Lucía vende en la esquina de Mitre y Pueyrredón, en Once, desde hace más de 20 años. Es peruana y tiene 54 años; llegó a Argentina cuando tenía 19. Cuando el gobierno de la Ciudad realizó el censo de vendedores callejeros, previo al desalojo, la anotaron en una lista para darle un puesto en alguno de los dos galpones. Como nunca más se comunicaron con ella, siguió en la misma esquina, como siempre, acompañada de su hijo que también es vendedor ambulante. El lunes 12 de este mes, un Policía de la Ciudad le sacó la mercadería a su hijo. A ella la agarraron entre dos policías de civil, uno hombre y otra mujer, la tiraron al piso y quedó golpeada. Minutos más tarde llegó su hija, que empujó a la policía y fue detenida. A las 18 del día siguiente, un juez ordenó que la dejaran libre. Pasadas las 3 de la madrugada del miércoles, en la comisaría, le informaron al hijo de Lucía que ya la habían liberado. Volvió a la casa y no la encontró. Recién a las 10 la dejaron ir.

“Fue más o menos a las tres de la tarde. Yo estaba vendiendo, a mi hijo ya le habían sacado la mercadería. Yo no me dejé sacar porque tenía cerrada mi bolsa”, recuerda Lucía en diálogo con PáginaI12, sentada sobre su bolsa de nylon negra en donde guarda las medias de mujer que vende. Si se acerca un policía tiene que pararse y circular; vender quietos, en un espacio fijo, es delito. “Cuando vi que le habían sacado las cosas a mi hijo fui y me le acerqué para calmarlo. ‘Ya está, ya perdimos hijo’, le dije. Ahí vino una mujer policía y me agarró de la capucha de la campera. Empecé a correr para escaparme. Ella no me soltaba, me seguía agarrando la capucha. Vino otro policía y me agarró también. Me soltaron porque mi hijo les dijo que yo soy diabética. Me caí y me lastima la mano y la pierna. Este dedo lo tenía todo negro”, dice, y muestra el dedo anular hinchado de la mano con la que sostiene un manojo de medias. “Ese día era el cumpleaños de mi hija – agrega–, por eso vino a la esquina. Ella vio todo y empujó a la mujer policía, que se tiró al piso, armó todo un circo, vinieron a atenderla y todo. A mi hija se la llevaron detenida”. 

El caso, explica la vendedora, quedó a cargo del juez Pablo Ormaechea, quien como primera medida ordenó que la Policía de la Ciudad no interviniera en el asunto, que se encargara Prefectura. Cerca de las 18 del martes, el juez ordenó que la liberaran. Durante esas horas, para Lucía, no hubo más que incertidumbre. “La llevaron a la Unidad 28 y de ahí la pasaron a Lugano, como si fuera una delincuente. Yo fui a las nueve de la noche a buscarla y me dijeron que iba a salir a las tres de la mañana. A esa hora volvió mi hijo y le dijeron que ya la habían liberado”, cuenta. Sin embargo, cuando el hijo volvió a su casa, su hermana no estaba. “Recién a las 10 de la mañana del miércoles apareció en casa”, agrega. 

A las tres de la tarde la esquina es un corredor de gente constante. La vereda está despejada, los vendedores se pierden entre los transeúntes. En bicicletas, en patrulleros, hasta en cuatriciclos, cada diez minutos, pasan policías de la Ciudad. Se ocupan de que ningún vendedor esté quieto, mucho menos sentado. “En esta esquina se ve cómo detienen a algún vendedor todos los días. El otro día a un pibe que vende acá lo agarraron, y como no quiso abrir la mochila le pusieron ‘resistencia a la autoridad’ y se lo llevaron detenido. Le sacaron todo lo que tenía en la mochila, la mercadería y sus cosas”, cuenta la vendedora.

Lucía le hace una seña al hijo. Por Pueyrredón se acerca un patrullero. A los pocos metros frena y bajan tres policías. En un movimiento certero, Lucía guarda las medias en la bolsa y se la cuelga en la espalda. El resto de los vendedores se dispersan. Es una cuestión de velocidad, aunque según ella muchas veces a los policía no les importa que estén vendiendo de pie. “Nos agarran por más que estemos quietos o caminando. Nos quieren sacar, para ellos somos basura. Nos sacan la mercadería, nos corren. Están mucho más zarpados que antes. Hay mucha más maldad, nos discriminan todo el tiempo por ser extranjeros”, señala. Varios colegas, según cuenta, fueron deportados lo que va del año. “Mi hija se salvó porque es argentina, sino te arman una causa y te sacan del país”, explica.

“Yo estoy hace más de veinte años acá y vi cosas inmundas de la policía. Antes no les alcanzaba la semana para cobrarnos”, dice Lucía. La relación con la policía en ese entonces era distinta, siempre y cuando se le pagara la cuota semanal. “Nos cobraban según el puesto –recuerda–. Entre 600 y hasta 1000 por semana. Te imaginarás cuanta plata recaudaban, era una barbaridad. No les importaba si llovía, siempre nos venían a cobrar. Me acuerdo que una vez llovía y yo le dije, ‘no te puedo pagar porque llueve y no vendí nada’. A los dos días vino el de la brigada. Yo ya estaba harta, le dije que no le iba a pagar más porque ya había pagado 20 años. Me dijo que me iba a levantar la mesa”.

Cuando se realizó el censo de vendedores en Once, a Lucía la encontraron en la esquina de siempre. La registraron en una lista y le pidieron el número de celular. “Me llamaron del Gobierno de la Ciudad nada más para preguntarme qué era lo que yo vendía y en dónde. Ahí me dijeron que me iban a volver a llamar para decirme en donde me tocaba, si en La Rioja o en Perón, pero nunca me llamaron”, explica. De todas formas, se considera afortunada por no haber sido reubicada en los galpones, ya que “las compañeras que están ahí me dijeron que están muriéndose de hambre porque no venden nada. Las amontonaron ahí como basura. Imaginate si nosotros no vendemos acá, menos se vende allá. De a poco están empezando a volver a la calle”.