Asaltos, secuestros, asesinatos, barrios aterrorizados, vecinos en la calle, marchas, madres del dolor, escenas repetidas una y otra vez por los medios de comunicación. Es la inseguridad nuestra de cada día, de cada hora. Los deudos de los muertos quieren justicia. Es lógico que pidan eso; incluso hay que resaltar que, en su desesperación, no salgan a matar, a reflotar la ley del talión.

Los medios, ya que algunos hechos criminales son ejecutados por menores de edad, ponen en discusión la baja de la edad de imputabilidad a los catorce años, es decir, la edad mínima a partir de la cual los menores puedan ser considerados imputables, susceptibles de ser llevados a juicio y penados. Una hipótesis subyace a estos planteos: se supone que los menores en condiciones de delinquir serán disuadidos de hacerlo por la amenaza de una pena, de la reclusión, etc. Es decir, se apunta a poner un límite a través de una amenaza.

Creo que se desconoce profundamente la naturaleza del problema en juego, es decir cómo se crean y cómo funcionan los límites. Se desconoce, asimismo, la peculiaridad que presentan estos chicos, fruto de la exclusión más atroz, desechos de la cultura capitalista.

La construcción de los límites es una tarea muy delicada, que concierne al adulto en su vínculo con el sujeto antes incluso de que éste pueda tomar conciencia de los mismos. El primer límite es el que se autoimpone el adulto asistente frente a la cría humana: no gozará de su producto. De ahí que el crimen del abuso sexual intrafamiliar sea la transgresión más contraria al proceso de la humanización. De ahí en más, los límites son como sobreentendidos que se juegan a lo largo de toda la crianza, tanto en los cuidados que se prodigan como en el sesgo que toma el vínculo, donde queda expuesta la ternura que comanda la operación y la firmeza que requiere el cuidar de un ser indefenso e incapacitado para medir riesgos.  

Este adulto, sus cuidados y recomendaciones, su vigilancia amorosa, no está allí para siempre. Pero es imprescindible que haya estado para que se produzca una suerte de interiorización de esa trama primera. En el sujeto surgirán barreras, diques, instrumentos propios que servirán de límites. Estamos describiendo sumariamente lo que se juega en el mejor de los casos.

¿Qué podemos suponer que sucede cuando la crianza se produce en soledad? Escuché hace poco reportajes a pibes de la calle, que viven en la calle, entre pares igualmente desamparados. En ese programa, los dichos de esos pibes aparecían subtitulados porque era imposible entender su jerigonza. Hablaban no sólo con una jerga propia sino –y esto es lo más significativo– sin poder utilizar correctamente todas las otras palabras que sí compartían con el entrevistador. No se les entendía casi nada. Eran chicos de entre 11 y 16 años, estaban sucios, les faltaban dientes, sin abrigo, relatando sus andanzas y su vida descartable para el sistema y –lo que es peor– para ellos. El otro, el que los entrevistaba, venía del mundo de los enemigos. “Si tengo un caño, boludo, te robo todas las cámaras” (sic), decía uno. “Viene la gorra y te mata, y zum zum, suena lo tiro” (sic), decía otro. La muerte cerca, contenida entre los avatares diarios. Contaron cuántos de sus amigos de la calle ya no estaban, por el paco, por la gorra, como ellos le dicen a la policía.

Interrogados, respondían más o menos lo mismo. Madres muertas o presas, padres que abandonaron o presos, sin familia, nadie para criarlos, el delito como medio de supervivencia. Estos chicos, por ejemplo, robaban celulares o lo que podían por la calle y bronce del cementerio, lugar que elegían para pernoctar porque allí no los amenazaba la “gorra”. ¿A qué aspiraban? A robar un banco, decía uno. A tener mucho dinero, decía otro. Uno de ellos llevaba una réplica de arma preparada para amenazar a sus víctimas. Estos chicos, casi fuera del rango que comúnmente designamos como humano, no han contado con nada de lo imprescindible. Tienen, sin embargo, todo lo que flota en la cultura mediática: el ansia de dinero, de objetos, y todo lo que les acompaña desde siempre: el riesgo y el desprecio por la vida. Su seguridad es la de que morirán pronto, la de que están zafando cada día sin saber si lo lograrán al siguiente.

Cuando se quiere bajar la edad de imputabilidad se pretende calmar a los familiares de víctimas pero hay que reconocer que no será el modo de garantizar ninguna seguridad. La seguridad primera es la que deben tener los que nacen y es la seguridad que proporciona una crianza humana.  Entonces, mientras se aprueba sin demora un aumento obsceno para legisladores que ahora tendrán una dieta equivalente a casi dieciséis jubilaciones mínimas, son inexistentes los planes para intervenir con educación y salud en lugares marginados. Más policía, más dependencias juveniles para delincuentes son sólo el consuelo ofrecido a víctimas desesperadas.

Este planteo no omite que sea necesario encontrar el modo de responsabilizar al que delinque. Es más, según cómo esté pensado, creo que puede ser un modo de reconocerle dignidad subjetiva, de intentar incluirlo. Pero nada de esto será posible en un sistema que desconoce causas y consecuencias y que prefiere lidiar con el delito a través del gatillo fácil o de la reclusión inoperante que sólo refuerza el odio y fomenta la revancha.

* Psicoanalista.