Existen crímenes de odio desde siempre, que apenas destellan en páginas de anales, pero que en épocas de espectros, desmoronamientos económicos y culturales como la nuestra, producen un raid mimético de aventureros del exterminio. Sociópatas afiliados a pensamientos supremacistas globalizados, que se sienten amenazados por lo nuevo pero a la vez fortalecidos por las fabulaciones que consumen. O que, sumidos en la frustración y el empobrecimiento, matan para experimentar alguna trascendencia. De pronto, como escribió Néstor Perlongher en Matan a una marica (referencia inevitable): “cuando uno mata, matan todos”. Los lobos nunca son solitarios. La selva en la que nacen y aprenden a moverse, las redes virtuales que tejen, las narrativas mediáticas, las opacidades institucionales, la propia impotencia, son los cómplices más eficientes.

En la búsqueda frenética por exterminar la diferencia que los confirme como normales, los lobos encuentran en los senderos que se bifurcan a la población lgtbiq, jamás bien protegida. Es que, cuerpos y expresiones raras y lenguaje reivindicativo somos acusados de haber alterado un orden que se difumina, y nos lo quieren cobrar. Seguros del papel restaurador que adviene con la sangre derramada, jóvenes neofascistas para los que la vida se resolvería mediante una avalancha narcisista de libertad sin condiciones, se cruzan en subterránea sociedad con el inefable chongo marginal escondido en las redes de contactos eróticos como Grindr. Otros se sentirán legitimados por la barbarie moralizante, matarán y echarán al río el cadáver. Atacan con piedras, intentan provocar cortocircuitos incendiarios, invaden casas aullando “putos de mierda, los vamos a matar”.

El caso de Octavio Romero

Mientras, el Estado argentino reconoció hace unos días ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) su responsabilidad “por la falta de adecuación de la investigación penal a los estándares internacionales” en el caso del asesinato del prefecto naval Octavio Romero, en 2011. La víctima había anunciado su casamiento con Gabriel Gerbasch. Todo indicaba, menos para el sistema judicial, que otros prefectos amparados por la institución que los cobijaba o cobija, lo asesinaron -asfixia por sumersión, indicaba la pericia- como advertencia a futuros desvíos de la norma heterosexista.

Hace un par de años una pareja de activistas que viven en La Boca, Luis De Grazia y Martín Lanfranco, sufrieron golpiza, amenazas de violación y muerte, y hasta la toma transitoria de su casa, solo por haberse quejado a los dueños un local vecino que les hacían imposible la vida doméstica. Su denuncia se resolvió sin considerar el odio a la orientación sexual y apenas con una mínima irrisoria multa.

En marzo de este año, al grito de anormales que se irían al infierno, chapeando uno de ellos con ser hijo de juez y otro con la pertenencia al Ejército Argentino, invocaron a los gritos el significante libertad, vaciado por la derecha de su genealogía, para de inmediato rociar con gas pimienta a un grupo de personas lgtbiq que celebraban el carnaval en una mesa sobre la Avenida de Mayo. Los enajenados de saco y camisa alardeaban de portar arma y de ser “europeos”. Lo que puede sonar ridículo, si se piensa un poco no lo es tanto, porque muestra el permeo discursivo por parte de los grupos neofascistas del primer mundo; el neoliberalismo en su etapa delirante. Todavía se buscan esos rostros colonizados que llenaron de peste las pantallas de la TV.

Más de 15 testimonios de ataques homodiantes, en estos últimos 6 meses

Luego sobrevino el ataque nocturno al local lgtbi Maricafé, con suficiente publicidad y resolución a la espera. Y más tarde la ofensiva sobre un centro cultural donde Nicolás Cofler presentaba un libro de Gemma Ríos. Desde terrazas vecinas echaron agua sobre los equipos de sonido de Los pololos. Podría haberse provocado un incendio, que es la ilusión de desaparecer la escena queer mediante el fuego.

Estos días vimos en noticieros y programas de interés general a un chico que por poco no termina drogado a la fuerza y depredado, si no muerto por ahorcamiento, por un tipo con el que se citó a través de Grindr, y un acompañante. La imagen de Pablo D´Elía, actor, dramaturgo y director de teatro, captado por la cámara de seguridad, huyendo de sus victimarios, aterraba al espectador. Al no conseguir abrir la puerta del edificio, se desesperaba rogando a la policía, que estaba del otro lado, que la rompiera para poder salvarse.

Lo cierto es que la maquinaria policial y judicial, cuando puede, o sea la mayoría de las veces, se desentiende de pistas y pruebas que no son grabadas en vivo o in fraganti. Y a veces ni siquiera se ciñen al dictum “ver para creer”. Nada les resulta suficiente. Vale la pena transcribir parte del discurso de Pablo, que leyó en un acto frente a Tribunales:

Soy más de 15 testimonios de ataques homodiantes perpetrados en estos últimos seis meses por un mismo criminal: Leandro Omar Reinoso. A veces solitario, a veces con cómplices”. Agrega que las acrobacias sanguinarias incluyeron en un caso apuñalamientos contra una víctima drogada, para forzarla a entregarle más dinero o, ya semidespierta, las claves bancarias.

“Estábamos seguros de que saldría en libertad. Así que armamos red. Y con la ayuda de ustedes difundimos la información de que había agresores que se disfrazaban de posibles amantes o amigos...Y aparecieron los otros nombres. Pero no hubo respuesta. Y esa misma noche fueron dejados en libertad dejando a todos nosotros expuestos”

“Una vez más nuestra comunidad comenzó a organizarse, mandamos alertas, circulamos sus fotos, nos protegimos de la forma en que el Poder Judicial y las fuerzas de seguridad no lo hicieron”.

El mismo día que se votaba en el Congreso el cupo laboral travesti trans, grupos neonazis -que ya habían hecho pintadas contra gays dos veces un centro cultural lgtbi y pintado escásticas- quemaron una bandera del orgullo en la puerta de la sede del INADI en San Luis.

Kioskos, curros e ideologías de género

Estos hechos de violencia selectiva se multiplican mientras los derechos nos son reconocidos por la ley escrita. Pero ni los derechos ni la justicia, cuyo sistema de castigo se diluye cuando surgen estos eventos, logran ocultar el mecanismo sacrificial sobre nuestras vidas precarizadas. Las personas lgtbiq, y dentro de ellas, sobretodo y como desde siempre las víctimas trans (el caso de Melody en Mendoza se cerró, celebremos, a favor de la justicia), estamos asistiendo a un incremento de crímenes e incidentes de odio. Pasó en Brasil durante los primeros meses tras la asunción de Bolsonaro, y no sé si todavía hoy. Que no nos endilguen paranoias, porque ahí están los cuerpos masacrados alimentando estadísticas.

El teórico y experto en crímenes de odio Martín De Grazia, advierte sobre esta tendencia alcista, “si no se toman medidas concretas para hacerle frente a la escalada continental de fundamentalismo y neoconservadurismo -so pretexto de respetar la libertad de expresión y/o reunión-(...) las vidas LGBTI valdrán cada vez menos y sus derechos serán progresivamente vaciados de contenido”. Y agrega que “no es solo una problemática que atañe a la comunidad LGTBI o la vida privada de sus integrantes o las organizaciones de diversidad sexual, sino que es una amenaza a la sociedad en su conjunto”, porque “interpela los valores conforme a los cuales se autorregula”.

Cuando se refieren a los derechos humanos como “un negocio”, al activismo lgtbiq como “kioscos”, al feminismo y emancipación de los cuerpos sexuados como “ideología de género”, al concepto de privilegio y vulneración a causa de la clase, raza, sexo, orientación sexual o identidad de género como “categorías neomarxistas” por combatir, el suelo sobre el que se mimetizan y multiplican los lobos neodarwinistas, y donde matan, es a la vez el altar donde se busca sacrificar los corderos humanos de hoy. Corderos a los que, siendo concientes de esta época desaparecedora, nos están empezando a crecer dientes afilados para defendernos, mientras algunas locas con redituable etiqueta de libertarias comercian con los verdugos.