Corría el año 1773, y un grupo de prominentes vecinos de Sheffield, pueblo al oeste de Massachusetts, se congregaba en el hogar de un próspero estanciero, John Ashley, para criticar el despotismo de la Corona Británica. Faltaban aún dos años para que empezase la guerra por la Independencia en los Estados Unidos, pero estos señores ya soñaban con la revolución inminente. De sus tantos encuentros, salió un manifiesto histórico conocido como la Declaración de Sheffield, donde señalaban que las personas “nacen iguales, libres e independientes”. El documento es anterior a la Constitución de Massachusetts que al poco tiempo corroboraría estos “derechos naturales e inalienables”. Al menos, de la boca para afuera, porque bajo el mismo techo en el que estos hombres defendían con vehemencia la equidad, la libertad y la soberanía, se daba otra forma de tiranía: la esclavitud.

John Ashley tenía a cinco personas afro esclavizadas, quizá más. Una de ellas, Bett, escuchaba los argumentos de estos varones mientras hacía sus quehaceres diarios, muy consciente de la hipocresía tras sus palabras. Aún así tomó nota mental de estas ideas, que al tiempo le vendrían de perlas…

Porque, en 1781, esta mujer -hija de africanos esclavizados en Nueva York, que fue vendida junto a su hermana cuando apenas eran unas chicuelas- escapó de casa de los Ashley. Un episodio resultó ser la gota en colmar el vaso, causó la huída: en uno de sus habituales raptos de cólera, Hannah -esposa de John Ashley- la golpeó con un atizador de chimenea al rojo vivo. Herida, Bett tomó a su niña (era madre y viuda), y caminó varios kilómetros hasta el domicilio de un abogado que había integrado la comitiva que redactó y puso el gancho a la Declaración de Sheffield. Theodore Sedgwick, que era abolicionista, oyó atentamente lo que, con elocuencia, Bett le exponía: si la ley dictaba que todas las personas nacían iguales, libres e independientes, ¿por qué no aplicaba a su caso? Ella quería ir a la Justicia, pelear por su libertad en los tribunales, y Sedgwick aceptó representarla en un juicio que acabaría en fallo histórico: se convirtió en la primera afroamericana esclavizada en ser liberada bajo la constitución de Massachusetts. En -reiteramos- agosto de 1781, ¡ocho décadas antes! de que -decreto mediante- Abraham Lincoln firmara la Proclamación de la Emancipación en los Estados Unidos.

A pesar de lo extraordinario de su historia, la impar Bett -que como mujer libre adoptó el nombre Elizabeth Freeman- es mayormente desconocida, incluso en el estado donde sentó precedente, Massachusetts. Al menos, hasta ahora: grupos cívicos, activistas e historiadores de Sheffield se han propuesto corregir el olvido, trabajando arduamente para que se la reconozca a casi 2 siglos y medio del hito que la tuvo por protagonista.

En esa dirección se lee la imponente estatua de bronce, de más de 2 metros de altura, que acaban de inaugurar en una plaza de la ciudad. En una zona muy concurrida, de escuelas, en pos de que peques descubran un personaje que, entienden, debería estudiarse en el colegio. El exgobernador de Massachusetts Deval Patrick -primer afroestadounidense en ocupar el cargo entre 2007 y 2015- es de la partida, maravillado por los bríos de una “mujer fuera de serie que consiguió que otra gente de su comunidad soñara con una vida mejor, donde la libertad y la búsqueda de la felicidad estaban en las cartas”.

Vale decir que, después de que la Justicia se expidiera en su contra y le pusiera una multa, John Ashley intentó convencer a Elizabeth de que volviera a laburar a su casa, esta vez a cambio de un salario. Freeman obviamente lo mandó a freír churros, y eligió trabajar para Sedgwick, que le ofreció ser su ama de llaves. Una de las hijas del abogado, Catharine, fue una respetada novelista en sus días; gozó de cierto suceso con relatos de “ficción doméstica” que, según cierta crítica literaria, presentaban personajes femeninos singulares para su tiempo, defendiendo -por caso- la dignidad de las “solteronas”. La propia Catharine eligió no casarse, a contramano de lo que se esperaba de las damiselas de entonces, y se dedicó esmeradamente a la escritura. El asunto viene a cuento porque la chica Sedgwick quería mucho a Elizabeth, y dejó escrita parte de su historia. Mucho de lo que se sabe de Freeman, de hecho, es gracias a su pluma, que la describe como una mujer admirable, íntegra, de suma inteligencia. Y la cita textualmente, diciendo esta frase rotunda: “Si, mientras fui esclava, alguien me hubiese ofrecido tan solo un minuto de libertad y me hubiera dicho que, al terminar ese minuto, yo moriría, hubiese tomado el trato sin dudarlo un segundo con tal de poder decir: pisé la tierra de Dios como mujer libre”.

Freeman eventualmente se convirtió en una enfermera y partera muy solicitada, y logró comprar una casita donde se instaló con su hija. Murió en 1829 rodeada de sus seres queridos, y lo más importante de todo: en libertad.