Ese no saber de Romina Paula tal vez sea el ancla que ella suelta, pesada y dócil para que alguien la deje ir o la tome y esa frase se quede retumbando en un alma que la ampare. En Fauna se preguntaba “por qué la mujer siempre tiene que saber, quiero tener un hijo y no saber”. En Cimarrón la deja escapar como si fuera un espectro que habita sus obras, las visita y les da ese vigor abstracto que contrasta de un modo tenso con ese cuadro paisajista que discute la escena. 

Porque sus criaturas también son una imagen extrañada como la chica salvaje que interpreta Denise Groesman, en tránsito por una llanura que ella convierte en palabras. El personaje de Agostina Luz López está al costado del camino y narra con esmero una historia de amor de la que nace un ser andrógino. La indeterminación es algo que a Romina Paula le permite trabajar desde lo no figurativo. 

Las mujeres jóvenes y el único hombre que las acompaña construyen una retórica que desconcierta porque parece abandonar la actuación pero en realidad, lo que cuestiona, es la idea misma de personaje. Existe una sonoridad que convierte al modo de decir en un protagonista, casi como esos estilos literarios muy marcados que se notan hasta provocar en quien los lee un encantamiento que obliga a mirar su construcción mientras la historia se apresura en palabras inmensas y el público se descubre en pleno ejercicio de pensamiento sin necesitar la distracción de una anécdota.

Existe un pasado que Romina Paula evoca en la elección de los textos que amplifican su dramaturgia. Escribe para citar y en esa enunciación de referencias, en ese paisaje tan escénico, sin telones, como un teatro que se muestra desnudo, aparece una noción de presente que quebranta las temporalidades. 

Si Esteban Bigliardi parece una criatura rescatada de algún museo, un caballero del siglo XIX un tanto absurdo que habla de puentes y de arquitecturas de avanzada como un reflejo gris de una industrialización perdida, las chicas tienen una apariencia tan actual y un poder de evocación que las hace autoras. En ellas el encuentro y el amor se da en ese modo de acercarse a las escenas que narran como si fueran seres que no terminan de comprender el significado de algunas palabras. Porque los personajes se cruzan en pequeños desafíos ideológicos. La política está en ese modo de enfrentar la ironía. Ya no se puede ser auténticxs, hay que fingir que no se cree en nada, hay que reírse de todo. Y esas dos chicas y ese hombre tienen algo de una ingenuidad de otro tiempo que vienen a presentar casi como una estética en los ojos azorados de Agostina López, como si el mundo la deslumbrara tanto que se le dibujan dos esferas de historieta en la cara.   

Ese no saber, que incluye a lo femenino como la fatalidad de ser para el otro, masculino, siempre algo inextricable, habla también de ese espacio invisible entre la obra de arte y quien la observa, de lo incapturable de toda poética y de la crítica como una tarea casi precaria al momento de querer nominar lo que es inasible. 

Cimarrón es algo que se escapa trotando en la llanura pero que puede volver como polvareda o como un sonido sin imágenes. Es la exigencia de habitar una obra de arte en el desconcierto para que alguna frase nos provoque una indagación personal, más que la demanda de una explicación.

Podés elegir ser mujer, ser hombre o podés elegir no saber qué sos. En ese no saber hay algo insoportable y la urgencia de cancelar esa duda surge del lado masculino. La mujer, en el itinerario de Romina Paula, ansía ese no saber que la naturaleza parece haberle asignado al hombre. ,

Cimarrón se presenta de viernes a domingos a las 18 en el Teatro Cervantes. Libertad 815, CABA.