En una huerta del nuevo secundario rural de Misiones, conocido como el IEA 17, a un costado de la ruta provincial 17, dos alumnas cortan tallos de verdeo. Son Sofía y Daiana “de tercero” se presentan. “Esta es la huerta de tercero”, aclaran. “Sacamos tallos para que vuelva a crecer” explica Sofía. Daiana quiere ser veterinaria. Su padre trabajó en el raleo, talando, hasta que tuvo un grave accidente. El padre de Sofía también sale "a talar pino”, lo que más forestan aquí las compañías. Aunque en su chacra hay huerta es difícil trabajarla a escala, con pocos recursos y poca información, por eso ella está en la escuela. Camina entre los canteros, decidida. Se miran con Daiana. Se ríen.

Es mediodía y en la escuela habrá un almuerzo porque esta semana “se faenó un cerdo, los chicos de cuarto están aprendiendo hacer chacinados y el costillar no se usa para eso, así que hoy tenemos asado” cuentan. En la parrilla, cerca, están los profes. Ellas cruzan el patio por atrás del mástil, pasan frente al aula de las computadoras, y siguen a la cocina donde se prepara la ensalada.

“En nuestra zona lo que más hay es potencial de trabajo, la voluntad de las familias para trabajar la tierra está, faltan formación y recursos. Nosotros desde la escuela trabajamos en la organización productiva de las familias”, explica Fabián Martínez, profe de historia y “posadino”, se define. Integra del grupo que funda en 2015 esta secundaria en el paraje de Laguna Azul --la única con orientación agrotécnica en las afueras de Bernardo de Irigoyen--, a la que hoy concurren 150 alumnos: el Instituto de Enseñanza Agropecuaria (IEA) Nº17. Y su tecnicatura en Desarrollo Rural con 40 estudiantes.  

Allí, donde la frontera con Brasil es cotidiana y el contrabando una de las pocas “salidas” al mundo adulto, por fuera del sacrificado trabajo rural, Fabián junto a Nuria Lantos  (gestora del proyecto desde que decidió dejar Buenos Aires para enseñar en el monte misionero) y el amigo de ambos Lucas dos Santos (profe de filosofía y ex seminarista, nacido en Apóstoles) decidieron dedicarse a la “educación inclusiva de la gurisada”.

El IEA 17 sintetiza la convicción de profes, padres y alumnos por reivindicar el conocimiento a favor de la producción rural, sostiene Fabián. Y resume la historia del colegio en un marco de luchas y conquistas de derechos. El IEA 17 se emplaza en el límite de un territorio ganado: un acampe de 40 días logró en 2013 expropiar 36.000 hectáreas. “Y unas 2000 familias pudieron tener su escritura”, explica Nuria. 

Esa conquista se materializa en la escuela: el 80 por ciento de sus alumnos son hijos de esas familias. Las que acompañaron un recorrido histórico, desde “dos aulas de tablas” al flamante edificio inaugurado en agosto. Al evento asistió incluso la primera dama, Fabiola Yañez, quien ya estaba involucrada en el proyecto desde que en 2021 se firmó la construcción público-privada del establecimiento.

Desde el aula de madera

La escuela surge para que los productores puedan mantener la dignidad”, refuerza Lucas, en el patio de la escuela donde los alumnos hablan en una característica mezcla de castellano, portugués y guaraní. También los profes “que son de acá, falan virado --explica Fabián--, una ventaja enorme, facilita que la gurisada pueda expresarse y se entiendan con los profes”. La mezcla de idiomas no es una debilidad sino una fortaleza. Un signo que el IEA 17 asume en su matriz fundacional: construir con lo que hay, y mejorarlo.

En Irigoyen, en el extremo oriental de la provincia de Misiones, solo un bulevar oficia de frontera entre Brasil y Argentina. Hay muchas, muchas vinerías, causa y consecuencia del contrabando. El hospital ni siquiera puede atender los partos porque no hay anestesista ni equipos de media complejidad. Y no existía allí formación técnica que dialogara con la realidad local. En ese contexto nace el secundario que fundan estos tres profes. “Los hippies del pueblo” los llamaban las autoridades educativas de entonces. Hoy son la conducción del IEA 17.

La secretaria, Alejandra Arrúa, profe de lengua, fue la primera designación, en 2014. “Funcionábamos en un aula de tablas, un galpón, después en las que fuimos construyendo con los padres hasta que se aprobó la donación y se construyó el edificio nuevo” repasa. En los inicios hay un concurso de crédito fiscal ganado para comprar insumos y producir alimento balanceado o genética con inseminación artificial. El acompañamiento de la comunidad hizo el resto y permitió sostener la cursada, el comedor, ver concretarse “los planes a futuro”.

Para Nuria, dos herramientas de la política social convergen en la posibilidad de generar “educación inclusiva: la AUH, y el boleto estudiantil provincial”. Además “la propia escuela, claro”, enfatiza. Cuando todavía era una maestra recién llegada, recorría seis kilómetros, de ida y de vuelta, a caballo. En ancas, la llevaba “una de mis alumnitas, que hoy estudia en el casco urbano de Irigoyen, el profesorado de nivel inicial”.

Creando redes con la comunidad

“Empezamos con 54 chicos que para una escuela rural es mucho, y era pura una incertidumbre” confía Alejandra. Tuvieron que luchar por sostenerla. “Pero trajo esperanzas, a los padres y a los profes” agrega. Hay ocho secundarias en el pueblo, pero la matrícula del IEA 17 crece desde que abrió en “aulas de tablas”.

Aun en esas aulas precarias los chicos venían: “Llovía o hacía frío y venían igual, el aula se inundaba, teníamos que levantar todo para que no se moje, y ¡venían igual! --recuerda la secre-- porque la escuela era su lugar, no se sentían discriminados por su forma de vestir o por su edad”. Había alumnos de 17 o 18 años en primer año. 

Hoy las familias de Irigoyen también mandan a sus hijos a esta escuela. Como quienes residen en las colonias. Son 150 alumnos. “Algunos vienen desde 30 kilómetros, y ya tenemos dos primeros --cuenta Alejandra--, el resto se distribuye de segundo a sexto año”. Ya egresaron dos promociones, y este año sale la tercera.

La tecnicatura en Desarrollo y extensión rural, que hoy tiene 40 alumnos, nace cuando se firma la construcción del edificio nuevo. Hasta entonces funcionaban en las viejas aulas de madera, las que había dejado una primaria trasladada a un edificio de material, ahora su escuela vecina, la Nº 288.

“Nos apoyan un montón”

“Es lindísima esta escuela” dice David. Está en primero y su hermano en tercero. Son parte de una comunidad que en 2021 mantuvo un acampe en El Soberbio --a más de 70 kilómetros-- para resistir un desalojo. Viven en el paraje, en casa de otro hermano, para poder estudiar. “Mis papás dijeron que acá iba a tener mejor educación --cuenta--, porque allá es todo monte. Y acá aprendo, para ayudarlos”. Una sonrisa enorme, el gesto acompasado de quien observa, y avanza.

En el aula de primero, Nicolás Silva explica que “esta es la única técnica de por acá y aprendemos cosas para la chacra”. A su lado, y después de las primeras miradas distantes, Victoria Benedito, Sergio Nedeiros, Manuel Sosa, Alejandro Da Rocha, Emilson De Lara, coinciden sobre la escuela: “Nos apoyan mucho”. Se ríen. Y hacen muecas para la foto. “Yo también” dice William Román, cuando viene corriendo al retrato grupal. Se suman Clarice, Gabriela y Antonella, después Marinés.

“El otro día faenamos y aprendimos que hay que desangrar el animal para que la carne no quede dura” explica Nicolás Martínez antes de salir al patio. “¿Quiere verlo?” pregunta, y muestra el video donde una gallina es puesta “boca abajo” en un cono de metal para ser degollada. La luz creativa de Horacio Quiroga sobrevuela el imaginario de esta cronista. Los chicos ríen, y los de quinto cuentan que están preparando un viaje para conocer la casa-museo del escritor, y las ruinas de San Ignacio, en el marco de una visita a la Universidad Nacional de Misiones. “Vamos a ir al Facultad de Humanidades, para que empiecen a familiarizarse con esa posibilidad” aporta Nuria.

Flor de inauguración

La presencia de Fabiola Yañez en la inauguración es otro signo que define la singularidad de esta propuesta. Liliana Frías, profe de historia que vive en la aldea Tekoa Arandu (Pozo Azul), lo recuerda. Ella es una de las nuevas profes “pero en ese acto entendí un montón de cosas, se veía que, desde la institución, se transmitía un mismo mensaje”. Y “Fabiola lo dijo --cuenta--, y estaba emocionada. Esto es un logro, dijo, incluso tenemos educación superior para que ningún chico tenga que irse del campo para estudiar en la ciudad”.

Ese 12 de agosto también “se les reconoció a los profes que la fundaron, sus años de lucha --destaca Lili--. El presidente del Consejo de Educación, (Alberto) ‘Colita’ Galarza lo dijo, se le reconoció a Nuria, a Fabián, que fue mi compañero en el profesorado donde le decíamos ‘loco ité', que es muy loco, en guaraní –se ríe--, y a Lucas”. Todo “muy simple y sin protocolo”, se alegra al recordarlo.

La naturaleza del lugar

Liliana hoy da clases sobre la semana de la Diversidad Cultural. Ella pertenece al pueblo Mbya Guaraní. En Misiones hay 120 comunidades indígenas. “Muchos no tienen documentos, salen a mendigar”, les cuenta a los alumnos. Y les propone reconocer el valor de esas culturas para entenderlos y no juzgarlos. En el aula de sexto, la profe de química, Celeste De Micco, enseña la calidad de los suelos. Hay zonas degradadas por la actividad forestal. La naturaleza exuberante de la zona hizo de esa virtud, una carga: “Es la historia del lugar, donde el raleo es una actividad común” refiere Celeste. El trabajo es duro como en los yerbatales “donde entre los tareferos suelen haber incluso mujeres embarazadas, y chicos”.

El perfil del obraje asoma como el fantasma de lo que esta escuela busca evitar. Y en el patio, Oscar Maciel, alumno de tercero, quien dejó su casa a los 14 años para estudiar en el pueblo, explica que “las familias no logran producir por fuera del tabaco, sin asesoramiento técnico ni capital”. Oscar quiere seguir la tecnicatura “podría influenciar a los productores explicando lo que necesita el suelo, o cómo mejorar una planta para que produzca más”. También quiere ser periodista. Le interesa la política. Y reclama que “de ningún organismo lleguen hasta la casa del productor a aconsejar”.

Mientras Oscar conversa con Página/12, un hombre entra a la escuela y alguien avisa: “Quiere comprar un cerdo”. El IEA 17 desarrolla genética porcina. Para enseñar y producir, o vender “para genética también” explica Nuria. De esa producción es el asado que hoy preparan los profes. También habrá pollos de la granja. Y las cocineras hicieron panes, que Maximiliano Pierotti, el director del cole, va cortando en mitades.

La asamblea: donde la palabra vale

Las sillas están bajo el alero, alrededor del patio. Los alumnos están expectantes. Los profes convocaron a asamblea. “Antes de la pandemia la hacíamos todos los meses” les explica Nuria. Ahora “queremos ayudarlos a organizar un centro de estudiantes --suma Fabián--, es parte de lo que da esta educación, así uno adquiere responsabilidad, obligaciones y derechos”. Lucas les habla de “una cultura del IEA”. De “un sujeto respetuoso y solidario que apoye a su comunidad y cuide la biodiversidad”. Compartimos la mitad del día les dice, y en la juventud “que es la etapa más linda de la vida” --los anima--, uno se forma para salir al mundo. Los alumnos escuchan. Luego toman la palabra.

Nuria sintetiza, un centro de estudiantes permite “manifestar un problema, traer una queja y proponer formas de resolverlo, ser propositivos y comprometerse con la palabra, porque la palabra vale”. “Reclamo y propongo” subraya. Queda la tarea: los profes y el Maxi, el dire, pasarán por los cursos a explicar cómo elegir delegados para que esa representación los exprese. Ya es hora del almuerzo, hay que traer las mesas de las aulas para disfrutar del asado, con ensaladas y pan casero.

El profesor Gabriel Rud es hijo de productores de la zona.


Gabriel, la historia de un profe rural

Gabriel Rud, el profe de ciencias agropecuarias, es hijo de un pequeño productor de San Antonio. De chico recorría 12 kilómetros por día, a caballo, para llegar la escuela. El secundario lo completó en una agrotécnica de la que lo separaban “8 kilómetros de camino de tierra, más 8 de asfalto”. El terciario lo pudo mantener por una beca “y trabajando en la charca, en cultivos anuales: yerba, tabaco, mandioca, maíz”.

Gabriel nunca quiso “esa vida” porque “es muy sacrificada” comparte. Busca “desde esta escuela, crear un modelo productivo que contenga a los colonos. Por ser parte de este equipo puedo ayudar a mis padres que siguen en la chacra. Ayudarlos a producir mejor y a que no abandonen la chacra. Porque tienen 50 años y parecen mucho mayores, se les nota en la cara la vida dura que llevaron, el trabajo rural, la crianza de los hijos”. Para Gabriel la escuela es un proyecto de vida. Compartirlo con los estudiantes le permite transmitir su experiencia "transformada en conocimiento".