Desde Cleveland 

La convocatoria a la vigésima cuarta marcha del orgullo LGBT de la ciudad Cleveland se pautó para el sábado 24 de Junio, a las doce del mediodía. Y para sorpresa de lxs impuntuales el evento arrancó estrictamente en horario. Acá, en Cleveland, al orgullo le dicen pride, parade sería la marcha y con official se pretendió acreditar de legitimidad pública al evento. A las doce en punto la vanguardia del desfile tomó la avenida 9th y se dispersó en una pasarela urbana que en menos de una hora ya había llegado a destino. 

Estamos en la segunda ciudad más importante del estado de Ohio, en el oeste de los Estados Unidos, en donde Donald Trump ganó por 454,983 votos. Estamos en las últimas bocanadas de una primavera que corre con brisa, en donde anochece después de las nueve y se cena a las seis, en un condado rodeado de lagos, donde el aborto es ilegal como también lo es fumar marihuana y tomar alcohol en la calle.

Desde que Bill Clinton, en los finales de los noventa, proclamó a junio como el “mes del orgullo”, la palabra “pride” se convirtió en la llave al falso progresismo de la diversidad y la inclusión. Y lo que es peor, el mercado la convirtió en consumo y el capitalismo en marca. El dato es perverso: a las actividades previas al festival las auspició un banco. Y hay más: del desfile participaron decenas de empresas que pintaron sus logotipos de colores y dispusieron detrás de sus pancartas a algunxs de sus empleadxs con remeras recién impresas. Y continúa: la cadena de supermercados Target tuvo su espacio, sus participantes tiraban caramelos hacia los costados y en el trajín coreaban en inglés “¿En dónde gastas tu dinero del mes?”, en unísono se respondían “En Target”. 

Es apenas la una de la tarde, hay un olor a puerto que irradia verano y desde el escenario se inaugura una seguidilla de artistas que recién se interrumpirá a las seis de la tarde. El inicio fue adornado por el North Coast Men’s Chorus, un coro local de varones cis que en un guiño nacionalista entonaron un par de estrofas del himno. Y entonces, la diversidad patriótica estalló en una euforia comparable al sol que abrazó a la población durante toda la jornada. 

Seguimos. Podrían ser las cuatro, acabo de mostrarle mi documento a un voluntario para poder entrar a un cerco al que lxs lugareñxs llaman “beer garden”, el único lugar permitido para tomar cerveza. Los angloparlantes le dicen beer a la cerveza y garden al jardín. Continuamos, le pido fuego a un pibe con la excusa de darle un beso para que me contagie glitter por el cuello, la lengua y la mejilla. Avanzamos, me invita una cerveza de cuatro dólares y enseguida se envuelve de impunidad al preguntarme si soy clean. Mientras la academia británica traduce a clean como limpio, acá en Cleveland los varones homosexuales te preguntan si estás clean cuando pretenden saber si tu diagnóstico de VIH es negativo. Estamos, quizás, en la capital de la cerofobia, en la galaxia gay donde pibes de todas las edades toman PrEP como si fuera ibuprofeno y en un evento en donde la propaganda de las pastillas antiretrovirales te ataca como la Coca-Cola.

Me despido de todo. De los brillos y del jardín. Le dedico una última vuelta a la tarde con la única intención de conectarme al wifi de la plaza pública. Enfrento a la feria de proveedores en donde leo el primer slogan anti Trump plasmado en un pin de tres centímetros de radio y me regalan un sobrecito de lubricante saborizado, una bolsa ecológica de color celeste y el peor remate: el stand de la policía federal de los Estados Unidos reclutando interesadxs en una planilla manuscrita mientras regalaban calcomanías con la bandera multicolor.