Mariano escondió el ojo derecho entre la pared y la campera, escudándose en el frío del invierno. Creyó que con ese gesto, disimulado, podría ahorrarse una explicación. El sábado, en una noche de enjundia, había emprendido una batalla contra un pibe dos o tres tallas mayor para defender el honor de sus amigas a las que, de pasada, el grandote les tocaba el culo. “Me da bronca que piense que puede tocarlas solo porque es hombre”, respondió Mariano cuando el director de la escuela, alertado por el violáceo de su ojo, le preguntó.

Con 14 años y sin un concepto acabado sobre feminismo, Mariano pone sobre el debate escolar –ese espacio para imbuir de civismo a los pibes que serán socios de la sociedad– la necesidad de discutir ciertas conductas que muchos están dispuestos a aceptar.

Cuando hablamos de feminismo hablamos de igualdad o, mejor dicho, de desigualdad: una mujer es asesinada cada 18 horas en Argentina y los datos del remozado INDEC marcan que el 40 por ciento de los hogares son patrocinados por jefas de hogar. Pese a ello, el desempleo es mucho mayor entre mujeres, y eso sin contar la inequidad salarial y de puestos de trabajo.

Autoras y colectivos feministas de todo tipo hablan de una exigencia al Estado que es palmaria; pero en el día a día, en el cuerpo a cuerpo de cada hogar, las referencias a los “hijos sanos del patriarcado” –o la historia del grandote que toca culos solo porque puede– exigen una reflexión generalizada como especie.

El Estado reproduce los modos en que las clases sociales se vinculan y, en ese marco, el modo en que la sociedad patriarcal se organiza y legitima día a día. Mariano interpela y deja una duda: ¿cómo educamos hombres y mujeres feministas que rompan eso? La escritora nigeriana Chimamada Ngozi Adichie acaba de publicar un potente intento de respuesta: 15 consejos escritos ante la consulta de una amiga de su infancia sobre la educación de su hija recién nacida. En Querida Ijeawele. Cómo educar en el feminismo (Random House Mondadori), la africana da cuenta de sencillas y profundas sugerencias para que una niña crezca esquivando la diferenciación de roles por género. Para que crezca libre de tales prejuicios culturales, conociéndolos para desarmarlos: sexual, económica y políticamente.

El sistema patriarcal es igual –varían las estadísticas pero no los modos– en toda nación del occidente capitalista que se precie de tal. Aunque este libro sea incorporado a la enseñanza obligatoria en Suecia y las ideas y charlas TED de Chimamanda –Todos deberíamos ser feministas (2014)– tengan millones de reproducciones y se vuelvan pop al ser retratadas en Flawless por Beyoncé. El feminismo es cuestión de salud pública; es más fácil educar a un niño que a un adulto, pero todos deberíamos leer a Chimamanda y educar nuestro niño machista.