"Un día se dijeron unos a otros: «Vamos a hacer ladrillos, y a cocerlos al fuego». Fue así como usaron ladrillos en vez de piedras, y asfalto en vez de mezcla."

Génesis 11:1-9.

I

Ante Ahmed Iqbal la misma luna creciente que se extiende sobre las fieles arenas, se insinúa entre unos sembradíos iguales rodeados de postes e hilos de plata. Por la mañana habrá horizontes color ocre. Desde su altura los contará innumerables, pero en el reflejo de los azulejos del capitel de la torre, los podrá distinguir como una leve curvatura. Ahmed entiende que ya nada es sueño, aunque todo sea un sueño. Si él lo pudiera explicar, diría que ha sido por una casualidad o un fastidio, aunque se hable de milagro. Durante la época de los andamios, Ahmed tiene esa edad incierta por la cual se comienza a esperar la llegada de la muerte entre los próximos días y los siguientes años. Aún no ha dado algo a la vida; cada mujer no puede ser causa de tanta infertilidad. Durante la jornada se distrae con el mundo del alquitrán, de los ladrillos cocidos a fuego y la arena en los ojos. Ahmed sin embargo no entiende cuando hablan en otros dialectos. Se pregunta si para ellos, al hablar distinto, las cosas son diferentes a pesar de que el nombre que usan para el anaj señala siempre a la plomada. Anaj (Vertical). Piensa en esa palabra rara que está en el concepto del simple hilo y su piedra que permite rectificar la línea de la pared. Los otros tal vez piensan lo mismo, aunque Ahmad no puede saberlo. Si entiende el tono con que sueltan algunas palabras y también se ríe con ellos. Se ha ido acostumbrando a esa situación que lo asombró al principio. Antes se hablaba la misma lengua y no reinaba la Discordia, pero él no le llama Discordia sino desconocimiento como cuando se pelearon por los panes. Cuentan (pero nadie recuerda cuando) como los panes escasearon, y no fueron robados por nadie. Simplemente un capataz necesitaba obreros en la cara sur de la terraza y se llevó al que hacía las veces de panadero. A esa Discordia le deben la sucesión de escritos que se generan en la pared cada vez que hay un acontecimiento. Así un signo o varios indican la altura a levantar la muralla, otro señala las veces que se podrá tomar agua o la cantidad de obreros llegados de la mesopotamia la noche previa. Sobre cada signo, o a cada signo, le sigue otro opinando sobre el primero y así hasta llegar a no saber dónde está el comienzo del texto. Por la escasez de muralla para tantas opiniones, pasan del signo a la palabra hablada. Y si Ahmed lo piensa, no hay mejor manera de opinar sobre las opiniones de los demás que escondiéndose bajo otro idioma o dialecto. Eso retrasa los conflictos pero ahonda las diferencias hasta llevar el mundo a ser tan diverso según como se lo hable. Hay algo sin embargo que parece ser universal o común a cada grupo. Por la mañana no dejan de insistir en el trabajo a pesar de las diferencias o desacuerdos. Pugnan por llegar los primeros. Dominarán desde la tarde al amanecer quien más alto llegó durante la jornada. La prestancia y el sabor de la comida no será el mismo de acuerdo a la posición, aunque nadie sabe quien ha pedido esa competencia por la celeridad; es una especie de meta tácita, de insistencia en prevalecer. Ahmed entiende que la torre llegará muy alto. Los ladrillos cocidos superan a la piedra, son más fáciles de manejar y con apenas unos golpes se parten por la mitad.

II

Ahmed no recuerda si llegó la misma mañana en que se tendieron los hilos para demarcar las bases, o si eso es un recuerdo hecho a la medida de su pensamiento. Si está seguro de cavar siguiendo la línea y puede recitar el nombre de quienes van muriendo a su lado por la sed y el calor. Tan profundo para ir tan arriba cantan otros siguiendo el ritmo del pico. Sin pensarlo, por el cansancio, hoy descubrió una manera de sacar más rápido el recipiente de cuero hacia el borde de los cimientos. Por algunas horas cada vez que se eleva el recipiente gritan "Ahmed", pero los han reunido y explicado que el único nombre permitido ilustrar es el del señor del lugar. Uno morirá lapidado al amanecer por no seguir esa regla. Ahmed entiende, aunque su orgullo sea una falta, como las maneras de ser y de ver las cosas para el hombre, no son fijas sino dinámicas y buscan imponerse de unos sobre los otros. En su aldea es diferente. Han llegado desde occidente y todo está recién nombrado. El fuego obedece al fuego y no se engaña con la palabra pasión. Hay una sola manera de hacer las cosas, uno a quien adorar y solicitarle refugio. Si los horizontes se repiten solitarios ante ellos es la prueba de ser únicos sobre la tierra. -Si se es uno con la tierra, la tierra será lo que uno vea sobre ella. Pobre de aquel que diga las cosas de otra manera -escucha del patriarca- y no puede menos que partir a la construcción de la torre empujado por la vergüenza de su infertilidad. Pasan apenas dos noches hasta que divisan las pilas de leña para cocinar los ladrillos junto a las otras pilas de tablas para los andamios. La luna creciente baña a cada extremo las dunas frente a Ahmed. Sin saber por qué, al partir de la aldea, un impulso lo lleva a postrarse con dirección a un punto fijo. Previo a cada amanecer, como en este, el impulso lo hace reclinar frente a los andamios de la torre. El trabajo se detiene en la confusa polifonía de los dialectos. Fastidioso sin pensar arroja gritando hacia arriba los diez ladrillos juntados entre sus manos. Ahmed! Ahmed! Se escucha gritar en la torre. Por premio, además de la paternidad, antes del amanecer, le tocará colocar uno de los últimos azulejos del capitel de la torre. Mira el dibujo que está a punto de completar. Miles se dispersan hacia cada punto de la tierra. En su azulejo hay sembradíos cubriendo una planicie extensa que ante el reflejo de la luna parecen cercados por hilos de plata. Si existiera, sería un buen lugar para ver crecer a mi hijo, alcanza a pensar Ahmed.