La vida de uno de los mayores poetas románticos alemanes, Johann Christian Friedrich Hölderlin, “se divide en dos mitades exactas” señala Giorgio Agamben, “los treinta y seis años que van desde 1770 hasta 1806 y los treinta y seis entre 1807 y 1843”. En la primera “vive en el mundo” como estudiante, traductor, poeta, amante, partidario de los ideales de la Revolución Francesa, preceptor, bibliotecario. En la segunda, “fuera del mundo”, cuando se agravan sus trastornos mentales y después de una internación psiquiátrica se aloja para siempre en la casa del ebanista Ernst Zimmer, en la torre de Tubinga.

Lo que Giorgio Agamben se propone en su reciente ensayo sobre Hölderlin es acercarse a la verdad de una vida cuyo tenor “no puede definirse exhaustivamente con palabras” en tanto encierra un irreductible misterio, por lo cual es necesario constituir la figura de esa existencia, “como algo que alude a un significado real pero encubierto.” Para eso decide centrarse en el segundo período (el de la “locura”) pero desechando los análisis psicológicos y sobre todo, proceder como un historiador. El modo de cumplir su objetivo lo encuentra en la utilización de la crónica, de ahí el subtítulo, “Crónica de una vida habitante 1806-1843”. Distingue, siguiendo a Walter Benjamin, al historiador del cronista, en tanto el primero se ve conminado a la explicación y a tener en cuenta la concatenación de los acontecimientos mientras el segundo primordialmente expone sin sobreestimar los grandes episodios respecto “de los que adscribimos a la esfera insignificante de la vida privada.” De ahí que, para Agamben, ese período de aislamiento de Hölderlin durante el cual el mismo poeta afirmaba “no me sucede nada”, se valga de la crónica, pero sin descartar la historia por “la elección de yuxtaponer ejemplarmente la crónica de los años de la locura a la cronología de la historia contemporánea de Europa”.

Así pauta el libro, luego de referir sus principales fuentes bibliográficas, en cuatro partes. En la primera, “Umbral”, Agamben refiere su tema y método al que sigue un extenso “Prólogo”. La locura de Hölderlin se pone en cuestión a partir de confrontar opiniones en las que Agamben advierte contradicciones, entre ellas la carta que Schelling escribe a Goethe en la cual le cuenta el encuentro en 1803 y expresa su tristeza por el estado físico y mental de quien fuera compañero de estudios. Esta y otras afirmaciones similares subrayan el estado de enajenación del autor de La muerte de Empédocles, quien sin embargo se hallaba en un período de intenso trabajo de composición y traducción. Quien también contribuyó notablemente a declararlo loco fue la madre del poeta, “como si la locura debiera ser verificada a toda costa, incluso cuando los hechos parecen desmentirla” dice Agamben ante las cartas que esta mujer le enviaba al amigo de Hölderlin, el diplomático Isaak von Sinclair, quien disentía de ese constante énfasis de la madre en la demencia del hijo, al cual además nunca visitó durante todos los años de reclusión. Para Agamben la locura de Hölderlin fue en todo caso algo “que se podía o debía aceptar” y que se habitaba, de aquí que hable de la “vida habitante” del poeta, como hábito y espacio-tiempo en que la vida se relaciona consigo misma y con el todo (lo que bien se manifiesta en la obra literaria y en discusiones filosóficas del autor de Hiperión respecto de teorías como las del yo absoluto de Fichte).

Antes de la declarada insanía mental y después, Hölderlin mantuvo una continuada tarea de cavilaciones y creación, convencido de que “nada es más difícil de aprender que el libre uso de lo nacional”. Esto es comprender y expresar la propia cultura y su lengua frente lo ajeno, que para él fueron los griegos, vistos como término de comparación y relación interpretativa, concepción que animó sus traducciones. Lejos de una trasposición de equivalencias semánticas se trataba de encarar el problema filosófico al punto de producir unas traducciones tan extrañas que fácilmente se explicaron por la locura.

Sin embargo para Agamben, lejos de eso es “una entrega tan extrema a la propia tarea que no duda en sacrificar la excelencia de la forma artística en favor de una manera poética ruinosa y deshecha, en los límites de lo incomprensible” por buscar, “precisamente aquello que en la lengua es incomunicable”, vinculado a lo que Benjamin distinguiría entre una traducción que aspire a la mera reproducción del sentido de otra en la que, dice Benjamin, “el sentido es apenas rozado por la lengua como lo es el arpa eólica por el viento”. En definitiva una traducción en clave poética.

La tensión propio/ ajeno también lo llevó a indagar acerca de la tragedia contraponiendo la modalidad griega a la alemana en el contexto en que Schiller jerarquizaba la comedia y Hölderlin vindicaba lo cómico por el valor “infinitamente significante” que adquiere la supuestamente fútil vida habitual. Además, ante el paradigma hegeliano del héroe trágico como culpable-inocente, Hölderlin constituye el intento “de salir de la dialéctica de lo trágico y de su falsa reconciliación de los extremos.”

El encadenamiento discursivo y sin otras subdivisiones que los saltos de párrafo en el “Prólogo” (con referencias a escritos de Hölderlin y otros autores en estos debates teóricos, junto con algunas informaciones sobre episodios de la vida del poeta) viran notoriamente al iniciarse la “Crónica” en su visible apariencia fragmentaria, a la vez secuenciada y escandida -lo que también trastoca el ritmo del texto- año por año desde 1806 hasta 1809 ya que Agamben considera que hasta ahí la contraposición entre hechos y vida de Hölderlin quedaba “suficientemente ejemplificada”. Con abundancia de fechas se consignan informaciones sobre sucesos históricos o artísticos (campañas napoleónicas, citas de cartas de Goethe, por ejemplo) en las páginas pares y en bastardillas, mientras que en las impares, también datadas, todo concierne a Hölderlin: registros médicos, costos de mantención, situación familiar y actividades del poeta. Esta doble entrada se unifica desde 1810 a 1843 focalizada en la obra literaria (con varias citas) y en abundantes cartas incluidas las del poeta, para desembocar en un “Epílogo”, que retoma las cuestiones expuestas en el “Prólogo” pero ahora, con el espesor de lo que lo antecedió, expande y densifica las hipótesis hasta desembocar en el “Epílogo” cuyo desenlace parece encontrar el sentido verdadero –sin banalizar o sublimizar- del tan aludido verso de Hölderlin: “Poéticamente habita el hombre en la tierra”.