He tenido varias vidas. He tenido tres, cinco, nueve vidas. Una de las más divertidas, una de las mejores, fue mi vida como groupie de banda de rock. Fue corta e intensa. Un par de años. Poco más. Lo suficiente para que en el recuerdo, mucho tiempo después, aparezca como la época de la felicidad. Una vida de largas noches. Y apenas recuerdos de los días.

Todo empezó cuando le tomé el gusto a los músicos. Confieso que nunca fui musicalmente educada, en el sentido de no tener una aproximación intelectual, enciclopedista o erudita a la música, como la que tenían mis hermanos, por ejemplo. Yo disfrutaba mucho de la música, de muchas músicas distintas. La música me ponía contenta, me ponía a bailar, me daba gusto en el cuerpo. Pero no pensaba demasiado en ella. No me aprendía ni la vida ni la obra de los grupos. No sabía de acordes o melodías. No tocaba ningún instrumento. Sin embargo, la música siempre estaba allí. Escuchaba todo tipo de canciones en casetes piratas que me grababan los amigos, y las ponía una y otra vez, botón de rewind de por medio, hasta que aprendía a tararearlas a la perfección. Y apenas pude, claro, comencé a ir a conciertos. Creo que el primero fue uno en el Poliedro de Caracas, para ver a la Fania All Stars.

No me gustaban demasiado los front man. Los cantantes parecen niños desamparados a los que no quiero tener que cuidar. Así que a los 17 me hice novia de un bajista que tocaba en el grupo venezolano Sentimiento Muerto. Y luego de otro bajista, el siguiente que tocó en la banda. Era, en parte, una declaración de intenciones: apostar por ese instrumento solapado que pocos se dan cuenta que escuchan pero que todos escuchan.

¿Me importaba la música? Por supuesto. Era lo que le daba sentido a todo. Pero no porque quisiera convertirme en música o subirme a los escenarios. Yo solo quería estar allí. Supongo que quería vivirlo para poder contarlo después. Lo que otros miraban de lejos, yo lo admiraba en vivo y en directo, en los conciertos, en los back stages, en los ensayos, en las grabaciones, en las giras por Colombia, Argentina, Venezuela. Todo bajo el consenso de que teníamos que vivir la vida rock and roll.

Con Fernando Samalea, Zoca y dos integrantes de Dermis Tatú, fotografiados en La Boca

Recuerdo que en Buenos Aires nos alojamos en la casa del baterista Fernando Samalea, en Constitución. Ya Sentimiento Muerto se había disuelto y tres de sus integrantes habían fundado otra banda, Dermis Tatú. Samalea, que era de una generosidad incurable, nos recibió a todos allí en su pequeña casa. Se llegaba cruzando un pasillo larguísimo y un porche donde dormía la gata que, encima, acababa de tener gatitos. La casa solo tenía dos ambientes: en el primero había un altillo de madera donde dormían Samalea y su novia. Debajo, sobre un colchón improvisado, junto al equipo de sonido y los discos (lo que era todo un plus), dormíamos el bajista y yo. En la otra habitación, que hacía las veces de sala, comedor y cocina, compartían el espacio el guitarrista, el baterista y Zoca, bailarina brasilera e ícono de la noche porteña. A veces también caía algún otro amigo de paso.

En Constitución, en un restaurante de tenedor libre, conocimos a Nancy. Los Dermis estaban un poco cansados de comer tanto bife y pasta al tuco así que iban mucho donde Nancy, una cocinera china que había montado ese pequeño local donde por cinco pesos podías comer todo lo que quisieras. Nancy se encantó con los chicos y nos invitó una noche a su casa a comer “comida china de verdad”. Vivía en una casa mínima, en un edificio medio derruido, muy pobre, con electricidad robada de la casa de al lado, pero nos preparó a todos un banquete. Hablaba muy poco español y su marido, nada. Nos comunicamos toda la noche por señas. A los Dermis les gustaba hacer ese tipo de amigos. Estaban codeándose con todos los rock stars de Buenos Aires, iban a la sala de ensayo de Charly García, al back stage de Divididos, tocaban con las Mata Violeta, pero creo que se fascinaban más con esos personajes anónimos y estrafalarios de la ciudad, como Nancy.

Solíamos dormir de día y vivir de noche. Cruzábamos la ciudad para ir a todo tipo de conciertos. Íbamos mucho al Roxy, a Prix D'Ami, a Cemento. En casi todos esos lugares tocaron los Dermis. Al volver a casa, nos quedábamos conversando hasta el amanecer. De música, sobre todo, pero también de cine, de libros. A veces sonaba el teléfono a esas horas. Era, invariablemente, Charly, preguntando por Zoca. Y aunque ya no eran pareja, Zoca tomaba su cartera y se ponía de pie. “Me necesita”, decía. Y partía.

En esa época pocos tenían mail. Cuando regresé a Caracas, con el bajista nos comunicábamos por fax. En uno de ellos me cuenta que ya están grabando y que tienen mucho trabajo. La noche anterior Spinetta había pasado por el estudio, había escuchado el material y le había encantado. El bajista estaba muy sorprendido. Y todavía más asombrado de que una de las bandas favoritas de Spinetta fuera Nirvana.

Este fragmento forma parte del libro La eterna juventud (Saposcat), una antología de textos breves de la chilena Lola Larra (Claudia Larraguibel), autora de la novela juvenil Al sur de la alameda (2014), sobre la toma de un colegio secundario, y Sprinters (2016), crónica sobre una investigación acerca de la Colonia Dignidad.