Ernesto no es de andar en las redes sociales y tampoco es muy hábil con el celular. Sin embargo, últimamente, se pasa un par de horas por día en Facebook. La nieta le dice que no sabe qué es Facebook, así que parece que llega tarde, como a tantas otras cosas. No tiene más redes, y se juramenta no tener, porque reconoce que tiene cierta personalidad adictiva. Pero sí navega por el caralibro mirando proclamas políticas, transmisiones de actos, homenajes a futbolistas de los años setenta y ochenta, agendas culturales, memes varios y saludos de cumpleaños. Y ahí está, prendido al telefonito, cuando cae Atilio a los gritos en el bar del Gallego.

--¡¡¡Por fin volvemos a estar en el mismo bando, hermanito!!! --dice Atilio y se acerca con la intención de darle un abrazo. Ernesto duda, no sabe si frenarlo o si aceptar ese gesto de fraternidad. En realidad, extraña aquella amistad que tenían con el Tilo, así le decían en el barrio, de chico, cuando jugaban a la pelota en el potrero, cuando hacían ginebras, guitarreadas juveniles y asaditos en la calle. Piensa en la vieja de Atilio, en los ravioles con estofado, en lo buena y noble que era. Reconciliarse con el Tilo es un poco volver a la infancia, al barrio, a sus sueños de juveniles. Mientras piensa, se relaja y acepta el abrazo de este viejo amigo, pero Atilio aprovecha el descuido y le manotea la billetera del bolsillo de atrás del pantalón.

--Apa, apa, cocodrilo que se duerme es cartera, hermanito --festeja Atilio mientras revolea la billetera de Ernesto para arriba. Luego agrega: --Viste, ahora somos todos libertarios, ¡bella ciao, bella ciao, bella ciao, bella ciao ciao ciao! Me acabo de afiliar a La Libertad Avanza, hermanito, o a Avanza Libertad, ja.

A Ernesto: las tripas se le redoblan, se le retuercen, se le entrecruzan. ¡Era tan obvio, cómo no lo vio venir! La rabia le da fuerzas repentinas y de un manotazo recupera la billetera y sale del bar para intentar encontrar un poco de paz en Parque Lezama. “Eh, hermanito, vení, vení, que ahora somos compañeros, correligionarios, camaradas, o como corno se llamen entre sí los libertarios”, escucha que le grita Atilio.

A paso apurado recorre las más de veinte cuadras que hay entre lo del Gallego y el parque. El esfuerzo es doble, porque los mocasines limitan su andanada. Cuando llega al Bar Británico, salta a su memoria la figura de Horacio González, a quien recuerda en esas mesas tiempo atrás. Viene a su memoria también una foto que vio hace pocos días en el Facebook en la que estaban González con Christian Ferrer, probablemente debatiendo en la Facultad de Sociales de fines de los años ochenta. Recuerda esa imagen y le da una energía renovada, quiere correr por el parque, volver a sentirse joven y renacido. Ernesto está ahora ahí, en aquellos años tempranos, escuchando a esos dos maestros jóvenes, intentando gambetas entre el peronismo y el anarquismo.

¿Qué carajo van a ser libertarios estos ñatos de ahora, que solo quieren esclavizar a los más pobres y obligarnos a todos a vender nuestros riñones o directamente a nuestros hijos? Ser libertario, ser anarquista es otra cosa, piensa Ernesto. Ser anarquista es buscar una vida basada en los principios del amor universal y de la solidaridad humana. Ser anarquista es ansiar una vida comunitaria, una vida de iguales y con una democracia realmente plena, en términos políticos y sobre todo en términos económicos.

Ernesto corre ahora por Parque Lezama y piensa, piensa, piensa. Su mente dispara mil preguntas. ¿Qué hace este Mi-Ley–Tu-Ley? ¿Con qué ideas se identifica? ¿Con las de Piotr Kropotkin, Pierre Joseph Proudhon, Mijail Bakunin, Enrico Malatesta, Max Stirner o Pietro Gori? ¿Con quién va a marchar? ¿Con el Comité de Salvación Pública de la Revolución o con el Consejo Comuna de París? ¿O va a tirar centros para que cabeceen los utopistas franceses utopistas como François-Noël Babeuf y Louis-Auguste Blanqui?

¿Se bancará una juntada con los marinos de Kronstadt? ¿Se va a visitar Tierra del Fuego con Severino Di Giovanni y aprende a esquivar fuerzas represivas y fusilamientos? ¿Terminará junto a él en las filas de la República? ¿O va a aprender el oficio de juguetero en México? ¿Habrá ido una tarde a leer y aprender la historia del movimiento obrero libertario en el tugurio de Osvaldo Bayer? ¿O a trabajar en el puerto con los marítimos de Juan Antonio Morán? ¿O al sindicato de foguistas de la FORA?

Ernesto se pregunta: ¿Dónde escribirán estos Mi-Ley? ¿En La Protesta o en La Vanguardia? ¿Harán entrevistas sobre el movimiento obrero español con Diego Abad de Santillán? ¿Quizás se irán de recorrida por Puerto San Julián o Caleta Olivia con la foto de Antonio Soto? ¿Tal vez se sumen a las expropiaciones en Tucumán de la mano de Segundo David Peralta, alias Mate Cocido? ¿Quizás crucen los Andes y batallen con el Chacho Peñaloza en el pueblo de Mogna en la provincia de San Juan? ¿De paso dejarán una flor en la tumba de Martina Chapanay? ¿Ya que dice que de chico era arquero, atajará como Albert Camus? ¿O más bien tirará paredes con Franz Fanon? ¿O irá de punta para tirar centros y hacer goles con Walter Benjamin? ¿Quizás se tome el tren y reflexione sobre la vida de William Morris en la estación del tren San Martín que lo recuerda? ¿Va a sentarse a mirar tele y hacer análisis de los medios con el viejo Noam Chomsky?

Corre, Ernesto corre por el parque Lezama y otra vez está frente al Bar Británico y otra vez vuelve a la zona clara de su mente la imagen de Horacio González en esas mesas, tomando un café, y ejercitando esa alegría de estar con los demás. Piensa en la generosidad de González, en esa entrega permanente hacia el otro, en esa humildad para debatir sin perder su carácter risueño, su escritura única y ese talento para convertir la discusión política en una forma de creación de comunidad.

 

Con la mirada en el Bar Británico, Ernesto frena su andar y recuerda, de golpe, una frase que repetía un viejo linotipista del barrio a un grupo de niños. “La anarquía quiere que investiguen el origen de todas las desigualdades, el porqué de todas las injusticias; que se capaciten para que comprendan que la vida que viven, reflejo de la vida amarga de nuestros padres, no es así, ni puede ser así. La vida es belleza, la vida es justicia, la vida es paz y bienestar”. Ahora sale otra vez a las corridas, con los mocasines puestos al revés, y pese a tantos recuerdos no puede precisar si el Tilo, si Atilio, estaba en aquel grupo de niños que escuchaba al carpintero del barrio. Tal vez no.