Se ha dicho que el hombre es el único animal que ríe, sueña y equivoca; se ha dicho que es el único que tiene nietos, también que es el animal afectado por la verdad en la medida en que es hijo del discurso y no del lenguaje como las abejas y muchas otras cosas que intentan dar cuenta de “lo humano”. Lo cierto es que todas ellas requieren de la existencia del pacto del discurso con la verdad. Suponemos que los humanos cuando proferimos sonidos tenemos una relación con algo en lo cual participa de alguna manera lo verdadero. Y eso incluye la mentira. Especialmente cuando mentimos estamos poniendo en juego la verdad.

Paradojalmente, en época de redes sociales, couchings, encuestas y de todos los recursos que disponemos para transmitir palabras, ese pacto parece estar en peligro. A este proceso se lo dio en llamar “la posverdad”.

No es necesaria la conciencia para dar cuenta de dicho pacto, ya que no se trata de ningún contrato social entre individuos, sino de la forma en que el sujeto humano se constituye en el campo del discurso. Nuestros cuerpos están sometidos al saber inconsciente y a la convicción de que a pesar de todo, son algunas verdades las que condicionan nuestro modo de amar, odiar, de ligarnos.

Esa ligadura que sólo el discurso establece también nos diferencia del reino animal. Cuando una vaca ve llevar a otra al matadero, no cree estar implicada porque para ella la otra vaca no es otro. Pero además el discurso nos liga a una historia (tumbas) y a un futuro (nietos).

Cada época se procuró un garante de esas ligaduras: Dios, La Revolución, la política, la raza, etc. Esta época parece decir que ya no son necesarias esas antiguas ataduras. El “sagrado mercado” nos dirá cual es el lugar de cada uno en el mundo que habita. Será consumidor, productor, rentista, deudor, acreedor y sobre todo ganador o perdedor.

Todo lo que atenta contra estas ligaduras, atenta contra el fundamento mismo de lo que hasta ahora concebimos como vida humana. La rotura de esos lazos siempre ha sido anunciada como el fin de... las ideologías, de la historia. En fin, se ha buscado terminar con todas aquellas cosas que no cotizan en la bolsa de valores simbólicos de la cultura del mercado generalizado.

Por supuesto que esto se traduce en un más allá del malestar en la cultura. Constituye la oscura intuición de estar al borde de caernos fuera de ella y de su malestar.

Entonces, ¿en qué creer? ¿A quién creer? ¿Dónde encontrar una pizca de vedad que permita sostener un lazo colectivo? Debe haber muchas respuesta a estas preguntas, pero quisiéramos detenernos en una por su actualidad. El error.

No hace falta haber leído mucho a Freud para suponer que en el error se expresa alguna verdad que no se pierde pidiendo disculpas, sino reconociendo la verdad que se desnudó y que se quiso ocultar.

En el mundo de la posverdad, se elogia dicha autocrítica como capacidad de escuchar para así poder maquillar mejor la punta de verdad que el error permitió mostrar.

Pero cuando dicho error se repite siempre con la misma tendencia, nos permite hacer algunas inferencias. Se trata de eso que retorna siempre al mismo lugar y pide ser leído, interpretado.

Solo para tomar el último ejemplo que el discurso  oficial (el relato de que no hay relato) nos regaló: el episodio de la quita de subsidios a discapacitados. Se lo pretende un error de gestión e inclusive de informática. No hay sujeto responsable. Sin embargo ¿qué nos dice? Que ha vuelto la eugenesia bajo formas apenas más sofisticadas. Hoy nadie mataría a los débiles para proteger a la especie, pero los dejaría morir para proteger a la sociedad del déficit fiscal.

No sería forzar las cosas leer en el subtitulado de los ideólogos del sistema algo así : “los discapacitados, los pobres y los débiles en general se quieren quedar con lo que los poderosos nos ganamos en buena ley”. Y ¿cuál es esa ley? Precisamente la del poderoso. Y ¿quién lo dice: el mercado? Nadie es responsable, así son las cosas y “hacemos lo que hay que hacer”.

Sin embargo hay un síntoma sin el cual este estado de cosas constituiría el crimen perfecto. Los poderosos se sienten cada vez más inseguros. Creen que los débiles los amenazan. Los amenazan con sus marchas, con sus cuerpos, con sus gritos, con sus votos y encima son cada vez menos necesarios. Un robot que haga el trabajo y los pobres que se callen. Pero, siempre hay un pero, ¿y si no se quieren callar?

Cuando decimos “el poderoso” nos referimos al individualista. Ese que cree que él sólo puede y debe salvarse. No es sólo cuestión de cuentas off-shore. Un villero yendo de caño a robar para salvarse también es un individualista. Un corrupto que traiciona con su voto en el Congreso también actúa como si su banca fuera propiedad privada... privada de los demás que la hicieron posible.

Asistimos al fin del sistema partidocrático originado en la Revolución Francesa que dio legitimidad o la quitó durante más de dos siglos a la política en Occidente. Esta crisis terminal se debe fundamentalmente a la predominancia absoluta de los poderes fácticos que compran a bajo precio las voluntades de los representantes del pueblo. Pero no estamos ante el fin de toda creencia. El momento revolucionario entendido como la toma de posición de un pueblo respecto de su propio protagonismo será siempre “ese sueño eterno” activado en cada una de las revoluciones que le sucedieron.

Acá se dijo que esto no es cuestión de los partidos políticos. Y no se trata de ir contra los partidos políticos nacidos en la Revolución Francesa. Todo lo contrario, es una demanda desesperada de más democracia y sobre todo de una democracia creíble. La humanidad sigue ampliando sus fronteras, incluyendo a los que el mercado puso afuera. Lo excluido tiene la mala costumbre de volver. Por las buenas o por las malas. La humanidad lo requiere. ¡Volveremos! Volveremos aquellos que queremos existir como sujetos de una construcción colectiva más allá de cualquier pertenencia partidaria. Volveremos esta vez unidos y amenazantes.

* Psicoanalista.