). Después de una separación (por infidelidad semi-incestuosa de él) el científico aceptaba reconciliarse imponiendo condiciones.

He aquí los requisitos que el sabio golpeador -además de padre abandonador- le exige a su mujer: “Te asegurarás de que mi ropa y la de mi cama estén limpias y en orden; que yo reciba mis tres comidas a tiempo y en mi cuarto; que mi habitación y estudio estén limpios y exclusivos para mí; renunciarás a toda relación personal conmigo y específicamente renunciarás a que yo esté en casa o salga de viaje contigo; no esperarás ninguna relación íntima conmigo ni me reprocharás por ello; dejarás de hablarme si te lo solicito; y si estás en mi estudio cuando entro, te irás inmediatamente y sin protestar si te lo ordeno”. Como queda demostrado, su preocupación por la violencia social no registra coincidencia con su responsabilidad en la violencia doméstica.

                                                                      * * *

En La fuerza de la no violencia, Judith Butler le dedica un capítulo a la correspondencia entre los dos científicos pacifistas. No menciona la violencia privada del señor de la relatividad, pero hace hincapié en la ambivalencia de los sentimientos que, según Freud, se manifiestan de manera contradictoria. Por una parte, el amor preserva los lazos sociales, en contraposición con el odio que destruye de modo salvaje. Por otra, el amor y el odio son pasiones peleándose entre sí, dándose picotazos, entrelazándose con las pulsiones; por lo tanto, no es posible eliminar la violencia solo expandiendo el Eros, dice Butler, hay que convivir también con quienes nos afectan con sentimientos hostiles. El yo es impensable sin el tú. “Tengamos la esperanza de sobrellevar ese dilema permitiéndonos vivir entre vivientes, conscientes de la muerte, pero resistiendo la ira mediante la escabrosa y conflictiva trayectoria de la acción colectiva, incluso bajo las sombras de la fatalidad”.