En el horizonte de espejismos que propone la noche porteña existe uno que se destaca, el de una mujer dueña de una belleza imperial y una actitud trémula que recuerda a las niñas de Silvina Ocampo, a Alison Goldfrapp y al personaje más triste de la serie japonesa Neón Genesis Evangelion, Asuka Langley Sōryū. Es una criatura lejana que se llama Julieta Indigo Aguirre, pero que es más conocida por su otra identidad: La Indigo, cantante capaz de generar cortocircuitos entre los integrantes más problemáticos de la comunidad LGBTIQ+. Gracias a su Ep Finde y temas como “Noche de mujer”, poco a poco se posiciona como la Electro Star definitiva, un cúmulo de promesas, provocaciones musicales y deseos de ser una diva.
Dueña de unos ojos verdes que parecen comprados en una tienda de usados, La Indigo es capaz de partir glaciares con la mirada. Su cara pálida pareciera haber vivido años sin conocer el verano y su cuerpo esgrime la quietud de una monja de clausura. Piensa mucho antes de hablar, saborea sus palabras como si fueran un alimento caro y el misterio se le presenta como un perfume difícil de olvidar. No es impostación ni falsedad, es más bien un conocimiento profundo en la técnica del autorretrato. Los primeros signos de alegría llegan junto al halago, única arma capaz de derretir los metales de su armadura.
La Indigo nació el 29 de julio de 1994 en el barrio de Balvanera, Buenos Aires, pero se crió entre Ciudad Evita y Lugano. Hay una hermana mayor, una madre, un padre y un padrastro. Lo que no hay es una infancia feliz:
— La pasé muy mal. Mucho bullying, mucho acoso por parte de los chicos de mi edad. Era algo sistemático: en el jardín, en la primaria, en la secundaria, en la clase de inglés, en gimnasia. A cualquier lugar que iba, siempre me discriminaban. Si jugaba a las muñecas me las sacaban y me cagaban a palos. Por el hecho de ser yo, el mundo exterior me reprimía y se burlaba de mí.
No fue fácil, pero no todo era terreno pantanoso. La Indigo encontró refugio en la música y el cine. Le interesaba la estética de las películas de terror como Scream, Viernes13 y su saga preferida: Chucky: el muñeco maldito. Después apareció algo llamado “Los Americanos”, un cassette de sus padres que compilaba temas de Gloria Gaynor, Donna Summer y otros clásicos de los años 70 y 80 de Estados Unidos. Gracias a su madre conoció a Queen y gracias a su hermana, a Evanescence y a Avril Lavigne, pero la banda que la definió durante esas épocas turbulentas fue No Doubt. El encuentro con Gwen Stefani marcó el comienzo de una fascinación por la actitud de la cantante, un equilibrio espigado entre el pop, el punk y el clásico “¿A quién le importa?” de finales de los 90 y principios del 2000.
A los 10 años ponía el cassette de los padres (muy fina y específica, ella lo llamaba mixtape) y se inventaba un show con un público imaginario en el que cantaba y bailaba. Era una fantasía pobre que servía para borronear la geografía de la tristeza y el maltrato, eso que solo puede lograr la música pop cuando hace contacto con los rotitos de la vida: cubrir las heridas con un disfraz.
A los 21 ya sabía que la música era su camino, sólo que no tenía idea de cómo podría lograrlo y la confianza era un reflujo ácido que bajaba y subía. Una amiga la sedujo con un halago, le dijo que cantaba bien y esto la ayudó a tomar clases, hacer un año la carrera de teatro musical y empezar a armar el kit necesario para la Indigo World Domination: una voz simple pero provocadora como una cama de clavos, una actitud gélida en el escenario, una cara y un pelo rubio que encapsulan lo mejor de Chloe Sevigny, Topacio Fresh y Madonna. A los 26 comenzó su transición y no había vuelta atrás: su misión sería convertirse en una estrella como cualquier otra mujer cis, o incluso mejor.
¿Seguís en contacto con esa amiga que te dijo que cantabas bien?
— No.
Cuando La Indigo sacó en 2024 su EP titulado Finde producido por Alexyos, el under porteño se preguntó quién era esa chica que no mostraba del todo la cara, que la ocultaba bajo unos lentes exagerados y que en el arte de tapa se la veía cargando con las dos manos un trago, un celular, un chupetín y un cigarrillo, una imagen que resumía lo mejor del Indie Sleaze: su natural decadencia. El EP incluye cuatro temas que buscan lo liviano y lo necesario: un sonido electropop dosmilero para ser escuchado en el boliche, joyas sonoras para divertirse. Luego vinieron más halagos, presencias en fiestas como La Popperazo, donde se ganó su puñado de rabiosos fans, una aparición estelar en “Bitches like me”, el video de Six Sex, entre otras delicias nocturnas.
— El electropop es el género que más me gusta para bailar, estar bien y, sobre todo, para sentirme una diosa. En un principio lo que quería era hacer música que se pueda escuchar en un boliche, en las fiestas. Me gusta mucho la electrónica de los 2000, David Guetta, Madonna, Kylie Minogue, Djs y canciones de esa época. “Some Velvet Morning” de Primal Scream fue una inspiración para mi single “Noche de Mujer”. Me encanta esa canción.
¿Un tema que funcione como un arma de seducción para La Indigo?
— “Puesto” de Babasónicos. Me seduce la letra y la voz de Dárgelos. Me encantaría que alguien me la dedique.
Alexyos es dj, productor y amigo de La Indigo desde hace más de diez años. Juntos se adentraron en el salvajismo de la noche en Buenos Aires y desde el afecto comenzaron a idear los primeros beats. En conversación con SOY, comenta sobre su vínculo con la artista:
— La Indigo es muy buena escribiendo, tiene una facilidad enorme para las palabras y transmitir su personalidad en lo que escribe. Se le hace muy fácil porque tiene muy claro quién es ella. Con su música hay algo de la juventud, de reclamar ese tiempo perdido y esas experiencias que por cuestiones de género o lo que fuere no se pudieron vivir en su momento. Todo mezclado con una nostalgia por lo que consumimos en esas épocas adolescentes. El sonido es 100% pop, dance y electrónico con el objetivo de que siempre suene en una fiesta. En todos los tracks hay un elemento de humor que busca hacer reír y generar un guiño en quien está escuchando.
La Indigo habla y en su cara siempre hay un gran signo de pregunta o de indiferencia, mira a un punto fijo y admite que se siente una Popstar, pero considera que le falta mucho para realmente serlo. Para ella una verdadera Popstar es Lali, Tini, Emilia Mernes, chicas que tienen un apoyo de la industria discográfica y que llenan estadios. Prefiere ser una Idol, término de la cultura japonesa para referirse a aquellas celebridades que han ganado fama gracias a su carisma y apariencia. Para la cantante, ella es una Idol porque tiene un nicho de seguidores y se mueve en un mundo muy específico, pero sí le gustaría expandirse y también dedicarse al diseño de indumentaria y al cine, tal vez como actriz, productora o directora. No se sabe en qué rubro porque insiste en no aclararlo.
En Lugano, su habitación funciona como una guarida bien equipada. Además de una cama, hay una heladera, una cocina y un baño. En ese templo donde convive lo sagrado y lo mundano de la intimidad, La Indigo ensaya, escribe una letra e intenta ser la más linda de todas hasta creérselo al 100%. También juega a videojuegos como el GTA, el Tomb Raider y dibuja los diseños de una marca de ropa que todavía no existe. Mientras sueña con la intensidad del estrellato, piensa que el mejor outfit para salir es una pollera, una minifalda y unas buenas botas. Observa imágenes de Vivianne Westwood, de Britney Spears y espera a que llegue su momento de triunfar, como una loba dorada que sabe que no puede precipitarse a la hora de cazar a su presa.
¿Qué quiere La Indigo?
— Ser artista, vivir de ser yo. Ser una diva que no puede salir a comprar al kiosco porque tiene fans que no la dejan caminar. Eso es lo quiero: no tener privacidad.