“A los 24 años, después de caer en un cuadro de depresión aguda, me refirieron a tratamiento psicológico y psiquiátrico. En la consulta del psiquiatra confesé por primera vez mi congoja secreta, que nunca había podido tener relaciones sexuales con mi ex-pololo, porque tenía vaginismo. El psiquiatra me respondió: “¿Y frente a tu rechazo, cómo crees que él se sintió?”, comienza su relato Manuela Cisternas G. Fue entonces que comenzó la problematización del vaginismo en tanto disfunción sexual. A través de la terapia comprendí que mi cuerpo buscaba comunicarse conmigo por medio de la resistencia. La percepción de la violencia de género y la dominación patriarcal que ya intuía pero no había comprendido, había sido filtrada de alguna manera en mi cuerpo. Me di cuenta de que el “deseo” que sentía tenía más de “deber”, que había interiorizado la relación sexual como un mandato en donde mi cuerpo se entregaba cual sacrificio, un cuerpo para otro, un cuerpo regulado social y culturalmente, un cuerpo abnegado y pasivo. La pregunta de mi psiquiatra cobraba sentido: el problema de mi cuerpo no era para conmigo, sino para con él. Mi cuerpo se resistía al mandato de la entrega, y la preocupación caía en la falta para con mis deberes como cuerpo depositario de los afectos de mi ex-pareja. La búsqueda de mis deseos, de mi placer, de mi dominio sobre mi propio cuerpo, quedaban en segundo lugar. Pasé por varios terapeutas, buscando a alguien con quien podía empatizar. En la búsqueda, me acusaron de ser reprimida, y tener envidia al pene (a lo cual reclamé que si le tenía envidia a algo, era al falo, y terminé pagando 30 minutos de discusión). A pesar de que hace tiempo dejé las terapias y disfruto de una sexualidad como yo quiero, al volver sobre mis pasos y elegir este tema para mi tesis, vuelvo constantemente a las incisivas caracterizaciones de terapeutas. Las últimas: que el feminismo es una de las muchas causas del vaginismo, y que la no consumación del matrimonio es una problemática social (…). El vaginismo se define, en términos simples, como una contracción involuntaria de los músculos de la entrada vaginal, específicamente el tercio inferior de la vagina y el esfínter vaginal, que impide la penetración. Es considerado desde el discurso médico, fisiológico y psicológico, una disfunción sexual femenina”.

Como forma de resistencia Manuela Cisternas G. propone considerar que “el vaginismo, como también otras disfunciones sexuales, son enfermedades creadas a partir de la desviación de una norma sexual, específicamente el cuerpo femenino como receptáculo del pene. El cuerpo de la mujer tiene un problema en tanto no puede cumplir con el otro, y no necesariamente consigo mismo. Ese otro no es sólo el hombre con quien tiene relaciones sexuales, sino un orden dominante que establece su lugar en una estructura de poderes. La negación a la penetración expresada en la contracción es un desvío de la norma y por tanto debe ser controlada, y el sistema biomédico con sus terapias interdisciplinarias ha construido un discurso potente en su contra: el vaginismo, como disfunción sexual, repercute en la sexualidad humana, genera graves repercusiones en la vida de pareja, y como tal, rompe el tejido mismo de las bases sociales superpuestas sobre el ideal de la familia heteronormativa. Frente a ello se vuelve más interesante pensar el vaginismo como una performance contestaría -no voluntaria, pero sí justificada- que exige pensar la interacción sexual desde otras alternativas”. l 

*Fragmento de Ficciones políticas del cuerpo.