A Rebeca Tieffenberg no le gustaba su nombre. Su marido, el filósofo platense Francisco Maffei, le ofreció entonces un bautismo amoroso y helénico: la llamó Sofía, por la sabiduría. Sofía Maffei era pequeña, delgada y de grandes silencios. Prefería los vestidos largos y el reflejo nunca directo de los espejos. Nació a comienzos del siglo XX en una de las colonias judías de Entre Ríos financiadas por la Jewish Colonization Association. Dominaba a la perfección el francés, el inglés, el alemán y la historia del arte. Durante gran parte de su vida organizó reuniones literarias (selectas, íntimas) que empezaban indefectiblemente a la hora del atardecer.

Primero fue en el barrio de Villa Devoto y más tarde en un departamento frente al Botánico. Las tertulias sucedían cada quince días y en grupos de no más de seis o siete invitados. Sofía los elegía con esmero. La lectura de poemas y, sobre todo, el debate acerca de traducciones ajenas o propias, era el ritual central. La idea de esos encuentros comenzó tras el regreso del matrimonio a Buenos Aires, luego de una estancia en Mendoza en épocas del Primer Congreso Nacional de Filosofía de 1949, con Perón y sin Heidegger. En aquel otoño de provincia tomó la decisión de fundar una editorial, y mucho después aceptó como un halago, por su misterio y elegancia, el nombre de Madame Maffei.

“La recuerdo como un amable fantasma que sólo podría merodear los arrabales de los años sesenta. Era pequeña pero había algo sólido o macizo en su figura ataviada con largos vestidos que podía pasearse con un lirio en la mano --como el cetro de una faraona egipcia recuperada-- bajo las tipas de Coronel Díaz, donde habitaba un precioso departamento que me parecía un tabernáculo. Tenía una hermosa cara tipo sefardita con cejas muy naturalmente delineadas, y hablaba con precisión, mesura y señorío”, cuenta la poeta y ensayista Ivonne Bordelois. ¿Quiénes más participaban en aquellas reuniones? Ernesto Sabato, Alejandra Pizarnik, Narciso Pousa, Hugo Padeletti, Vicente Fatone, Ricardo H. Herrera, Carlos Astrada, Oscar Hermes Villordo, Hellen Ferro, Horacio Castillo y Susana Thénon, entre tantos otros. Y por supuesto, Ricardo Molinari. “Sofía fue una musa inspiradora para todos. Yo llego a ella por el periodista y novelista Hellen Ferro. Y en esa casa frente al Botánico donde todo era exquisito, conocí a Molinari. Ellos eran muy amigos, y él le dedicó muchos poemas”, conversa el poeta Rafael Felipe Oteriño, quien mantuvo con Sofía una amistad de muchos años y publicó cuatro libros en su editorial. Oteriño recuerda una anécdota: una noche, al salir del departamento, Molinari se acercó a un árbol de la vereda y dijo: 'En esa casa uno ve tantos ángeles y apariciones que es imposible preguntar por la dirección del baño'”.

El catálogo de Cármina consta de 40 títulos editados entre 1956 y 1988. Las ediciones, confidenciales, es decir, no comerciales, eran pagadas por Sofía y un grupo de amigos que oficiaban de suscriptores. En ocasiones los títulos tenían dos impresiones: una en papel obra austríaco con tirada que podía ir entre 70 y 370 ejemplares, y otra, numerada --y a veces firmada--, en papel Ingres Montgolfier, con ilustración, que podía rondar los 20 ejemplares. Los libros de Cármina (excepto El desentendido de Molinari) se imprimieron en el taller gráfico de Domingo Taladriz en Boedo, donde Sofía se pasaba las tardes atenta a los detalles de edición. El sello tiene dos características notorias: por un lado, la edición de poetas noveles (primeros libros de Thénon, Castillo, Oteriño, Padeletti, etc.) y por otro, primeras traducciones en libros de poetas como Georg Trakl, Ezra Pound, T. S. Eliot, Edith Sitwell, Georges Schehadé e Yves Bonnefoy. El primero que dio aviso del trabajo de Mme. Maffei fue Hugo Gola elogiando la traducción de Pousa, Rogelio Bazán y Madame Maffei de Poesías (1956) de Trakl.

Pero la obra más importante de Mme. Maffei como traductora fue su versión en 1957 de los poemas del libanés (de lengua francesa) Schehadé: “Hay jardines que no tienen ya países / Y están solos con el agua”, ese inolvidable poema y otros 28 más. Pero, ¿a qué viene todo esto?

Se recuerdan los 50 años de la muerte de Pizarnik y la historia de Mme Maffei --injustamente demorada en los raccontos sobre editores y traductores argentinos-- merece atenderse. Su versión de Schehadé (poesía de la inocencia, de la infancia, de la palabra murmurada bajo un surrealismo destilado de imprudencias) acaso fue el vaso comunicante entre Madame y Pizarnik, si tenemos en cuenta que Schehadé es uno de los poetas que no puede faltar entre las coordenadas que llevaron a “La hija del insomnio” (E. Molina, dixit) a dar el salto entre sus primeros libros y Árbol de Diana en el 60.

Y además porque gracias a esa traducción Pizarnik y Bordelois hallaron un lugar donde publicar versiones de la poesía del francés Bonnefoy, aquel de: “Sucedía que había que destruir y destruir y destruir: / Sucedía que sólo así puede ganarse la salvación. / Arrastrar el rostro desnudo que sube desde el mármol, / Triturar toda forma, toda belleza. / Amar la perfección porque ella es el umbral, / Pero negarla apenas conocida; muerta, olvidarla. / La imperfección es la cima”. Bonnefoy fue traducido para Cármina (Poemas, 1967) a pedido de Madame luego de leer tres poemas trasladados al español por Pizarnik y Bordelois en la revista Sur de 1962.

“Queridísima Ivonne A.: es de noche y tarde; de allí que me apure como si ello tuviera que ver con la cosa en sí. Bravo por Mme Maffei. Le haremos un Bonnefoy que entrará en los anales de la lit. universal que no por anales los hemos de despreciar, más vale anal en mano que lo contrario (Cf. Tácito, Anales complejos, suivi de Complejos anales). Me ocuparé de llevar su opera omnia a Buenos Aires. Acaba de publicar en el Mercure una serie de poemas de amor simples y maravillosos. O sea: es una excelente noticia y Mme. Maffei se pondrá tan eufórica que se le naufragarán los barquitos de sus grandes ojos asombrados”, escribió Pizarnik a Bordelois (Correspondencia Pizarnik, 1998).

Comenta Bordelois: “En mi época de París, íbamos con Alejandra a unas clases de Bonnefoy sobre el barroco que daba en algún lugar del Boulevard Saint Germain, y escucharlo era entrar en un mundo alto y enigmático que nunca acababa por recorrerse del todo. Tenía una voz y una mirada tan memorables como profundas, y nada que ver con los habituales profesores de la Sorbonne, había algo perfectamente indomable en él”. Y luego agrega: “Trabajar en esas traducciones resultó una tarea agotadora. Como dice Rilke, aquello que es necesario y hermoso es también necesariamente difícil, y esta tarea conjunta reveló una vez más la verdad de su afirmación. La dificultad estaba representada tanto por lo resistente y denso del texto original como por las exigencias de Maffei, una perfeccionista sumamente lúcida --conservo sus minuciosas y delicadas observaciones-- sumadas a las de Alejandra, que se obstinó en que yo escribiera el prólogo, aun cuando fue ella quien sugirió incluir las reflexiones hegelianas de Bonnefoy en el mismo. El epígrafe de Hegel escogido por Bonnefoy para Du Mouvement et de l' Immobilité de Douve, su primer libro, dice: 'La vida del espíritu no se espanta ante la muerte, ni se abstiene de ella. Es vida que soporta a la muerte y se sostiene en ella'. Esta frase no podía dejar de resonar profundamente en Alejandra”.

 

Mme. Maffei falleció en 1987. Además de Cármina, dejó dos libros de poemas: La rosa y A Leonor Vassena. Alguna a vez contó el público el porqué de su tarea y escribió: “Ayudar a ver, ayudar a corregir, ayudar a traducir, son las formas sencillas y espontáneas de un hermoso ritual”.