Durante siglos el sonido que aglutinó a cada pueblo fue el ding dong que lo reunía en la iglesia. El toque de campana era la manivela que inclinaba al pueblo y arrimaba por igual a la campesina, al comerciante, al letrado, al comisario, al alcohólico, a la maestra, a la foránea y, en alguna ocasión, al marginal. Más tarde, los sonidos aglutinantes que cohesionaron los Estados nacionales fueron el clarín de guerra que agrupaba a las fuerzas armadas y el megáfono político en torno al cual se reunían las masas. El actual imán sonoro que reúne a las sociedades es la alarma informativa. Las placas al rojo vivo de “último momento”, “urgente”, “ahora” son tecnologías de cohesión social más efectivas que un llamado de la iglesia, una consigna política, una convocatoria de guerra o un himno nacional. Las placas convocan masivamente a la atención y excitan las terminales nerviosas de la sociedad: ponen millones de dedos a teclear en simultáneo el celular.

En las sociedades actuales los vínculos están casi partidos por el ego y su megusteo, por las transferencias de dinero y su capitalismo omnipresente, deprimente. Pero para alegrarnos y reunirnos, además del alcohol, todavía están las alarmas informativas que aglutinan momentáneamente a las sociedades. Antes de que tomemos posición de un lado o del otro, las alarmas son el único espacio en común que tenemos y nos confraternan, sincronizan las cabezas, las ponen a pensar obsesivamente en un monotema, generan una efímera sensación de unidad social. Las placas urgentes crean y recrean espacios temáticos nacionales para ser habitados juntos. Su sonido estresante, en loop, nos ponen por un momento en el trance alucinante de sentirnos uno.

Pero ¿cuál es el sonido que late debajo de las estridentes alarmas informativas? ¿Cuál es su inconsciente sonoro? ¿Qué arquetipo vibrante subyace a sus cambiantes contenidos informativos? El arquetipo es la sirena. Las sirenas policiales, médicas, de bomberos o antiaéreas hacen patente la presencia del Estado en un momento de extrema vulnerabilidad y emergencia. Del mismo modo, la alarma informativa hace patente la presencia de los medios: ellos estarán hasta nuestro “último momento”. Tal vez no haya escena de mayor orfandad social que aquella en que por razones de fuerza mayor (un terremoto, por ejemplo) la conductora abandona en vivo al estudio. Ante esa desolación, sin embargo, podemos seguir sintiéndonos juntos mediante el tecleo en el celular.

El psicólogo social Peter Sloterdijk ya observó la función cohesiva del stress, el pánico y la histeria social. Cabría agregar que nuestras sociedades son adictas a la función sedativa del celular. Es posible que en promedio la gente pase entre dos y tres horas diarias en redes sociales. ¿Cuánto recordamos de las horas pasadas ayer, nomás? La función del celular es hipnótica como una sustancia psicotrópica que sirve al trance. No funciona como cohesivo social basado en la memoria y la ilación de palabras, sino como alivio compensatorio del stress, el pánico y la histeria social. Los memes y jajás omnipresentes revelan la necesidad de quitar consistencia a las intensas alarmas sociales. Toda experiencia densa se disuelve en el meme; todo lo extenso se disuelve en la storie; la intensidad, en el “ah re”; el miedo, en el jajajá.

En esta época de sirenas y alarmas tanto como de liviandad y sedación, es lógico que casi nada permanezca en la memoria. Los acontecimientos viajan de pantalla en pantalla a la velocidad de la luz, nada da tiempo de asimilación a nuestra memoria orgánica, nada se adhiere a nuestras cabezas de teflón. Las alarmas informativas y la función sedativa de los celulares nos convocan a estar juntos a distancia, a hacer sociedad mediante la electricidad, pero su reverso es una abismal soledad. ¿Si en el momento en que, presa del pánico, la conductora abandona el estudio, también nos quedáramos sin celular? Y sin alcohol. ¿Cómo suena una sociedad de fusibles quemados?

* Docente UBA y UNQ