En la década de los 90, la revista Ñ lanzó una serie de publicaciones en las que algunos autores argentinos elegían su cuento preferido. Recuerdo a Andres Rivera, Ricardo Piglia, Dal Masseto, etc. Recuerdo siempre con mucha tristeza que Fontanarrosa eligió Hacer un fuego, de Jack London. No voy a releer el cuento, resolveré de memoria. Narra la historia de un hombre perdido en Alaska -o un paisaje similar al de Alaska en invierno- que intenta precisamente hacer un fuego para mantenerse con vida. Luego de varios intentos fallidos, finalmente el explorador logra hacer el fuego, pero trágicamente, se le apaga. Mi tristeza se debía a que el Negro estaba ya cursando su enfermedad y pensé que esa elección estaba condicionada por el mal que lo aquejaba. Todos sabíamos que la enfermedad era progresiva y que su fuego, pese al optimismo y la alegría que él emanaba, terminaría por apagarse.

Ese recuerdo me persiguió mucho tiempo y hoy encontré un lugar para compartirlo. Pero no voy a hablar de nieve, ni de Jack London ni de Fontanarrosa. Hablaré brevemente de los rosarinos y el fuego.

Si el fuego no estuviera asociado a la destrucción, podríamos haberlo asociado al origen de la ciudad. Pero ya sabemos que no pudo ser.

Eso sí, en 1819 Rosario fue incendiada. Hay artículos por aquí y por allá y hay un libro de Horacio Vargas (Desde el Rosario, Homo Sapiens, 2018) sobre el tema. Ese incendio fue fruto de una larga querella, ¿se incendió de verdad? y si así fuera ¿cuánto se incendió? Si se sabe quién fue (no es como ahora, que nadie sabe quién prendió los fuegos de la isla). Fue Balcarce.

Otro incendio famoso en la historia de la ciudad fue en 1931, cuando la hinchada de Central prendió fuego al estadio de Central Córdoba por un malentendido con el árbitro. No se llamaba Gabino Sosa, porque todavía el hombre estaba vivo. En mi memoria está también el incendio del teatro Olimpo en Corrientes entre Mendoza y 3 de febrero, luego de que se presentara una exhibición de trajes relacionados con Eva Perón. Sí, gente. Durante los ochenta, se podía prender fuego un teatro por eso.

El fuego es destrucción y odio y también puede ser purificación y limpieza. Arrojamos al fuego cosas que no queremos volver a ver. El canto popular lo hizo canción en Quemá esas cartas, Cartas de amor que se queman”, entre otras. 

Incluso la represión de la dictadura dio lugar a un espantoso ritual secreto que consistía en la quema de discos, libros, volantes políticos y fotos comprometedoras. Una forma de quemarse una parte, pero manteniendo la integridad física. Un fuego que consumía lo nuestro, justamente para salvarnos. Incluso hay grupos de activistas de DDHH que usan como slogan la frase "arderá la memoria", en una metáfora que no comparto: ¿arderá hasta consumirse? ¿Abonará el suelo de la justicia pagando el alto precio de convertirse en cenizas? Construir memoria ¿quemándola?

En una cultura como la nuestra que ha hecho del fuego y del asado un lugar de encuentro (quizás EL lugar de encuentro, la promesa de la comunión), hoy ese símbolo se convierte en pesadilla por culpa de quienes eligieron ese mecanismo como forma de desmonte de sus tierras. Porque está claro que lo que ha generado tanta indignación e irritación (odio los juegos de palabras) no es tanto el desmonte como el humo, las cenizas y el espantoso cuadro que representa ver arder la naturaleza desde nuestra costa.

El Monumento a la bandera tiene fuego, un fuego eterno, una llama que arderá ¿eternamente? por la memoria de los soldados desconocidos de la lucha por la independencia. Nota: nos debemos un buen trabajo sobre la iconografía del Monumento, uno actual.

Ese fuego del monumento es un gran atractivo para quienes visitan el lugar, y la foto en esa galería es un clásico de nuestra civilización. Sobre todo porque está al alcance de la persona de a pie, mucho más que la altísima torre que tiene proporciones, justamente inhumanas, que le permiten salir en cualquier foto. Pero ese fuego, no. Ese fuego está ahí cerca nuestro, si sabemos leer el viento, hasta podemos sentir su calor. Es un fuego sin humo, un fuego cordial, podríamos decir.

En algún momento un diseñador gráfico decidió que esa era una buena síntesis para representar a la Universidad Nacional de Rosario. Se armó una cadena que consistía en: Rosario - Bandera - Llama votiva y la idea de que el conocimiento ilumina y si se trata de esa llama, pues iluminará por siempre y para siempre

Ese fuego que está bien controlado, tiene más de símbolo que de principio motor. Un fuego que en definitiva, -digámoslo- no sirve para nada. No es para cocinar, no seca la ropa, no calienta agua para mover una máquina a vapor, ni siquiera puede calentar a un friolento de los que duermen en los rincones del monumento, si es que los gendarmes los dejan.

La ciudad se pensó a sí misma como un faro, construyó una torre, pero puso el fuego a ochenta metros de distancia, en la zona de selfies. Así no vas a guiar a nadie, Rosario. Quizás haber pasado el fuego a la imagen de la UNR significó que lo estatal, lo público, decidió identificarse con ese fuego-puro-símbolo mientras que acá enfrente el fuego como fuerza natural, (¡y como fuerza social! diría Bachelard en su hermoso libro Psicoanálisis del fuego!) se pone al servicio de la producción agropecuaria. 

De aquel lado: un fuego vital, un fuego activo, un fuego que abre futuro (que a mí no me gusta, pero eso es otro tema). De este lado, un fuego pasivo, protegido, alimentado por un caño de gas, burocratizado, que se conforma con "expresar valores", y que está condenado a arder quieto, mientras la ciudad cambia a su alrededor, una ciudad que -y aca sí es metáfora- está en llamas.

Salgamos a dialogar con los que comparten el camino y el rumbo. Y ahí sí, hacer un fuego.

*Centro de Historia Social de la Justicia y el Gobierno (CEHISO). Universidad Nacional de Rosario. (UNR)