Lector desordenado y voraz desde la infancia en los tempranos años 60, Pedro Juan Gutiérrez se prepararía gran parte de su vida para ser un escritor. Prepararse con rigor, ejercitándose en prosa y poesía, “desde los dieciocho años en que comencé conscientemente a escribir cuentos y poemas hasta los cuarenta y cuatro cuando, en septiembre de 1994 escribí el primer cuento de Trilogía. Cuando se publicó Trilogía yo tenía 48 años. Y seguí a un ritmo frenético de casi un libro por año, hasta un total de nueve”.

Así se describe a sí mismo en su autoreportaje Pedro Juan Gutiérrez. Pedro Juan hace preguntas ligeras, casuales, tiradas por ahí como anzuelos que se hacen los distraídos en el río de la memoria. Y Pedro Juan Gutiérrez las va contestando. Al principio parece que van a chocar a cada rato, que van a trenzarse en numerosas peleas sobre el sentido del acto de escribir en este mundo endiablado, violento y comercial, si es que hay algo de farsa o impostura en todo este ejercicio dialógico, rumiante, en el fondo monológico, si este diálogo no es, en definitiva, otra mascarada para terminar “vendiendo” una imagen, limpiándola al mismo tiempo de las impurezas y chismes que le fue adhiriendo el paso del tiempo. Pero fluye. Va tomando temperatura. Es una conversación, un murmullo interior, y hay buenas anécdotas, buenas historias acerca del mundo que le tocó vivir, en Matanzas, en La Habana, entre las personas del pueblo y sus mil matices. Así dialogan PJ y PJG.

¿Cuál es la línea divisoria entre el sujeto y su sombra, cuáles son los elementos que los unen? ¿Quién es Pedro Juan y quién es Pedro Juan Gutiérrez? Leyendo las páginas de Diálogo con mi sombra se comprende que PJG es el escritor y PJ el antihéroe. No necesariamente una creación literaria, un alter ego o una segunda personalidad. Don Segundo, es sombra, la parte oscura y sombría. Pero el escritor deja en claro que no se trata de una parte ajena a su ser escritor, sino precisamente ese enlace con el oficio de escribir como intensidad, antídoto anti académico, parate de la vida a ese exceso de lecturas que el mismo PJG reconoce como intoxicación desde la más tierna infancia y adolescencia.

El antihéroe es parte del escritor que, por supuesto, no se percibe a sí mismo como héroe de ninguna especie, menos que menos héroe trágico. Reivindica por sobre todas las cosas la alegría de vivir. No es necesariamente el vitalismo que vendría a ser una intoxicación literaria más. Es algo que descubrió a los 37 años, siendo un joven periodista, cuando se muda a un departamento con vista al mar y enorme terraza en Centro Habana, y un vecino le advierte que es demasiado blando para estar ahí. Dilema: o huye o se sumerge en la realidad. Y el escritor decide zambullirse, y al hacerlo descubre la alegría de vivir en la dura realidad ajena a la malla protectora de cultura y política que había blindado su vida hasta entonces. Se va muriendo el periodista, va emergiendo el escritor. Pero todavía falta.

Sabemos del impacto que significó a fines de la década de los 90 la aparición y difusión de la Trilogía sucia de La Habana, un libro que son tres libros, pero fundamentalmente un río interminable de historias callejeras, sexuales, vitales, ásperas. Plenas de un humor serio, vertical, de ese juego serio que reivindica para sí y para los escritores que más lo conmueven –Cortázar, Kafka- Pedro Juan. Lo publicó Anagrama en España en 1998 y se convirtió en una contraseña brutal, una bomba andante, mientras su autor viajaba por Europa y se metamorfoseaba en un buen salvaje rodeado de nuevos amigos, éxito, mujeres, traducciones. Pero cuando regresa a Cuba su libro no es bien visto.

Por la materia brutal, sexuada, picaresca y existencial de sus cuentos breves y acerados que se van acumulando hasta la angustia, desde la aparición de Trilogía sucia de La Habana a Pedro Juan se le cargó el doble sayo de ser el Bukowski y el Henry Miller caribeños. Un animal tropical, como titularía a uno de sus libros siguientes. Señala en Diálogo con mi sombra: “No tengo nada que ver con ellos. Lo cierto es que en Cuba nadie ha leído a esos autores. Yo, cuando escribía mis libros, no los había leído. Así de simple. Al editor español se le ocurrió eso porque siempre hay que usar algo así para presentar a un autor desconocido. Pero no tengo nada que ver con ellos. Creo –ya te lo he dicho antes- que tengo más cercanías con Truman Capote, con Sherwood Anderson quizás, con Grace Paley, con el Hemingway cuentista, en fin. Creo que soy una versión caribeña de esos escritores. Una versión un poco intensa, exagerada, extrema”.

Diálogo con mi sombra repasa las dos vidas de Pedro Juan Gutiérrez, al menos, las dos vidas que él se ha encargado de hibridar y transfigurar inyectándole dosis extremas de literatura de todas las latitudes, muy atento a las producciones de Cuba, Argentina, Brasil y México. Y ofrece también una reconstrucción autobiográfica que no deja de abrevar en las fuentes de lo real maravilloso: siempre deslumbra ver el despliegue de una biografía salvaje en el centro de una insularidad radical, milagro de la naturaleza, milagro de la literatura. A la manera de Alejo Carpentier, Lezama Lima, Virgilio Piñera, Reinaldo Arenas.

A pesar de que habla de sí mismo como escritor salvaje generador de una mitología, consciente de esa mitología, en contra de la construcción del “personaje” digerible para el mercado editorial, víctima del mito, todo a la vez, a Pedro Juan Gutiérrez le brotan las palabras que le dedica a Pedro Juan, el antihéroe que complementa su mito, el mismo el otro.

 

“Un tipo sin rumbo. No sabe adónde va ni qué pretende. Sencillamente no quiere nada. Sopla para donde sople el viento. Se deja llevar. Un personaje que jamás haría referencias a sus viajes ni a libros leídos, ni a su cultura ni a los tiempos en la universidad. Nada. Simple y basto. Un tipo de la calle. Un boxeador. Siempre furioso y agresivo. Independiente. Individualista. Sin amor ni compasión. A veces hasta cruel. Pero también muy luchador, no se rendía nunca. Siempre adelante, fuera como fuera. Y además supersexual”.

 

>Fragmentos de Diálogo con mi sombra de Pedro Juan Gutiérrez

LOS INICIOS

PJ: ¿Te gusta recordar tu infancia o la detestas?

PJG: Ya te dije antes. Fue hermosa. Feliz. Un poco complicada pero agradable. Junto con el marxismo me dio por ir mucho al cine. Vi en esos años todo el cine europeo de la época. Como ya el gobierno de Cuba había declarado abiertamente su batalla contra USA, pues de repente dejaron de entrar películas norteamericanas. En cambio veíamos todo lo europeo. En los cines comerciales normales, del barrio. Todo Ingmar Bergman, Godard, Renoir, Truffaut, Saura, Buñuel, el neorrealismo italiano, Milos Forman, Polanski. También Akira Kurosawa, las películas de Kurosawa con Toshiro Mifune de protagonista, las recuerdo de memoria. Todo, excepto cine yanqui. Y al mismo tiempo coleccionaba sellos, dibujaba y leía muchísimo. Bueno, había una onda moralista de acabar con los bares, con las putas, con los casinos y casas de juego. Todo lo que fuera “inmoral” y “rezagos del capitalismo”, había que eliminarlo. Se hablaba mucho de “la herencia del capitalismo” y se refería a cosas malas, claro. Al mismo tiempo se desarrollaron campañas para alfabetizar y elevar la educación y la cultura de la gente. Eso de cara al pueblo. Había más. Mucho más.

PJ: Y además, siempre estabas en la calle.

PJG: Siempre no. Pero una buena parte del tiempo sí. Era un barrio, una zona muy dura, muy intensa. En el centro de Matanzas. En las calles Ayllón, Contreras, Magdalena, Manzano. Yo vivía en el número 10 de Ayllón, en los altos de una sastrería. Cuento mucho de eso en El nido de la serpiente: Memorias del hijo del heladero. En ese barrio viví hasta los veinticinco años. Y es un lugar que sigo adorando, aunque ahora está muy arruinado, da pena. Se está cayendo a pedazos, literalmente. Toda mi infancia y mi juventud transcurrieron allí. Conocí a decenas y decenas de personas.

Matanzas es una ciudad portuaria, con mucha gente de paso en esa época, emigrantes de todas partes del mundo: judíos polacos, gallegos, catalanes, chinos, libaneses, americanos. Mucha gente interesante: prostitutas, marineros, viejos que me hacían cuentos sobre su vida, judíos polacos que tenían tiendas de ropa, chinos con “fondas”, que eran pequeños restaurantes económicos, catalanes con fábricas de zapatos y tiendas, el periódico de Matanzas también, Adelante, se llamaba, muchos negros, que eran estibadores en el puerto, y multitud de pequeños negocios.

Sí, era un barrio muy bueno, muy cosmopolita, con mucha vida. Y todo muy diferente. Muchos años después, cuando empecé a viajar por Europa, comprendí que el apartamento de los judíos era una reproducción exacta de un apartamento en Varsovia de clase media, y el caserón colonial de cinco hermanas catalanas solteronas, era idéntico a casas que he visto en Barcelona y Madrid. Los muebles, las cortinas, todo. Y además el Sloppy Joe’s Bar, muy parecido al de Key West y al de La Habana, lugares míticos frecuentados por Hemingway. Por el día ese bar es muy tranquilo y hasta silencioso. Por las tardes y noches se llenaba de putas y en la vitrola sonaban los boleros. Todo eso me marcó a fondo. Era un ambiente muy especial. Me marcó para siempre. Por eso no quería vender helados como mi padre sino ser cantante de boleros. Para mí era lo máximo. La noche, la música, las putas, los tragos en ese bar, las mujeres pelandrujas, la gente vulgar.

Una pequeña confesión: con frecuencia, a eso de las nueve de la noche, le escondía los cigarrillos a mi madre, que fumaba continuamente. Entonces me daba dinero y me pedía que fuera a comprarle una cajetilla. Y yo, entusiasmado, me iba al Sloppy Joe’s y me demoraba allí mirando aquel ambiente, oliendo. Tengo en mi memoria el olor a gente, a humo, a perfumes baratos, la luz en tinieblas, hasta que el bartender, que era amigo de mi padre y me conocía, me echaba: “Pedrito, dale vete pa tu casa, aquí no puedes estar”.

CENTRO HABANA

PJ: Ante todo, yo sé que el barrio está ahí, es real, pero ¿tú lo has acomodado, lo has adaptado a tus necesidades?

PJG: No, en absoluto, todo lo contrario. Hay lectores que utilizan Trilogía sucia de La Habana como si fuera un plano callejero y hacen los mismos recorridos de los personajes. Como una guía turística. O más bien antiturística. Cuando escribía esos cuentos me cuidaba mucho de que fueran verosímiles. La literatura tiene que ser convincente. Aunque sea ciencia ficción es imprescindible que convenza al lector de que “es cierto lo que está leyendo”. Entonces, si das un lugar exacto, y describes una casa real que está allí, pues eso es perfecto. Solo un dato real es suficiente. O un conjunto de información real. A partir de ahí ya todo es creíble. Llegué a Centro Habana en 1987. Yo tenía treinta y siete años y había vivido muchas veces en La Habana, pero nunca de un modo permanente. Conseguí un apartamento con una terraza grande y una vista maravillosa hacia el mar. En un edificio un poco arruinado, en la calle San Lázaro.

Yo era un periodista experimentado, con oficio, reconocido. Había viajado por unos cuantos países de Europa y América Latina. Tenía un buen nivel de vida, con familia, dos hijos. Un tipo normal de clase media. Muy dentro del sistema. Y me creía, inocentemente, que todo el mundo vivía como yo, insertado y disfrutando las cosas buenas de la vida. Bueno: ese era el discurso oficial: todos somos iguales, no hay clases, no hay diferencias, el igualitarismo. Y yo, un periodista oficial, pues defendía todo eso, claro. Además, éramos un país heroico, homogéneo. Sólido. David contra Goliat. Pero no era todo en blanco y negro como me gustaba creer. Para mi asombro. Creo que viví engañado una buena parte de mi vida. A los dos días de estar en nuestra nueva casa vino un vecino, un muchacho joven, y me dijo: “Ten cuidado con tu hijo pues ahí abajo hay unos cuantos que venden mariguana y cocaína y usan a los niños para eso. Si lo coge la policía el que va preso eres tú, no el menor”. Y yo pensé: ¿dónde me he metido? Si esto es la bienvenida. Fue como un puñetazo en la nariz. Yo era un tipo muy sano, quizás hasta muy ingenuo. Bueno, eso fue solo el aperitivo. Después fui descubriendo el barrio, la gente de allí, pobre, una buena parte con bajo nivel cultural, gente muy agresiva, violenta, furiosa, frustrada, siempre a la defensiva. Siempre defendiendo su pequeño pedacito de terreno, como en una manada. Para mí era asombroso.

Y seguí allí, por supuesto. No había modo de salir. Así que me dediqué a conocer a la gente. A vivir allí normalmente. A integrarme. Y lo disfruté. Tengo algunos buenos amigos, una buena parte de la historia de mi vida. Me considero matancero y centrohabanero. Y estoy orgulloso. Esa es mi gente. Gente pícara, alegre. Tramposos a veces, negociantes, luchadores, con mucha energía, gente que vive a full cada minuto del día y la noche. En esa casa he vivido los mejores y los peores momentos de mi vida. Así que ese es el escenario de todos esos libros. Un lugar real y complejo. Un lugar entrañable con el que tengo una extraña relación de amor- odio. No obstante, me sigue asombrando hoy, después de veinticinco años de vivir ahí.

SEXO

PJ: ¿El sexo es tan importante para ti? Aparece demasiado o muy explícitamente en tu obra.

PJG: Vamos por partes. Una cosa es el autor y otra sus personajes. Separemos el asunto. Para mí el sexo siempre ha sido muy importante. Me gusta más que escribir, más que el alcohol, más que la comida, más que viajar, más que la música y más que la lectura. Esas cosas también me gustan, pero el sexo mucho más. No me interesa averiguar por qué. Supongo que se debe a una mezcla de razones bioquímicas, genéticas y también culturales. Ser latino y caribeño marca. Y ser mestizo de españoles y africanos marca mucho más. Y estoy muy satisfecho. Me considero un privilegiado por haber nacido en Cuba en el momento que me tocó nacer.

Ahora bien, en todos mis relatos cuando hay una escena de sexo sucede algo alrededor del asunto. Es un desencadenante de una nueva situación. Siempre utilizo el sexo como un instrumento dramatúrgico para mover algo. Es lo mismo que sucede con los crímenes y los escritores de novela negra. Cada asesinato ayuda al desarrollo de la trama, añade algo más. A mí no me gustan los crímenes, soy un tipo pacífico y divertido. Para matar a otra persona hay que estar medio loco, amargado, en bronca con la vida. Me gusta más el sexo. Es más saludable y más alegre derramar semen que derramar sangre.