En El vientre de los filósofos, de Michel Onfray, un libro que investiga la relación entre dietética y ética y pone en valor el rol del cuerpo en la construcción del pensamiento, hay un capítulo dedicado a Sartre. Cuenta allí que en La ceremonia del adiós, Simone de Beauvoir interroga a su amigo sobre sus preferencias y aversiones en materia de comida. Ante la pregunta sobre sus repugnancias más marcadas, Sartre responde: “Los crustáceos, las ostras, los mariscos”. Para argumentar la naturaleza de su rechazo, describe a los crustáceos como insectos cuya conciencia problemática lo perturba, como animales casi ausentes de nuestro universo. Y cierra su reflexión, diciendo: “Es alimento introducido dentro de un objeto y que hay que extirpar. Es esa idea de extirpar lo que más me disgusta. El hecho de que la carne del animal esté tan enterrada en la concha que haya que utilizar instrumentos para sacarla en vez de quitarla entera. Tiene, pues, algo de mineral”. En su aprensión hacia los mariscos, Sartre no puede disociar el alimento de su calidad: una forma de vida casi vegetativa que no disimula su parentesco con lo pegajoso, lo viscoso, por lo que siempre manifestó tanta repugnancia y que fue un concepto central en su obra (recordemos El ser y la nada: “Esta succión de lo viscoso que siento en mis manos insinúa una especie de continuidad entre la sustancia viscosa y yo. Estas largas y blandas columnas de sustancia que bajan desde mí hasta la capa viscosa –como cuando, por ejemplo, sumerjo la mano en miel y luego la retiro– simbolizan una especie de derrame de mí mismo hacia lo viscoso. Tocar algo viscoso es arriesgarse a diluirse en la viscosidad. El horror de lo viscoso es el horror de que el tiempo pudiera también volverse viscoso”). En la ostra, el berberecho o el mejillón, Sartre distingue “algo orgánico que está naciendo, o que sólo tiene de orgánico ese aspecto un poco repugnante de carne linfática, de color extraño, de agujero abierto en la carne”.

Recuerdo haber leído antes sobre la dieta de Sartre, pero no sé dónde. Busco y rebusco en mi biblioteca hasta encontrar ese dato, pero no doy con él. Lo que sí encuentro en la extensa y minuciosa biografía que Annie Cohen-Solal le dedicó al filósofo, es una enumeración de sus consumos cotidianos: “Dos paquetes de cigarrillos más varias pipas repletas de tabaco negro; un litro de alcohol –vino, cerveza, bebida blanca, whisky, etcétera–; doscientos miligramos de anfetaminas; quince gramos de aspirina; varios gramos de barbitúricos, sin contar los cafés, tés y las grasas de su alimentación cotidiana”. Escribió la Crítica de la razón dialéctica, después de El ser y la nada, con esa dieta. A veces le sumaba un tubo de Corydrane –anabólicos– por día. Este resumen de alguna manera grafica y confirma la tesis de Onfray y me lleva a esta anotación al margen: cuando nos preguntamos por qué hoy no hay filósofos o pensadores de esta talla quizá deberíamos tener en cuenta la alimentación, los hábitos corporales y las horas de sueño de estos muchachos de los 50 y los 60 y cotejarlos con la tendencia al ayurveda, los masajes con piedras calientes y el excesivo cuidado de sí de los “intelectuales” de hoy. Pero quizá sea puro prejuicio de mi parte, lo reconozco. Aun así me veo tentado de mencionar mi primera vez en un taller literario, a fines de los 90. En la charla previa, mientras llegaba la gente, el coordinador (así se presentó) comentó que había estado cocinando, que a él le gustaba mucho cocinar, y preguntó si alguien sabía dónde podía conseguir bacon. ¿Bacon? Sí, bacon. Hubo silencio, éramos seis o siete personas en ese momento y nadie decía nada; a mí me pareció oportuno decir que en cualquier almacén de barrio o en una fiambrería: se llama panceta; hay común y ahumada. El coordinador, joven y acicalado, todo cool él, me miró por arriba de las gafas de madera de marco cuadrado a la última moda que llevaba puestas, frunció el bigotito y me dijo no, no es lo mismo: el bacon es otra cosa.

Así fue como, antes de empezar la clase y sin haber hablado una sola palabra de literatura, terminó mi primera incursión en un taller literario.

Mientras escribo esto y me dejo llevar por el desborde fascinante de la dieta sartreana, mi hija se acerca y deja sobre mis papeles un pequeño martillo de zapatero. Es probable que lo haya sacado de la caja de herramientas para jugar y, como hace con tantas otras cosas, cuando se aburre las abandona por ahí, en este caso en mi escritorio. El martillo tiene un mango corto, apenas más largo que mi puño; parece de juguete. Hace unos años, entre tantos proyectos delirantes que emprendí, se me ocurrió hacer bolsos y carteras artesanales de cuero. En ese momento, mi viejo me dio un par de consejos y me regaló algunas de sus herramientas: una pinza plana, este martillo, dos leznas, una pinza sacabocados, una chaira y dos trinchetas. Los días en mi casa estaban marcados por el ir y venir intenso de los pasos de mi madre atravesando el patio en diagonal para ir de la casa a la peluquería y de la peluquería a la casa y por el ritmo desacompasado de los golpes del martillo de papá sobre una vieja base de hierro con forma de zapato. Empezó a trabajar a los quince años como zapatero y, cincuenta años después, se jubiló con el mismo oficio. La mayoría de esos años los dedicó a hacer botas de cuero; era armador. A razón de diez pares por día, a fuerza de brazos, tirones de capelladas, unos pequeños clavos llamados semillas, paciencia, golpes sobre sus piernas y con la ayuda de esas escasas herramientas, haciendo un cálculo rápido, armó algo así como 70.000 pares, y probablemente más.

Como nada es casual, esto me lleva otra vez a Sartre. Roquentin, el protagonista de La náusea, dice que “los objetos no deberían tocar, puesto que no viven. Uno los usa, los pone en su sitio, vive entre ellos; son útiles, nada más”. Pero a él lo tocan y eso le resulta insoportable. Yo no sería tan rotundo al afirmar que no viven. Y no me produce una impresión desagradable que ciertos objetos me toquen, al contrario. Es decir, no estoy tan loco como para pensar que el martillo tiene vida, pero no podría decir que se limita a ser útil y nada más. De hecho, eso mismo es lo que me impulsa a escribir este texto, darme cuenta que hay algo en el martillo que cambió. En un cuento que se llama La mudanza, Enrique Wernicke habla del alma de la casa y dice que “los muebles son como animales a los que hay que buscarles nido”. El protagonista odia la casa nueva porque “los rincones no le hablan en secreto”, no le dicen nada. No tiene dónde cobijarse. Y, lo que más me interesa destacar: es demasiado hombre para imponerse a las paredes. Su cuerpo ya no tiene el calor necesario para crear un clima.

 

Eso mismo que habitaba en la vieja casa de Wernicke es lo que habitaba en el martillo de papá cuando él lo usaba. Ahora que ya no tiene el trato cotidiano y vigoroso de sus manos, no es más que un objeto útil. Lo uso y lo vuelvo a poner en su sitio.