Luego de una placa que reza “A mi padre, el Gordo” (dedicatoria nada banal, si se tiene en cuenta que la historia posee como sustancia esencial más de un conflicto ligado a la paternidad), los planos semi documentales que abren la ópera prima de Mariano Gonzalez pueden traer el recuerdo –memoria cinéfila mediante– de algunas escenas de la notable Mauro, cuyos personajes sobrevivían gracias a la fabricación casera de billetes falsos. Pero si en Los globos también está presente un acercamiento a las actividades cotidianas con algo de táctil -un ojo atento a los pormenores del trabajo, la cocción de alimentos para su consumo diario, los contratos tácitos o formales e incluso el sexo- el oficio de César, a diferencia del de los falsificadores de Hernán Rosselli, es absolutamente legal. Aunque artesanal y marginal: la mini fábrica de globos de su patrón, armada en el galpón del fondo de una casa en el conurbano bonaerense, con elementos arcaicos y algo destartalados, escapa a la automatización y se empeña en requerir el esfuerzo manual de cada uno de los movimientos del operario.

“Pinchado… pinchado”, recita como un mantra su eventual asistente, un hombre que también vive en el inmueble, mientras prueba los coloridos globos a la vieja usanza: hinchando los pulmones y soplando. De César (el mismo González, de profesión actor, aquí poniéndose por primera vez detrás de la cámara) se sabe poco y nada. Apenas que estuvo un tiempo “guardado” –en la cárcel o en rehabilitación, la película no lo explicita– que se toma sus faenas laborales y las prácticas de crossfit casi cotidianas con esmero y dedicación y, ya algunos minutos dentro de la narración, que tuvo un hijo con una mujer que ha muerto, la crianza del pequeño desplazada hacia las manos de los abuelos maternos. El conflicto central de la película se hace evidente y, como en un relato de los hermanos Dardenne, una decisión personal puntual se transforma en la fuerza primordial que hace girar el sistema de rotación y traslación del protagonista. ¿Será correcta la elección de dar en adopción a su propio hijo, un chico de unos cinco años, a cierta familia que le podría ofrecer seguridad y un buen pasar? ¿O primará el instinto paternal antes que cualquier determinación guiada por la lógica?

Además de los globos, el que parece pinchado es César. Casi no habla o lo hace sólo cuando es estrictamente necesario. En el rigor obsesivo con el cual emprende cada una de sus actividades parece latir la severidad del converso, aquel que ha decidido dejar algo atrás cerrándole las puertas por completo. Luego de pasar a buscar al chico (interpretado por el hijo de González en la vida real), un viaje relámpago lo hace reencontrarse con Laura (Jimena Anganuzzi), con quien comenzará a tener sexo en el auto mientras el pequeño duerme en el asiento trasero. Bien podría haber sido con otra mujer, tal vez alguna de las clientas del puesto de tragos donde Laura hace las veces de bartender. Las conversaciones con su hijo parecen ocultar cualquier atisbo de ternura tras una gruesa capa de laconismo auto protector, el único escudo que parece conocer César ante la posibilidad del dolor. La máscara de González como actor es esencial en la construcción de ese mundo cerrado sobre sí mismo, casi impermeable a la esencia de lo que ocurre a su alrededor.

Lo admirable en Los globos no es tanto la dureza del tema como la resistente sequedad de su tono. El actor, guionista y realizador no cede jamás al impulso de la sensiblería y se concentra en construir un universo cuya visión le pertenece a su personaje y nada más que a él: un ser golpeado y castigado, emocionalmente constreñido, quizás herido para siempre, que debe enfrentarse a la que quizás sea la resolución más importante de su vida. La emoción llegará, finalmente, y lo hará con la fuerza de una sudestada, aunque los resultados de la tormenta no sean evidentes ni estén acompañados por una epifanía visual y/o sonora. Apenas un diálogo tonto sobre la diferencia entre perros y gatos que, detrás de su aparente intrascendencia, deja entrever la posibilidad de la empatía e incluso un amor incipiente como contrapeso a los miedos y responsabilidades de la carga parental biológica y legal.