En la segunda mitad de siglo XX pasamos gradualmente de una cultura popular a otra de masas, con todos sus componentes conflictivos y contradictorios. Con la llegada del siglo XXI -la era de las redes sociales- se comenzó a definir otra trama diferente de producciones simbólicas que paulatinamente fueron desdibujando la relación emisor-receptor que tiñó gran parte de la narrativa conceptual hegemónica del siglo pasado.

Se nos presentan, por un lado, los llamados "medios de comunicación masivos" que influyen decididamente en las agendas y los debates que ocurren en torno tanto a los asuntos públicos como privados. Por otro, aparecen las redes sociales como un conjunto novedoso de problemas que adquieren visibilidad en la medida que van dejando de ser subsidiarias de los formatos televisivos y comienzan a expresarse desde otro registro con sus propias especificidades.

El pasaje de un capitalismo industrial a uno predominantemente financiero no es solo un cambio de velocidades en el campo económico, sino que nos inscribe en un espíritu de época donde “la mentira es la verdad” como cantaba Divididos en los noventa, prevaleciendo las fake news y la mercantilización de la vida cotidiana.

Esos dispositivos dejan sus marcas en las subjetividades y en las formas en que imaginamos alojar amorosamente a los otros.

Es cierto que la pandemia reformuló las pasiones mediándolas a través de las pantallas. Ya no alcanza analizar el poder con miradas macro sostenidas solamente desde las lógicas del panóptico foucaultiano.

Frente a una derecha que se presenta como rebelde y antisistema recuperando la iniciativa e incluso -más allá de su capacidad electoral- imponiendo los modos y los encuadres sobre el cómo y lo qué se discute en la escena pública, problematizar la crisis de los proyectos emancipadores – más allá de cómo se configuren- se vuelve una tarea urgente.

Porque no es que esa crisis de los discursos transformadores es efecto de haber priorizado algunos derechos de minorías o grupos específicos por sobre diferencias sociales y políticas más radicalizadas y totalizadoras. Sino que los modos de comunicar esas propuestas se ordenaron alrededor de una red de significantes anteriores, tributarios de un modelo democrático/liberal/distributivo que es precisamente el qué está puesto en cuestión.

Sin obviar que –aún hoy- puedan aparecer sitios donde un importante sector social medio -principalmente anticlerical y anti peronista– se ilusione con develar sentidos de otras décadas anteriores, expresados, por ejemplo, en el inesperado éxito de la película “Argentina1985”.

¿Es posible emocionarse y aplaudir de pie el alegato de Ricardo Darín como Julio Strassera y, después votar a Juntos por el Cambio o a los Libertarios?

Lo que determina comunicacionalmente la predominancia de la derecha es que sus consignas tienen una mayor capacidad polisémica que –sin la historia como valor ordenador- permite interpelar y hacer sentido en múltiples y desiguales audiencias.

Por eso tenemos una primera tarea pendiente que consiste en recuperar los lazos sociales, e interrogar a las políticas de cuidado. Porque el cuidar como acto siempre excede las lógicas procedimentales y hace lugar al lugar de la hospitalidad como gesto. A una subjetividad hecha de mundo. A la irrupción de los otros.

De nada servirá oponerles a los discursos del odio la racionalidad cientificista. Desarmar sus consignas vacías es fácil. Lo dificultoso es arremeter contra el famoso adagio de Margaret Thatcher: “No hay tal cosa como la sociedad. Hay hombres, mujeres y familias”.

* Psicólogo. Magister en Planificación y Gestión de Procesos Comunicacionales UNLP