Mi amiga Anita, que es un año más grande que yo, fue mi primera referente. A los dieciséis años estuvo trabajando un mes en un bar hasta que se cansó, cobró y renunció. Al día siguiente me presenté y empecé de inmediato. Se trataba de atender el bar por las mañanas, se entraba a las siete, lo que ya en sí mismo era un palo. La cocinera trabajaba como una burra, llevaba absolutamente todo, menos lavar en la bacha, eso también lo tenía que hacer yo. Mi trabajo era atender las mesas, barrer, lustrar copas, llevar la caja, etc., etc. No recuerdo haber limpiado el baño jamás, seguramente lo hacía la cocinera, que desde que llegaba hasta que terminaba paraba una sola vez. A las doce se sentaba en la barra al lado de la caja y ponía fuerte I’m your lady de Céline Dione, se fumaba un pucho y se quedaba extasiada mirando los ventanales que daban a la calle cuatro, pensando no sé qué cuernos.

La dueña tenía dos hijos, uno de veintialgo que para mí ya era un tipo grande y un nenito de cuatro que había nacido en Brasil, de donde habían vuelto no sé por qué. Contaban cosas fantásticas de Brasil, el hijo chiquito se llamaba Joao por Joao Gilberto, siempre que llegaban ponían bossa nova. El hijo grande fue el que me contrató, aparecía bastante por el bar, pero no estaba todo el tiempo, la que venía menos todavía era la madre. Tenía confianza total en la cocinera y por eso, cada día a la una, llegaba para la comida de Joao, que ella le preparaba con mucho esmero, a lo mejor la sesión diaria de Céline también le servía para inspirarse con eso.

Un día, la dueña, que no me acuerdo el nombre, tampoco el de su hijo ni el de la cocinera, no hay caso, me da una bronca… Bueno, un día la dueña me dijo que a partir de ese momento debía tratarla de usted. Ahora que lo pienso esa mujer era más joven que mis cuarenta y siete de ahora, no sé en qué cabeza entra decirle eso a una nena de quince, pero lo hizo y me incomodó bastante, al punto de esforzarme concienzudamente en no decirle nunca de usted ni de vos. El atajo que había encontrado era el indirecto, tipo: “falta papel higiénico” o “hay que cobrar la mesa tal”. Porque cuando ella llegaba, la caja no se podía tocar durante la hora que estaba, se encargaba con celo, como si el resto de la mañana no hubiese estado yo metiendo y sacando guita. Me acuerdo que cuando llegó la mujer boliviana que había estado trabajando antes en el lugar de la cocinera, le dijo que si no le pagaba lo que le debía la iba a denunciar, que tenía un abogado que la iba a mandar a juicio y ella la sacó a los gritos, diciendo que iba a llamar a la policía si seguía en su local. Después me miró muy seria y me apuntó con el dedo diciendo, “ojo, vos, con lo que se te ocurra, ¿eh?”. Cuando le conté a Anita lo de la advertencia del tuteo se cagó de risa, dijo que a ella le había dicho lo mismo y que desde aquel momento se encargó de vocearla cada vez que pudo, enfatizando las eses como la preciosa serpiente conchudita que sabía ser, mi hermosa y querida amiga.

A las nueve venían los pibes del Nacional, tenían recreo y aprovechaban para tomarse un café, desayunar o simplemente escuchar la música que me pedían que ponga. Compartíamos el gusto por Sumo, reverenciábamos a Luca, supongo que porque estaba muerto, con toda la demás música no se ponían de acuerdo ni entre ellos. También venían muchos proveedores, un día vino uno muy simpático, de Coca Cola, que se tomó un café con leche con tres medias lunas y que, cuando me fui a lavar a la cocina, se fue sin pagar. Tuve que hacer una pequeña maniobra para que la caja estuviera en orden para cuando llegara la mamá de Joao. También venía un viejo de mierda, que al principio se hacía el abuelito bueno, dejaba propina y esperaba paciente su turno cuando me veía atabalada. Un mediodía se calentó y armó un griterío bárbaro cuando le dije que no iba a quedar con él para tomarme ningún café después del laburo. Ese día pasé una vergüenza tremenda, estaba el salón lleno y el hijo de la dueña me dijo que el viejo ese era especial, que estaba muy solo, que tuviera más cuidado.

Un día, en la esquina de cuatro y cuarenta y seis pusieron el circo que venía todos los años. Yo no me di cuenta hasta ese momento de la mañana, serían tipo las nueve que, saliendo de la cocina donde había estado lavando tazas, me encontré con un hombre bajito, muy flaco, con unos brazos musculosos pintados de tatuajes tumberos y cicatrices profundas. Tenía el pelo largo hasta los hombros, lacio, rubio amarillento y los ojos de un azul casi transparente. No se veía muy viejo, aunque tampoco era un chico, usaba musculosa y pantalón de gimnasia, se parecía a Iggy Pop.

Me pidió una cerveza y, cuando se la llevé a la mesa, me hice la canchera y le dije: “Tu birra”. Le habrá dado gracia, ternura, no sé, el caso es que aceptó darme conversación, no era morboso, no intentaba nada, simplemente contestaba lo que le preguntaba. Me dijo que era el domador del circo, y yo hice foco en los arañazos, eran bestiales, pero se los veía bien cicatrizados, con una antigüedad que me llamó la atención. Le pregunté y me dijo que hacía once años que estaba rodando con ese circo. Le comenté que a mí me encantaría trabajar en un circo para viajar por el mundo, pero no sabía bien qué podía hacer yo en una compañía así. No me lo recomendó para nada, me dijo que la vida en el circo era muy dura con las mujeres, que él había conocido muchas y que no duraban más de dos años: bailarinas, patinadoras, acróbatas, trapecistas, écuyères, malabaristas, payasas, se hacían mierda durmiendo en caravanas, no resistían bien el alcohol. Me aseguró que la vida del circo no era lo que yo pensaba, que para él estaba bien porque amaba a sus leones y no los iba a dejar solos con cualquier hijo de puta.

 

A mí también me encantan los leones, las panteras, los pumas, los tigres… son gatos grandes, no conozco nada más elegante. El ronroneo es mi idioma favorito. El otro día me acordé del domador cuando escuché un podcast que se llama Ocultonas, de Danila Suárez Tomé y Mariel Giménez. Hablaban del horóscopo, decían que para el intercambio social venía muy bien hablar de los signos astrológicos, que era más fácil decirle a alguien que apenas conocés, sin ser ofensiva, antipática, ni tan directa: “Cómo se nota que sos de Capricornio”, cuando ves que le gusta mucho la guita o el trabajo, o: “Taurina tenías que ser”, porque es una persona demasiado mandona, de una obstinación insoportable. A los de Leo, que les va lo de la personalidad central, como un sol, es más amable decirles: “Sos un típico Leo”, a señalarles que son unos egocéntricos del orto. Yo los amo, sin predisponérmelo a menudo me encuentro rodeada por elles, siempre tienen una historia buena para contar, les gusta hacerme reír. Para mí, son los reyes de la carcajada. Tienen exacerbados los sentidos del orgullo y la intuición, pero la paranoia bastante bien controlada, cuando no se les rompe el relojito. Se mueven sabiéndose admirados, como si los focos y las estrellas los persiguieran. Su territorialidad los lleva a marcar el espacio, suelen dar guerra por eso, pero están abiertos a las caricias, los masajes, la música, las atenciones, los elogios, la conversación y los mimos prolongados. Me gusta su sensibilidad al silencio, al confort y a la tranquilidad sentimental, detestan los gritos, aunque no ahorran rugidos, si los creen necesarios. Tomo clases de defensa y autoestima con elles. Desde hace años vivo dentro de un círculo de leonas divinas, amigos y amigas queridas, mi compañera actual de trabajo y hasta seis perlas en mi familia; gente impactante, felina y cariñosamente domable. Mi amor es de Leo.